Javier Rupérez: Qué, quién, cómo, cuándo, por qué… la Transición
Landelino Lavilla
Una historia para compartir. Al cambio por la reforma (1976-1977)
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017
379 pp.
Vernon Walters, general del ejército de los Estados Unidos, desempeñó, además de las propias de su origen profesional, varias e importantes funciones en la vida política estadounidense durante las cuatro décadas de la Guerra Fría. Fue director adjunto de la CIA, embajador en Alemania y en las Naciones Unidas y, permanentemente, consejero e intérprete lingüístico de varios presidentes de su país. Uno de ellos, Richard Nixon, lo envió a España en 1972 para que se entrevistara con el general Franco a fin de averiguar qué sería de nuestro país tras la muerte del dictador. Walters narró la entrevista en un libro de memorias (Silent Missions, Nueva York, Doubleday, 1978) y amplió lo allí escrito en una entrevista que publicó el diario ABC. Walters, que a regañadientes había aceptado el complicado encargo, encontró al jefe del Estado español dispuesto a especular sobre lo que pasaría con el país después de su fallecimiento aun antes de que su interlocutor hubiera tenido tiempo de explicarle la delicada misión. Afirmó casi sin solución de continuidad: «Yo he creado ciertas instituciones, nadie piensa que funcionarán. Están equivocados. El príncipe será rey, porque no hay alternativa. España irá lejos en el camino que desean ustedes, los ingleses y los franceses: democracia, pornografía, drogas, qué se yo. Habrá grandes locuras, pero ninguna de ellas será fatal para España». Al mostrar Walters extrañeza por la seguridad con que se manifestaba Franco, el dictador explicó que «voy a dejar algo que no encontré al asumir el gobierno de este país hace cuarenta años: la clase media española». Y añadió para terminar la entrevista: «Dígale a su presidente que confíe en el buen sentido del pueblo español: no habrá otra guerra civil».
En ninguna parte consta que Landelino Lavilla hubiera conocido a Walters. Tampoco que haya leído su libro. Aunque resulta más verosímil que tuviera noticia de la entrevista en ABC. Y, desde luego, nos resulta muy difícil imaginarlo manteniendo esa, o cualquier otra, conversación con el autócrata. Por ello resulta doblemente notable que quien fue ministro de Justicia y presidente del Congreso de los Diputados durante los primeros años del tránsito de España hacia la democracia, en los prolegómenos de su libro, allá donde se recuerdan las incertidumbres que precedieron y prosiguieron a la muerte de Franco, haga esta valoración del momento y de los condicionantes del futuro: «Y después de Franco, ¿qué? Para los más radicales enemigos del franquismo y para sus más fervorosos y ortodoxos defensores, hubiera sido sin duda sorprendente que el propio Franco hubiera respondido: una democracia de tipo occidental, una Monarquía parlamentaria. Sin embargo, no debiera haber sorprendido una respuesta de ese tenor en quien, consciente de las limitaciones intrínsecas del sistema concebido, creado y articulado en torno a su poder y su persona, es normal que sintiera una lógica preocupación por el juicio que iba a merecer ante la Historia y por la certeza de que no cabía prolongar más allá de su propia vida un régimen insólito en nuestro ámbito político y cultural. Franco no podía, no quería o no consideraba oportuno abrir las puertas al futuro, pero sabía que se abrirían aun haciendo saltar la muralla construida» (p. 20).
