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Joaquín Zuleta: Mestizo Guilt o la obsesión blanca

El impasse del presidente Fernández nos indigna porque desnuda una obsesión hispanoamericana que nos avergüenza: la blancura, si bien el cumplimiento de aquella condición puede ser motivo de íntima vanidad.

El presidente de Argentina, Alberto Fernández, afirmó en un foro internacional que «los mexicanos salieron de los indios, los brasileños salieron de la selva, pero nosotros, los argentinos, llegamos en los barcos de Europa». Conviene aclarar que Fernández hizo una desafortunada glosa ‒o evocó una canción‒ de un conocido proverbio que algún amigo porteño decía hasta antes de ayer sin apenas sonrojarse. El aforismo reza: «los mexicanos descienden de los aztecas; los peruanos descienden de los incas y los argentinos descendemos del barco». Sin lugar a dudas, el proverbio original es mucho más rico y elocuente, además de acudir a la figura retórica del equívoco o antanaclasis a partir del verbo descender, en el sentido de ‘ascendencia familiar’ y ‘acción de bajar’. Sorprendentemente, Fernández achacó la glosa a Octavio Paz; y a su vez, la prensa le atribuyó el proverbio. Conviene decir que el Octavio Paz escritor ‒a diferencia del apócrifo‒ no hubiese caído en afirmaciones tan insustanciales. Sí tenía claro que «aún respiramos por la herida. De ahí que el sentimiento de orfandad sea el fondo constante de nuestras de nuestras tentativas políticas y de nuestros conflictos íntimos», según afirma en El laberinto de la soledad, una honesta reflexión sobre la identidad mexicana e hispanoamericana.

Alberto Fernández empobreció el proverbio porque le quitó a mexicanos y brasileños una merecida o apetecida prosapia, un origen ilustre del que podían gozar aztecas e incas, no indios pobres de Chiapas o enigmáticos seres de la selva amazónica. La declaración de Fernández pone el dedo en la llaga respecto de una persistente obsesión hispanoamericana: el origen como símbolo de estatus. Esta búsqueda podemos retrotraerla al estatuto de limpieza de sangre que operó durante la temprana modernidad en España, donde los cristianos viejos gozaban de mayores privilegios si lograban probar que sus padres y abuelos no estaban mezclados con moriscos o judíos, cuestión que valió las burlas a Góngora por parte de Quevedo en el soneto satírico «Era un hombre a una nariz pegado».

Esta supuesta pureza fue aparentemente olvidada durante la Colonia, cuando el mestizaje avanzó con mucha fuerza según podemos contemplar en el género de la pintura de castas, donde la multiplicidad de posibilidades representadas es apabullante y también divertida. A pesar de eso, los descendientes de aztecas, y sobre todo de incas, registraron sus genealogías de forma muy detallada y las sentaron por escrito en crónicas como la Relación de las antigüedades deste Reino del Perú (ca. 1613) de Juan de Santa Cruz Pachacuti y varias otras, además de cultivar la memoria del tronco familiar en la tradición oral durante generaciones. La inquietud genealógica también había afectado a las dinastías europeas: los Reyes Católicos se emparentan con Tubal, nieto de Noé, en un intento de acercarse por parentesco a la raíz del cristianismo.

En el siglo XVIII, los criollos no renegaron de sus parientes indios, si bien algunos podían intentar enaltecerse mediante la compra de títulos de nobleza, fenómeno que también existió en Europa. El discurso de la pureza de sangre surge nuevamente en las repúblicas y particularmente con la llegada masiva de migrantes europeos a finales del siglo XIX y comienzos del XX. A partir del enriquecimiento de varias familias de extranjeros y su integración a las clases dominantes, las élites hispanoamericanas refuerzan una construcción identitaria que las aleja del indio y del mestizo, para plantearse como descendientes directos de familias europeas, cuestión que hasta podría ser cierta en ámbitos puntuales. Esta condición, unida a la tez blanca en el mejor de los casos, se transformó hasta hoy en un signo de estatus que ya no conviene enunciar en público.

