El problema judío de Jeremy Corbyn
Corbyn está conduciendo al Partido Laborista hacia el antisemitismo, y los judíos británicos tienen razón en estar preocupados.
Londres – Los británicos acaban de tener su verano más caluroso desde 1976, y la temperatura política también se ha disparado a tope. A lo largo del verano, las guerras civiles han consumido a los dos principales partidos políticos británicos. Mientras que los conservadores están ahora preocupados por una inminente decisión sobre el Brexit y un potencial desafío al liderazgo, Jeremy Corbyn se ha convertido en el centro de una disputa antisemita que está consumiendo al Partido Laborista.
Durante años, el líder laborista se ha visto perseguido por una serie aparentemente interminable de escándalos relacionados con fanatismo antijudío. En 2009, invitó a «amigos islamistas de Hamás» a la Cámara de los Comunes y dijo que la idea de que el grupo «debería ser etiquetado como una organización terrorista por el gobierno británico es realmente un gran, gran error histórico». En 2010, fue anfitrión de un evento (también en la Cámara de los Comunes), el Día Conmemorativo del Holocausto, en el que un sobreviviente judío de Auschwitz comparó al gobierno israelí con el régimen nazi. En 2014, asistió a una ceremonia en Túnez y, según se informa, colocó una corona de flores sobre la tumba de uno de los terroristas del Septiembre Negro que asesinó a once atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Munich de 1972. Antes de que la emisora estatal iraní Press TV fuera prohibida en enero de 2012, se dice que aceptó hasta 20.000 libras esterlinas por sus apariciones en ese canal.
En 2016, en medio de una creciente presión dentro y fuera del Partido Laborista, Corbyn anunció una investigación independiente sobre el antisemitismo y el racismo en el partido. El informe concluyó que había un ambiente tóxico en la organización. Más tarde se disculpó por las «preocupaciones y la ansiedad» causadas por sus apariciones en el pasado «en plataformas con personas cuyas opiniones rechazo por completo». Pero estos gestos vagos parecen vacíos, y ahora se está librando una guerra por el alma misma del Laborismo entre la vieja guardia moderada y los radicales corbinistas.
En el sector moderado, los ex primeros ministros laboristas Gordon Brown y Tony Blair se han lamentado de la «mancha» antisemita de Corbyn sobre el partido, mientras que Frank Field, un veterano diputado, ha dimitido y se dice que 15 más están contemplando el mismo curso de acción. Mientras tanto, el movimiento socialista de base Momentum, que no tiene poder político «oficial», está tratando de purgar a los moderados y sacarlos del partido. Joan Ryan, una diputada crítica de Corbyn, se enfrentó recientemente a un voto de censura de su partido local. Ryan ha llamado a Momentum «un partido dentro del partido» lleno de activistas «trotkistas, estalinistas, comunistas y otras variedades de izquierda», para quienes «el antisemitismo y el antisionismo son fundamentales en su política y sus valores». Cree que fue blanco de ataques por hablar a favor de Israel y en contra de Corbyn.
El problema es que los corbinistas parecen estar ganando esta batalla. En las elecciones del Comité Ejecutivo Nacional del Partido de la semana pasada, los candidatos de Momentum ganaron los nueve puestos. Incluso un puesto fue para Peter Wilsman, quien culpó a judíos «fanáticos de Trump» por iniciar el debate sobre el antisemitismo. Anteriormente, el semanario Jewish Chronicle filtró una grabación de Wilsman atacando a 68 rabinos en una reunión del CNE por solicitar que el partido adoptara la definición de antisemitismo de la Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto.
No es de extrañar que fuera del partido exista una auténtica atmósfera de miedo en la comunidad judía británica. Una encuesta realizada por Jewish Chronicle, por ejemplo, reveló que el 40 por ciento de los judíos británicos considerarían abandonar el Reino Unido si Corbyn llegaba a ser primer ministro. El mes pasado, cuando el diario The Times reveló un vídeo de 2014 en el que Corbyn le dice a un grupo de palestinos que los «sionistas» no entienden la «ironía inglesa», el rabino más importante de Gran Bretaña, Lord Jonathan Sacks, habló contra el líder de la oposición en los términos más enérgicos posibles. Llamó a Corbyn un «antisemita» que había «dado apoyo a racistas, terroristas y traficantes de odio». También comparó el lenguaje de Corbyn con el de Enoch Powell en su polémico discurso de 1968 «Ríos de Sangre».