Reconstruye Landelino Lavilla su fase iniciática en la vida política española recordando cómo algunos miembros de su generación habían concebido ya en los últimos años de la dictadura lo que más tarde vino en llamarse el «tardofranquismo», una voluntad reformista que a algunos de ellos les había llevado, de un lado, a participar en puestos de segundo nivel en la estructura funcionarial española y, de otro, a manifestar públicamente sus puntos de vista a través del grupo de opinión Tácito, que desde 1973 publicaba regularmente sus columnas en el diario Ya, de la Editorial Católica. Entre ellos se encontraban, además de Landelino Lavilla, gentes tan significativas durante la Transición como Eduardo Carriles, Pío Cabanillas. Marcelino Oreja, José Luis Álvarez, Juan Antonio Ortega, Fernando Álvarez de Miranda, Andrés Reguera, José Manuel Otero Novas, Leopoldo Calvo-Sotelo, Alfonso Osorio o Íñigo Cavero. El origen y la inspiración del grupo tenía un marcado acento democristiano, bien que en él figuraran representantes diversos de ese siempre complejo entramado partidista; en todo caso, ese grupo fue determinante para aportar a los equipos iniciales de que se rodeó Adolfo Suárez desde que fue nombrado presidente del Gobierno en 1976 una cierta clámide democrática de la que difícilmente podían alardear quienes provenían directamente de las generaciones recientes del Movimiento Nacional. El interés del autor –en alguna ocasión lo deja muy explícito– reside, mucho más que en la narración de los sucesos y anécdotas que tanto han dado y seguirán dando que hablar al hacer el relato de la Transición, en destacar con firmeza un propósito y una convicción. El propósito: diseñar para la España inmediatamente posterior a la muerte de Franco un programa reformista de profunda convicción democrática que permitiera convertir al país en un elemento homologable a los países de la misma estructura y convicción. La convicción: que ese esquema reformista, verdadero germen de la Transición, llegó a estar delineado en sus más mínimos detalles y en gran parte ejecutado con previsión. No hubo pues, según Lavilla, ni vacilaciones sobre el alcance del programa ni dudas sobre sus disposiciones, ni improvisación en el concepto. Y como prueba de ello reproduce in extenso diversas manifestaciones públicas suyas que se produjeron durante el primer semestre de 1976, antes de que Adolfo Suárez llegara a la Presidencia del Gobierno y en las que, en efecto, con la meticulosa claridad de que Lavilla siempre ha hecho gala, se exponen pasos y se proponen medidas que, en variada forma, encontrarían encarnación posterior en los meses y años subsiguientes. Es decir, previsiones y realizaciones sirven para confirmar lo que el libro defiende con ardor y razón: la visión y el éxito de la transición española hacia la democracia.
Ha querido Lavilla que su escrito se concentrase en el año que transcurre desde julio de 1976, al tomar Suárez posesión como presidente del Gobierno, hasta el 15 de junio de 1977, cuando se celebran las primeras elecciones democráticas que el país conocía desde 1936. Es ese el período en que, según el autor argumenta con autoridad y poder de convicción, se produjo la más contundente operación de cambio político y legislativo. La que se realiza a través de la Ley para la Reforma Política, que en la recurrente expresión al caso permitió transitar «de la ley a la ley», en fórmula sin padre exacto, aunque normalmente atribuida a Torcuato Fernández-Miranda. Lavilla no se queda corto en la exaltación de las virtudes que adornaban al que era en aquel momento presidente de las Cortes Españolas tras haber sido vicepresidente del Gobierno que encabezó el almirante Carrero Blanco, además de secretario general del Movimiento Nacional: «Hombre de sólida formación y de brillantez poco común –escribe Lavilla–, polemista de primer orden y casi siempre polemizado por sus características personales, unía a su rigor intelectual y a su honestidad una acusada sensibilidad y capacidad para la decisión y la acción política, que tenía ya acreditadas, pero que lucieron con especial relevancia y eficacia en los casi dieciocho meses durante los que desempeñó la presidencia de las Cortes» (p. 121). Cuando se trata de reclamar la autoría del borrador de lo que sería la Ley para la Reforma Política –y Lavilla pone especial énfasis en subrayar que la preposición «para», por indicación suya, sustituyó exitosamente a la inicialmente utilizada «de», que hubiera podido dar una visión prematuramente más acabada de un proceso que se quería abierto– no le caben dudas: «No tengo datos para afirmar o negar –quizá sólo intuir– si aquel borrador (texto inicial) fue debido a la pluma o a la inspiración de Torcuato Fernández-Miranda, presidente de las Cortes. Pero, aunque lo fuera, Fernández-Miranda no fue el director en la sombra de aquella operación política. Afirmo por ciencia propia que fue plena la dirección del presidente Suárez. Y añado que el texto de la ley […] fue elaborado, medido, escrito en sus diferentes versiones por el Gobierno, y en el Gobierno fui yo el ponente en relación continuada con el presidente Suárez […]. Fernández-Miranda fue una pieza relevante, pero sus criterios nunca tuvieron fuerza política para imponerse frente a los del presidente Suárez y su Gobierno» (p. 207).