Por otra parte, no podemos olvidar que las repúblicas hicieron la operación de ganar superficie hacia el desierto, la selva o la montaña a costa de expoliar el territorio ancestral de los pueblos originarios. Y estas guerras fueron parte fundante de la construcción simbólica, y efectiva, de los estados nacionales desde mediados del siglo XIX. Ya en las primeras décadas del XX surge el indigenismo, movimiento que busca una mayor participación de los indios en los proyectos nacionales de desarrollo, cuestión que por supuesto no se logró. Una de las alternativas fue el indianismo o valoración del mundo indígena en su ámbito propiamente cultural, y que centró su atención en una visible exclusión operada por los nacientes países: la negación del indio como sujeto político, que lo condenaba a la marginalidad a menos que accediera a asimilarse con el campesino o el obrero.

Aquello que el indigenismo no pudo en décadas lo alcanzó la soberanía de la corrección política en diez minutos: instalar una corriente de opinión que pugna por visibilizar y ojalá integrar plenamente a los indios en el devenir político de las naciones hispanoamericanas. El caso de Chile podría resultar paradigmático: una de las demandas del estallido social de octubre de 2019 enarboló como causa el tema indígena. La bandera mapuche ondeó en todas las marchas. El 15 de noviembre de ese año se logró un Acuerdo por la Paz Social y Nueva Constitución que permitió iniciar el proceso constituyente. Una parte de la izquierda abogó por escaños reservados para personas de distintas etnias, acuerdo que nos pone muy orgullosos como país. Sin embargo, solo el 22% del padrón indígena acudió a votar, un hecho que hemos preferido no discutir abiertamente porque cuestiona nuestro propio acercamiento ‒bienintencionado pero occidental‒ a un mundo que desconocemos y que seguirá siendo un misterio a pesar de las recién estrenadas camisetas con la bandera mapuche. Se trata de un conjunto heterogéneo de comunidades que logramos apenas interpelar desde la ciudadanía y la política, seguramente porque no lo acabamos de entender y tampoco nos molestamos demasiado en hacerlo.

El impasse del presidente Fernández nos indigna porque desnuda una obsesión hispanoamericana que nos avergüenza: la blancura, si bien el cumplimiento de aquella condición puede ser motivo de íntima vanidad. Porque a pesar de nuestro discurso paternalista respecto de los indios, sabemos que los grupos altos y medios estamos en las antípodas de una situación vital que consideramos incompleta o desvalida. Ser indio en Hispanoamérica significa casi siempre ser pobre y con escasas oportunidades para surgir; y los mestizos vivimos hoy insertos en la clase media, haciendo descomunales esfuerzos para blanquearnos en la piscina del condominio. El inmovilismo del indio es mirado con desdén por una clase media dinámica y desarraigada, para no llamarla arribista. Y salvo el escritor Óscar Contardo en Siútico, es en definitiva un tema del cual preferimos no decir nada.

La pandemia podrá empobrecernos, pero no hacernos olvidar quiénes somos. Por lo tanto, propongo de forma solemne un abucheo al unísono, una condena sin ambages a las palabras del presidente Fernández. No vaya a ser que ese lapsus acabe por mostrar abiertamente nuestras categorías sociales, profanar viejos y novedosos tabúes, cuestionar esta reciente multiculturalidad y abnegación por el prójimo, exhibir el clasismo que aprendimos a disimular y la obsesión blanca ‒digo autorrealización‒ que orienta nuestras vidas. Siempre será más fácil ‒y hasta deseable‒ usar el hashtag #BlackLivesMatter cada vez que se produce un crimen racial en Estados Unidos. Y tampoco dejemos de lado el #NadaQueCelebrar este 12 de octubre. Resulta bastante más sano proyectar nuestra versión latina del White Guilt (“culpa del sujeto blanco”, ya me entienden); o mejor dicho, purgar el Mestizo Guilt en la lejana capital del imperio o en el pasado remoto de los 500 años. Que nadie sospeche que parte fundamental de nuestra validación identitaria –mestizos de clase media y aristócratas de metro cincuenta– implica la discriminación constante del prójimo y el sueño permanente de un vecindario inalcanzable.

 

 

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