Jesús Silva-Herzog Márquez: La imaginación populista
José Antonio Aguilar Rivera cree que confundo las cosas al hablar de populismos. Que exagero la crisis de representatividad de las democracias contemporáneas y que empleo una brocha demasiado gruesa para retratar los desafíos liberales. En su panóptico del mes pasado sugiere que el problema para comprender el reto de estos días no es la ceguera liberal sino el astigmatismo: la incapacidad de apreciar con claridad el contorno de las cosas. Puede ser.
Estoy de acuerdo con José Antonio Aguilar cuando advierte que la razón populista es el polo opuesto a la razón liberal. Así valdría entender al populismo y al liberalismo como códigos que permiten descifrar el mundo a su modo. Cristales que imponen un color a la realidad. Populismo y liberalismo se ubican en los extremos del entendimiento contemporáneo. Por ello precisamente, vale la pena asomarse a las dos imaginaciones. Una echa luz sobre la otra. No es necesario adoptar la receta populista ni apropiarse de sus fantasías para apreciar los argumentos de su diagnóstico. El populismo nos ofrece una oportunidad de ver la otra cara del proyecto liberal. Valdría aprovecharla.
Podemos comenzar con los símbolos. El populismo ocupa o pretende ocupar el lugar que la democracia (liberal) deja vacío. Frente a la encarnación del poder en la figura del monarca, la democracia responde con la oquedad. El poder en democracia no está en ningún lugar, no absorbe el conocimiento, la verdad, la ley, la justicia. La democracia es por ello vacilación, incertidumbre. El populismo responde a este vacío rescatando, como lo pretendía también el totalitarismo, el cuerpo del poder. El poder estará en la garganta del caudillo, en el palacio presidencial, en la plaza repleta. El poder, ahora visible, absorbe la verdad, se apropia de la justicia, imprime sentido al caos del mundo. De la historia recibe órdenes, con los muertos predice el porvenir. Ahí donde la democracia se padece como un desconcierto, el populismo se ofrece como brújula. La lógica de identificación levanta un faro. Aquí y allá. El pasado y el futuro. Nosotros y ellos. La disyuntiva tiene, por supuesto, intensidad bélica. La política se rompe como espacio de conciliación y se abre como batalla. El encantamiento de la guerra suplanta al cambalache. Palpita en el populismo ese deseo de sentido, un apetito épico que el liberalismo ha despreciado como baratija de los antiguos. Al imperio de la indiferencia, el populismo opone el chicote de la indignación.
El liberalismo impone al gobierno popular la prevención de la neutralidad. No es el brutal imperio del número sino el procedimiento que ha de sujetarse a la ponderación de los derechos. En la sociedad se enredan los conflictos, los intereses combaten permanentemente pero se busca que, a través de la deliberación, las controversias encuentren ecuanimidad racional y que, gracias a la ley, los pleitos se resuelvan con justicia. La democracia puede presentarse de ese modo como un espacio común. El sitio que cuida la razón y los derechos. Mayorías y minorías van y vienen pero de todos es la casa. El liberalismo es una apuesta por la imparcialidad, por la convivencia. Esas apuestas, denuncia el populismo, no son más que impostura. No hay tal plaza común, no hay jueces ciegos, no hay decisión que se funde en la limpia lógica. Todo es conflicto, interés, guerra. De ahí el llamado a demoler los órganos de la arbitrariedad. Las instituciones no son de todos y nunca serán para la concordia. Si son de ellos, nos engañan y nos explotan. Si son las nuestras, servirán al escarmiento de los otros.
En la resurrección de la épica hay una convicción de que pueden superarse las imposibilidades. La seducción populista se basa también en esa oferta: restituir la potencia de la política. Si la política liberal parece amarrada por restricciones económicas, por reglas estrictas, por procedimientos engorrosos, el populismo recupera la posibilidad. La lógica populista desmonta los vetos. No siente compromiso alguno con las normas ni acepta las advertencias de los técnicos. No pretende administrar las inercias, ofrece recuperar el paraíso perdido o ganar la felicidad en la tierra. Es cierto que el populismo no es una ideología sino una lógica de identificación. Pero ese cuento traza, así sea con vaguedad, la imagen de lo deseable. En tiempos de desencanto no es poca cosa.
El maniqueísmo populista levanta otra acusación que merece tomarse en serio: la competencia tradicional de los partidos, el relevo habitual de los políticos no configura en realidad el régimen de equilibrios y renovaciones que promete. El mercado de los votos no modifica el rumbo real de la política, no refresca los liderazgos, no castiga con la debida severidad los abusos. Las ofertas se mimetizan, la izquierda y la derecha presentan la misma política en envases distintos. El entendimiento de las elecciones como un mercado nos deja con un relevo de gemelos. Cuando se diluyen los contrastes, el populismo puede presentarse, convincentemente, como la reaparición de la alternativa. Ante la experiencia de permutas que no ofrecen más que terquedad, el populismo se planta como la verdadera oposición.
Si el cuento populista es capaz de seducir es, precisamente, porque conecta con experiencias de una democracia atascada, un régimen que no garantiza imparcialidad, que no activa los contrapesos ni los relevos, que consagra privilegios y exclusiones. Pero que haya razón en sus denuncias no hace defendibles sus recetas. El populismo muestra los achaques de la democracia contemporánea pero es la peor medicina para curarlos.
Jesús Silva-Herzog Márquez
Profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Entre sus libros: La idiotez de lo perfecto y Andar y ver.