Por supuesto, muchos señalan con razón que el antisemitismo no debe mezclarse con las críticas al gobierno israelí o con quienes cuestionan su legitimidad. Pero el punto de Sacks es que el término «sionismo» debe ser usado con inmenso cuidado precisamente porque tales distinciones importan. Dave Rich lo explica en su libro, «El problema judío de la izquierda: Jeremy Corbyn, Israel y el antisemitismo». Rich cita una encuesta realizada en 2010 por el Institute for Jewish Policy Research (Instituto de Investigación de Políticas Judías), que reveló que el 95 por ciento de los judíos británicos afirmaba que Israel desempeña algún papel en su identidad judía, el 82 por ciento dijo que desempeña un papel central o importante, y el 90 por ciento dijo que veía a Israel como la patria ancestral del pueblo judío. Como dice Rich:
Para la mayoría de los judíos esto es lo que es el sionismo: la idea de que los judíos son un pueblo cuya patria es Israel (dondequiera que vivan); que el pueblo judío tiene derecho a un estado; y que la existencia de Israel es una parte importante de lo que significa ser judío hoy en día. Este vínculo profundo e instintivo no se traduce necesariamente en apoyo político a los gobiernos israelíes o a sus políticas: ambos estudios encontraron un fuerte apoyo a una solución de dos estados y oposición a la expansión de los asentamientos judíos en Cisjordania.
Sin embargo, los corbinistas típicamente descartan las acusaciones de antisemitismo, que según ellos son causadas por motivos políticos o, para citar una carta al New Statesman, son una «absurda reacción exagerada de los judíos». Para comprender esta respuesta, y por qué es preocupante, hay que entender las raíces ideológicas de la Nueva Izquierda británica radical.
Como Rich señala en su libro, la Nueva Izquierda surgió en la década de 1960, cuando se sentaron las bases de las modernas políticas de identidad, y un contingente dentro del Partido Laborista abandonó su apoyo histórico a Israel en favor de la causa palestina. Para la izquierda dura, el colonialismo es un mal absoluto, y el sionismo -apoyo de un estado racista e ilegítimo- es una ideología racista y opresiva. Por estos motivos, los opositores laboristas de Israel a menudo le han culpado de la guerra de Irak, de la ira de ISIS y de la prevalencia de la islamofobia. Y en este sentido, Sacks ha dicho que el regreso del antisemitismo en la izquierda británica se debe en parte al «fracaso cognitivo llamado chivo expiatorio».
Asimismo, con Corbyn y sus acólitos existe un curioso doble rasero: Tienden a favorecer una concepción sumamente amplia del racismo, excepto cuando los judíos son la minoría atacada. Después de un debate feroz, el 4 de septiembre el Partido Laborista finalmente adoptó la definición de antisemitismo de la Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto, la cual, vale la pena señalar, también enfatiza la importancia de la libertad para criticar a Israel. Incluso después de una carrera dedicada a los escándalos derivados de su antisemitismo, Corbyn luchó contra la adopción de la definición completa, alargando el proceso durante meses antes de que finalmente cedió. La pregunta es, ¿por qué? Si la retórica de Corbyn es tan benigna como él y sus partidarios afirman, si no está basada en un prejuicio ideológico inflexible, debe demostrarlo. Mientras no lo haga, los judíos británicos tienen razón en estar profundamente preocupados.
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
National Review
JEREMY CORBYN’S JEWISH PROBLEM
Madeleine Kearns
Corbyn is leading Labour toward anti-Semitism, and British Jews are right to be worried.
London — Brits just had their hottest recorded summer since 1976, and the political temperature is also turned up to full blast. Throughout the summer, civil wars have consumed both of Britain’s main political parties. While the Tories are now preoccupied with a looming Brexit decision and a potential leadership challenge, Jeremy Corbyn has become the focus of Labour’s all-consuming anti-Semitism row.
The Labour leader has for years now been dogged by a seemingly endless stream of scandals involving anti-Jewish bigotry. In 2009, he invited Islamist “friends from Hamas” to the House of Commons and said that the idea that the group “should be labelled as a terrorist organisation by the British government is really a big, big historical mistake.” In 2010, he hosted an event (also at the House of Commons) on Holocaust Memorial Day in which a Jewish Auschwitz survivor compared the Israeli government to the Nazi regime. In 2014, he attended a ceremony in Tunisia and reportedly laid a wreath on the grave of one the Black September terrorists who murdered eleven Israeli athletes at the 1972 Munich Olympics. Before the Iranian state broadcaster, Press TV, was banned in January 2012, he reportedly accepted up to £20,000 for his appearances on the channel.
In 2016, amid mounting pressure from inside and outside Labour, Corbyn announced an independent inquiry into anti-Semitism and racism in the party. The report concluded that there was a toxic environment within the party. He later apologized for the “concerns and anxiety” caused by his past appearances “on platforms with people whose views I completely reject.” But these vague gestures struck many as empty, and a war for Labour’s very soul is now being fought between the party’s moderate old guard and its Corbynite radicals.
