Jon Juaristi: Visigodos
Lo prudente habría sido echar catorce cerrojos al sepulcro de Franco
Me expulsaron de la Universidad de Deusto, hace casi medio siglo, por reventarle una clase a Fray Justo Pérez de Urbel, primer abad mitrado del Valle de los Caídos. A Fray Justo le han quitado hace unos meses la calle que tenía en Burgos y que ahora es del Orfeón Burgalés, para que todo quede en casa. Es innegable que el pequeño y enteco benedictino fue franquista hasta las cachas. Como medievalista, los he conocido mejores, pero era el último providencialista que quedaba en una universidad casi tomada por el materialismo histórico, que es una forma secularizada de providencialismo.
Yo creo que Fray Justo, capellán de la Sección Femenina de Falange, director de la revista infantil Flechas y Pelayos y censor de tebeos, fue el que convenció a Franco de que debía adoptar el título de Dux Hispaniae Gratia Dei, Caudillo de España por la Gracia de Dios, que es el mismo que llevaron Leovigildo y Recaredo. En el Burgos de la guerra civil sonaba a restauración medieval. Una década después, cuando Fuhrers y Duces se habían disuelto en la Nada, parecía de personaje de tebeo, como el Guerrero del Antifaz o el Defensor de la Cruz, que era un centurión romano con burka. Ocultaba su rostro tras un velo de odalisca porque se había convertido al cristianismo y sacaba a los suyos de la cárcel Mamertina por un túnel que comunicaba con las catacumbas. Luis Alberto de Cuenca me corregirá si me equivoco, pero tengo oído que a este Defensor de la Cruz lo inspiró o diseñó Fray Justo, para quien trabajó de negro Carlos Luis Álvarez, Cándido.
Los jesuitas llevaban a Fray Justo a la Universidad de Deusto, curso tras curso, a enseñar Historia Medieval. Allí nos explicaba que Castilla nació como entidad política gracias a diversos cultos sepulcrales: a Fernan González en San Pedro de Arlanza, a Sancho II en Oña y al Cid en Cardeña. Posiblemente fuera también Fray Justo quien tuvo la feliz idea de montar un nuevo culto sepulcral con Franco en Cuelgamuros. La de la necrópolis no fue suya. Procede de un proyecto asimismo visigótico del marqués de Cerralbo, que propuso en 1889 levantar una pirámide coronada por una gran cruz como monumento al III Concilio de Toledo y a los combatientes carlistas. Se abrió una suscripción popular, pero los tradicionalistas, terriblemente deprimidos por la escisión de Nocedal, no respondieron como el marqués esperaba. Los vencedores de la última guerra civil hasta el momento recuperaron el proyecto cincuenta años después.
En definitiva, se trataba de volver a la Edad Media, cuanto más lejana mejor, a los buenos tiempos de Leovigildo y Recaredo, de San Isidoro y San Leandro. Nada ilustra mejor el fracaso del intento que la fantasmal visión de la basílica, allá en el quinto pino, desde la carretera de Guadarrama. Ni culto sepulcral ni gaitas escocesas, pero sí un testimonio histórico, de primera magnitud, con su Franco dentro, de la inanidad de las ambiciones humanas. Esta izquierda palurda y estúpida, que no ha leído a Fray Justo pero que flipa con Juego de Tronos, quiere cargarse el invento porque teme un apocalipsis zombie, que es la única forma en que se representa el fin de la historia, con los Caminantes Blancos vistiendo viejas camisas azules hechas jirones de Velasco y con Franco en el papel de Rey de la Noche. Y puede que lo consigan, puede que consigan que los restos de Franco se lleven por delante lo que queda de España. Joaquín Costa pedía echar siete llaves al sepulcro del Cid, a pesar de que ya no quedaba del Cid ni el recuerdo. Lo prudente habría sido ponerle catorce al del último Visigodo, y no sacarlo a pasear, pero a los socialistas les van las guerras de religión. Como a Fray Justo, por cierto.