¿Qué tanta legitimidad tienen las interpretaciones que se hacen en caliente? Para el autor, la duda y el desconcierto con frecuencia conducen a respuestas más inquietantes.
Me sorprende la velocidad con la que la sociología instantánea descifra los enigmas más complejos que se le presentan. Sin necesidad de tomar un respiro, los intérpretes de lo inmediato encuentran una explicación satisfactoria y veloz a todo lo que sucede. Mientras el hecho se desenrolla ante sus ojos, el analista desenvuelve un alegato perfecto sobre el origen y el sentido del fenómeno. El hecho aún no termina de acontecer y el comentarista ya despliega una interpretación convincente. La opinión expedita observa con un ojo la televisión y con el otro la red. Al mismo tiempo, sus dedos teclean su diagnóstico. Conoce apenas un par de datos, pero ha visto las suficientes imágenes para hacerse una idea completa de lo que el hecho significa. Por ello se lanza a elucidar lo que los ignorantes no entienden.
Hace unos días una universidad de Estados Unidos fue invadida por el infierno. Un alumno decidió volcar su odio contra la vida. Decidió morir y matar. Tomó un par de armas y se entregó a una cruzada de muerte. Por la televisión pudimos enterarnos antes de la opinión de los expertos que de los hechos mismos. Aún no se conocía el saldo de sangre, ni la autoría de los crímenes, pero los intérpretes ya sabían por qué había sucedido todo y qué significado tenía esa furia sangrienta. Enlistaban con un convencimiento sorprendente las causas de los hechos y las medidas que pondrían fin a estas locuras. Los atajos para la opinión pueden ser muchos. Algunos acudieron a un documental popular para interpretar el hecho. Como el crimen se parecía al registrado por Michael Moore en Bowling for Columbine, la opinión repentina repitió como merolico los alegatos del panfleto: una sociedad rota, marcada por el miedo y enajenada por la devoción a las armas produce estas atrocidades. Cuando se supo el nombre del asesino, las interpretaciones se dirigieron al falso sueño de la integración norteamericana. Estados Unidos no era capaz de ofrecer casa a un muchacho de nombre oriental. Otros dijeron que se trataba de un hermano psicológico de los terroristas suicidas: un “perdedor radical”, según lo ha bautizado un ensayista alemán. El lugar común se desplegó tan exitosamente que, de pronto, no podíamos siquiera ver lo que había pasado. Antes de conocer lo que había sucedido, éramos bombardeados por interpretaciones de lo que significaba.
Algo de absurdo y de impúdico tiene esta barata psiquiatría en tiempo real. ¿No es necesario hacer acopio mínimo de datos para animarse a arriesgar una opinión? ¿No resulta indispensable dejar correr un tiempo para reflexionar, serenar las ideas que siempre están tentadas por la repetición? ¿No es necesario cierto reposo para brincar el cerco de los tópicos y aventurarse con una hipótesis razonable?
En realidad, el raudo intérprete no necesita del hecho para saber lo que sabe. La velocidad con la que dispara opiniones da cuenta de que no hay acontecimiento que lo sorprenda. Se ha hecho una opinión antes de que suceda el evento que juzga. A sus ojos, todo hecho es remedo de un hecho previo, y se inscribe en un proceso general que él bien conoce. Por eso todas sus opiniones son, en realidad, reiteraciones. Todo lo que sucede, todo lo que puede suceder ha de ser insertado en el repertorio de opiniones que produce rutinariamente. Se acerca a la realidad como quien arma un rompecabezas. Ya sabe cuál es la forma que busca y solamente se acerca a la realidad buscando las piezas que rellenen los huecos. Así, los hechos de la historia no son para él más que acontecimientos anticipados, siempre previsibles.
La cultura contemporánea ha creado este personaje curioso que todo el tiempo opina de todo, a la vista de todo mundo. Al tronar los dedos puede explicar frente a un procesador de palabras o una pantalla de televisión el origen del sobrecalentamiento de la Tierra, el futuro del mercado petrolero, el significado moral de la música contemporánea y los pleitos de alguna familia política. Auténticos personajes de circo, estos saltimbanquis de la opinión. Tal parece que no hay permiso para ventilar públicamente la perplejidad. Como el candidato que no se atreve al silencio, que es incapaz de reconocer que ignora algo, aferrándose a la pretensión de que tiene un diagnóstico y una solución para cada problema mundial, el opinador actúa sin aceptar la posibilidad de la duda o la incapacidad para hablar de algún tema.
Hechos como los que acaban de acontecer reiteran la necesidad de escapar del castillo de la opinión soberbia.
Lejos de esperar desciframientos inmediatos, bien nos valdría pedir alojamiento al asombro. Compartir la confusión, la incapacidad de ubicarse, la imposibilidad de encontrar sentido a lo que pasa. Ante un acontecimiento como el que sacudió a un pueblo universitario y, de inmediato, al mundo entero, ¿no sería legítimo simplemente expresar la anchura de la perplejidad, es decir, las dimensiones de nuestra confusión? La vida es siempre perplejidad, decía Ortega.
Vivir es carecer de brújula y de reloj. Es no saber dónde está uno, qué significa lo que hay al lado, ignorar lo que viene después, desconocer el rumbo que debe uno tomar ante las disyuntivas que se abren. Por eso la filosofía apenas debía ofrecer, como lo nombró Maimónides, una “guía para perplejos”. Más aún, antes que un consejo, lo que ofrece la inteligencia es un sitio para mirar. Ese sitio no puede ser otro que el asombro. Hay que pensar, dice el filósofo español Javier Muguerza, precisamente desde ahí: “desde la perplejidad”. ¿No debemos pedirles eso a quienes se ofrecen como anteojos del mundo?