In the former camp, ex-Labour prime ministers Gordon Brown and Tony Blair have lamented Corbyn’s anti-Semitic “stain” on the party, while Frank Field, a veteran Labour MP, has resigned and 15 more are said to be contemplating the same course of action. Meanwhile, the socialist grassroots movement Momentum, which has no official political power, is seeking to purge Labour of moderates. Joan Ryan, a Labour backbencher and critic of Corbyn, recently faced a vote of no-confidence from her local party. Ryan has called Momentum “a party within a party” full of “Trots, Stalinists, Communists, and assorted hard-left” activists, for whom “anti-Semitism and anti-Zionism is fundamental to their politics and their values.” She believes she was targeted for speaking up for Israel and against Corbyn.
The trouble is that the Corbynites seem to be winning this fight. At the Party’s National Executive Committee election last week, Momentum candidates won all nine places. One place even went to Peter Wilsman, who blamed Jewish “Trump fanatics” for initiating the anti-Semitism debate. Previously, the Jewish Chronicle leaked a recording of Wilsman attacking 68 rabbis at an NEC meeting for requesting that the party adopt the International Holocaust Remembrance Alliance’s definition of anti-Semitism.
It is little wonder that, outside the party, a genuine atmosphere of fear exists in the British Jewish community. A survey conducted by the Jewish Chronicle, for instance, found that 40 percent of British Jews say they would consider leaving the United Kingdom if Corbyn became prime minister. Last month, when The Times revealed a video from 2014 in which Corbyn tells a group of Palestinians that “Zionists” don’t understand “English irony,” Britain’s foremost rabbi, Lord Jonathan Sacks, spoke out against the opposition leader in the strongest possible terms. He called Corbyn an “anti-Semite” who had “given support to racists, terrorists, and dealers of hate.” He also likened Corbyn’s language to that in Enoch Powell’s controversial 1968 “Rivers of Blood” speech.
Of course, many rightly point out that anti-Semitism ought not to be conflated with criticism of the Israeli government or those who question its legitimacy. But Sacks’s point is that the term “Zionism” must be used with immense care precisely because such distinctions matter. Dave Rich explains as much in his book, The Left’s Jewish Problem: Jeremy Corbyn, Israel and Anti-Semitism. Rich cites a 2010 survey by the Institute for Jewish Policy Research, which revealed that 95 percent of British Jews said Israel plays some role in their Jewish identity, 82 percent said it plays a central or important role, and 90 percent said they see Israel as the ancestral homeland of the Jewish people. As Rich puts it:
For most Jews, this is what Zionism is: the idea that the Jews are a people whose homeland is Israel (wherever they actually live); that the Jewish people have the right to a state; and that Israel’s existence is an important part of what it means to be Jewish today. This deep, instinctive bond doesn’t necessarily translate into political support for Israeli governments or their policies: both surveys found strong support for a two-state solution and opposition to expansion of Jewish settlements in the West Bank.
Nevertheless, Corbynites typically dismiss accusations of anti-Semitism as politically motivated spin or, to quote one letter to the New Statesman, a “ludicrous Jewish overreaction.” To understand this response, and why it’s worrisome, one must understand the ideological roots of Britain’s radical New Left.
As Rich points out in his book, the New Left emerged in the 1960s, when the foundations of modern identity politics were laid and a contingent within Labour abandoned its historical support for Israel in favor of the Palestinian cause. For the hard-left, colonialism is an absolute evil, and Zionism — support of a racist, illegitimate state — is a racist and oppressive ideology. On these grounds, Israel’s Labour opponents have often blamed it for the Iraq War, the wrath of ISIS, and the prevalence of Islamophobia. And in this regard, Sacks has said that the return of anti-Semitism on the British left is partly due to “the cognitive failure called scapegoating.”
Likewise, with Corbyn and his acolytes a curious double standard exists: They tend to favor a sweepingly broad conception of racism, except when Jews are the minority being attacked. After much fierce debate, on September 4 the Labour party finally adopted the International Holocaust Remembrance Association’s definition of anti-Semitism — which, it’s worth noting, also emphasizes the importance of the freedom to criticize Israel. Even after a career spent dogged by anti-Semitism scandals, Corbyn put up a fight against adopting the full definition, dragging the process out for months before eventually relenting. The question is why? If Corbyn’s rhetoric is as benign as he and his supporters claim, if it is not informed by an uncompromising ideological prejudice, he must prove it. Until he does, British Jews are right to be deeply troubled.