No tiene reparos Landelino Lavilla en proclamar su admiración y afecto por Adolfo Suárez, a quien otorga la mayor parte del éxito de la operación transicional y del que en repetidas ocasiones afirma sentirse fraternalmente próximo. Hasta el extremo de recrear los diálogos que ambos mantuvieron, o pudieran haber mantenido, para recoger las incertidumbres, trabajos o urgencias del momento. Es claramente laudatorio en sus referencias al rey Juan Carlos I, a quien concede, asimismo, importante protagonismo en la operación, pero de quien prefiere no reflejar opiniones o pensamientos por una consideración elemental de respeto institucional. Y mantiene con vigor, frente a la opinión más extendida, que la Unión de Centro Democrático, al que como grupo concede, lógicamente, importante protagonismo en el período que transcurre desde 1977 hasta 1982, no tendría por qué haberse convertido en una aventura circunstancial si algunos de sus dirigentes, a los que púdicamente elude nombrar, no se hubieran dejado llevar por los cantos de sirena que a derecha y a izquierda reclamaban nuevo protagonismo en la recién instaurada democracia española. Y que hábilmente supieron explotar los afanes de protagonismo y poder de las «baronías», a las que Landelino Lavilla hace oblicua e inacabada referencia.
El volumen, siempre marcado por una voluntad exhaustiva en el detalle jurídico, y a veces también en el económico, tiene dos mitades bien definidas. Examina la primera el contexto general de la reforma política, mientras que la segunda ofrece la descripción de los importantes instrumentos legales que en el espacio de doce meses fueron dando estructura a la monarquía parlamentaria que habría de inaugurarse con las elecciones de 1977 y consagrarse en la Constitución de 1978. Ajeno a la anécdota, Lavilla no quiere profundizar en los dimes y diretes de los vericuetos personales e ideológicos de la vida política, y por ello no profundiza en cuestiones que los historiadores en particular y los lectores en general seguirían con interés no exento de pasión. Las razones por las que Adolfo Suarez decidió presentar su dimisión en enero de 1981, por ejemplo; las diversas crisis de UCD, algunas de las cuales afectaron de manera muy directa al propio Landelino Lavilla, y de las que da escueta y dolorosa noticia; los motivos que llevaron al distanciamiento entre Suárez y Fernández-Miranda, o la causa por la que Suárez, sin fundamento aparente, procedió a diversos cambios ministeriales. No sabemos todavía si Landelino Lavilla querrá complementar el importante caudal de memorias y estudios sobre la Transición añadiendo, a la obra que ahora publica, otra que cubra un período no estrictamente circunscrito a los tiempos y urgencias de 1976 y 1977.
Porque Landelino Lavilla fue, en efecto, uno de los elementos fundamentales de la gran operación política que resultó ser la transición española hacia la democracia. Su alcance épico –viene a decirnos el autor– no hubiera sido posible sin el minucioso manejo de la relojería legal que en un tiempo breve puso en hora la maquinaria política española con el resto de las democracias occidentales. El volumen es, naturalmente, una reivindicación del papel desempeñado por el que escribe, pero también de las gentes que con él, y siempre bajo la dirección de Adolfo Suárez, formaron el equipo transicional. Landelino Lavilla hace mención especial de sus más directos colaboradores, empezando por Juan Antonio Ortega y Díaz-Ambrona y Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón.
Y no deja de ser oportuna la recuperación de la memoria con respecto a ese período de 1976 a 1977, cuando todavía existían unas Cortes franquistas a las que había que convencer de su ocaso, cuando la incertidumbre era aún el factor predominante en una expectante sociedad española y cuando cualquier diseño de futuro parecía difuminarse entre continuistas, reformistas y rupturistas, cada cual con su propio bagaje de promesas e indeterminaciones. Lo explica Landelino Lavilla en las primeras páginas: «Ahí sitúo el germen y la clave de la llamada transición política. Ese año fue “cosa vuestra”, me han argüido en ocasiones los destinatarios de mi lamento y extrañeza por la total omisión de ese año en las explicaciones de quienes ni quieren ni pueden hablar más que desde las elecciones de junio de 1977. No era sólo nuestra, sino de todos, respondo, aunque ciertamente fuimos “nosotros” los que asumimos la gestión y la responsabilidad de conducir el proceso hasta las elecciones. Lo hicimos y no precisamente con el acompañamiento de todos, aunque –y me resulta grato reconocerlo– incorporamos a la generalidad de los españoles y llegamos a cooperaciones útiles en objetivos comunes» (p. 13). Landelino en estado puro.
Javier Rupérez es embajador de España y académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Sus últimos libros son El espejismo multilateral. La geopolítica entre el idealismo y la realidad (Córdoba, Almuzara, 2009), Memoria de Washington. Embajador de España en la capital del imperio (Madrid, La Esfera de los Libros, 2011), La mirada sin ira (Córdoba, Almuzara, 2016) y, con David Vítores, El español en las relaciones internacionales (Barcelona, Ariel/Fundación Telefónica, 2012).