Jorge Ramos: La revolución de AMLO
Si algo saben los mexicanos es que Andrés Manuel López Obrador es una persona que no se deja. Persistente, le llaman sus amigos. Terco, sus enemigos.
Durante doce años intentó ser presidente hasta que lo logró. Venció persecuciones políticas, al menos dos fraudes (según su propio conteo) y a todo un sistema que desde 1929 se había resistido a un cambio verdadero.
Su victoria fue impresionante. López Obrador fue el candidato puntero meses antes de las elecciones del 1 de julio, aun así muchas encuestas subestimaron su popularidad: ganó con más del 53 por ciento del voto. Sus críticos acusaban a AMLO, como muchos lo conocen, de ser populista, comunista e, incluso, de tener un plan maquiavélico para atornillarse en el poder y convertirse en un nuevo dictador. Pero sus detractores no tuvieron éxito.
Así es como México se fue a la izquierda.
La última vez que un candidato de izquierda —Cuauhtémoc Cárdenas— ganó una elección presidencial fue en 1988. Pero entonces hubo un fraude mayúsculo que impuso a Carlos Salinas de Gortari en la presidencia. En este 2018 las cosas fueron distintas. La joven democracia mexicana, que apenas lleva dieciocho años, sí funcionó. Y ganó, sencillamente, el candidato que obtuvo más votos.
La explicación del triunfo de López Obrador no es muy complicada. Solo dos partidos, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN), han gobernado México por 89 años, con resultados desastrosos. México tiene una de las peores distribuciones del ingreso del mundo. La corrupción es parte de la forma de gobernar; el estilo de vida de muchos políticos y expresidentes no corresponde a la suma de sus salarios públicos. Y, lo peor de todo, es que el gobierno ya no puede proteger la vida de los mexicanos.
Por eso más de 30 millones de mexicanos votaron por López Obrador.
Será, sin duda, un presidente fuerte. Su partido, Morena, que ni siquiera existía en las elecciones de 2012, ahora tendrá mayoría en ambas cámaras del Congreso. Además, casi todos los gobernadores nombrados el pasado 1 de julio son de Morena. Incluso, si quisiera cambiar la Constitución, tiene más posibilidades de hacerlo que varios de los presidentes que le precedieron.
López Obrador nunca ha dicho que quiere cambiar la Constitución y buscar la reelección. Sin embargo, eso no tranquiliza a sus opositores. Estas son algunas de las preguntas que han agobiado a los votantes desde el resurgimiento político de López Obrador: ¿podría México seguir el mismo camino que Cuba y Venezuela? ¿Y si se parece a Hugo Chávez y Nicolás Maduro? ¿Buscará la reelección?
Esto último es poco probable. En el ADN mexicano está la frase “Sufragio efectivo, no reelección”, que prohíbe extender los seis años en la presidencia. Nadie en México quiere a otro dictador como Porfirio Díaz. Los más de treinta años del Porfiriato, que precedieron y dieron lugar a la Revolución mexicana, conforman uno de los grandes traumas en la historia de México, y su mejor lección. Incluso en la época del autoritarismo del PRI, que gobernó a México de 1929 a 2000, nadie se atrevió a quedarse en el poder más de un sexenio.
Es cierto que en una entrevista que me concedió el año pasado, López Obrador se negó a llamar “dictador” al venezolano Nicolás Maduro y al cubano Raúl Castro. “¿Por qué?”, le insistí. “Porque no quiero que se metan después en las decisiones que solo les corresponden a los mexicanos”, me dijo. Aparentemente, su negativa tenía más que ver con una visión muy tradicional de las relaciones exteriores —no meterse en los asuntos internos de otros países— que con una abierta simpatía por regímenes autoritarios o con un deseo de emularlos.
Traducción: No esperen que López Obrador sea un líder defensor de los derechos humanos en el hemisferio. Su trabajo será más hacia dentro que hacia fuera. Tiene que demostrar que la nueva izquierda mexicana no es como la venezolana o la cubana. Y que la democracia sí puede ser sinónimo de justicia, igualdad y oportunidades.
El problema es que la democracia no tiene muy buena reputación en México. Solo el 49 por ciento de los mexicanos la apoya, según un estudio publicado por la Universidad de Vanderbilt y USAID. Después de todo, los grandes males del país —el crimen, la corrupción y la falta de oportunidades (que empuja a tantas personas a Estados Unidos)— se han dado en un México democrático.
La democracia no se come ni protege de los balazos. Es cierto. Pero el gran reto de López Obrador es comprobar que en un México verdaderamente democrático se puede vivir mejor, sin que te maten. A pesar de las enormes reservas que hay en el país respecto a la democracia, el cambio radical que se acaba de vivir se dio de una manera absolutamente democrática. Sin violencia, en paz y en un domingo de elecciones.
López Obrador inspiró a sus votantes. Esto se evidenció en el uso de #AMLOVE en las redes sociales en anticipación a las elecciones. Después de ganar, López Obrador prometió no fallar a quienes votaron por él. Pero no será fácil.
Alrededor de 200.000 personas han sido asesinadas en los últimos dos sexenios y los brutales cárteles de las drogas han generado un verdadero vacío de autoridad en varias regiones del país. Pero su grito de campaña fue contra la corrupción.
No me queda la menor duda de que la derrota del PRI —que es la cara opuesta del triunfo de López Obrador— se debió a una especie de venganza, casi personal, de los votantes. La larga lista de gobernadores priistas involucrados en casos de corrupción fue aún más indignante y dolorosa por la ceguera presidencial.
Pero no debemos verlo como un salvador. Cambiar a México es imposible para un solo hombre, aun cuando tenga la mejor de las intenciones.
Esto me recuerda el dilema que durante años tuvimos los latinos de Estados Unidos con el gran líder César Chávez. Durante mucho tiempo nos preguntábamos: ¿dónde está el nuevo César Chávez? Pero era la pregunta equivocada. No necesitábamos a un César Chávez, sino a miles.
Lo mismo ocurre en México. No basta López Obrador para cambiar a México. Se necesitan miles de mexicanos para lograrlo. Se necesitan millones.
México ya no es país de un solo hombre.