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Jorge Vilches: La clase política que merecemos

«Votamos con las entrañas, contra el otro, por costumbre o tapándonos la nariz. Preferimos ignorar lo que hacen y cómo son los políticos porque es más cómodo»

La clase política que merecemos

  Ilustración de Alejandra Svriz

 

Araíz de los casos que han salido sobre políticos que han falseado su currículum hemos leído planteamientos catastrofistas junto a silencios clamorosos. No conviene exagerar ni callar. Es muy tentador acogerse a ideas de filósofos de la política para decir que nuestra clase dirigente es un bodrio, que está aupada por la selección inversa –la de los peores–, y que el sistema no funciona, demostrando así la decadencia de Occidente. También es muy sencillo cerrar el pico, mirar hacia otro lado, y no señalar, no vaya a ser que enfademos a alguna amistad.

Ante el analista que cree que cualquier acontecimiento es una señal del apocalipsis que lleva una vida anunciando y el temeroso que habla de otra cosa, es preciso señalar que en todo periodo histórico la clase política ha estado mayoritariamente compuesta por gente de medio pelo o peor. Desde la República romana hasta hoy. La aparición de grandes nombres, de líderes que han destacado por su oratoria, gobernanza o sello particular, ha sido moneda corriente, pero eso no significa que las personas que estuvieron a su lado fueran brillantes. También ha habido periodos de crisis en los que no aparecía nadie con capacidad de liderazgo o reseñable.

Un periodista que acaba de ser fichado por el sanchismo para RNE, David Cantero, declaraba la semana pasada que los políticos del franquismo eran unos «catetos». Cierto, pero erróneo. Había muchos así, pero no fue una excepción: ocurría antes de la dictadura y está pasando después. Por cierto, se tiende a glorificar a la clase política de la Transición porque no se les conoce bien, o a denostarlos sin pensar en el contexto. No hace falta más que despegarse de los relatos de mitificación o denostación, y acercarse a la época por sus documentos para comprobar que la mayoría era tan mediocre como la actual.

Hubo grandes políticos, claro, pero también mucho bulto sospechoso. Al igual que en cualquier periodo histórico, entre tanto arribista, enchufado, falseador y chorizo había buenas cabezas pensantes y servidores públicos dignos. Incluso alguno, como el socialista Raúl Morodo, por ejemplo, pareció una cosa en la Transición y hoy sabemos que es otra porque ha confesado un delito de corrupción en Venezuela.

La historia nos enseña que en democracia la clase política es el reflejo de la sociedad, de su mentalidad y cultura, de la percepción que se tiene de la vida comunitaria y de sus aspiraciones, de su grado de implicación, moral o fe. Los elegimos nosotros, ya sea votando o quedándonos en casa. La abstención no ha servido absolutamente para nada en ninguna circunstancia de la historia en país alguno. No ha hecho ver a la clase política que debía cambiar o irse, como apunta con ingenuidad el conservador Patrick Dennen, ni ha variado una ley fundamental: la historia es la lucha entre oligarquías por el poder. Por eso tenemos la clase política que merecemos, porque refleja nuestro momento histórico.

«Los dirigentes se reclutan para que funcione una organización que aspira a mandar, no para servir a la comunidad»

A esta situación mediocre ha contribuido mucho la izquierda con el ataque furibundo a la meritocracia como forma de ascenso social y político. En el igualitarismo rampante que nos asola, gente como Michael Sandel, progre santificado, dice que seleccionar a la élite dirigente por méritos y capacidad crea resentimiento entre los más desfavorecidos. La alternativa que propone es un Estado popular que seleccione a la clase política para crear un «mundo más justo», lo que tiene un tufo autoritario que ya estuvo presente hace cien años. Algún conservador, como Roger Scruton prefiere el idealismo; esto es, decir cómo debería ser la clase política: responsable, moral, culta y patriota. Ya. Pero una democracia no es una carta a los Reyes Magos.

No hay que llevarse a engaño, sino ser realista. Ya sea en dictadura o en democracia, toda política es política de poder. No tiene más sentido. Los dirigentes se reclutan para que funcione una organización que aspira a mandar, no para servir a la comunidad. El criterio interno de la selección del personal es que ayude a la dirección del partido en su objetivo de alcanzar el gobierno o de disfrutar de influencia. Esto pasa en el PSOE, Sumar y Podemos, y también en el PP y Vox. El medio de alcanzar el poder es caer en gracia al electorado, normalmente por motivos superficiales, como el aspecto físico, el sexo (femenino si lo exige la imagen), la orientación sexual (LGBTI cuando hace falta) y la oratoria (ahora extendida al impacto en las redes). Esto alimenta la necesidad de aparentar más que la urgencia de saber, de atesorar experiencia o simplemente de madurar.

La clase política se recluta así porque se ajusta a cómo somos y a las reglas de juego que nos hemos dado. No nos fijamos lo suficiente, aunque es cierto que no tenemos tiempo ni ganas para verificar la calidad de cada candidato. Y votamos con las entrañas, contra el otro, por costumbre o tapándonos la nariz. Preferimos ignorar lo que hacen y cómo son de verdad los miembros de la clase política porque es más cómodo. Vagamos en el idealismo o en ideologías calmantes para esconder la cabeza y que no nos duela. Es así, como apuntó Vilfredo Pareto, que los dirigentes degradan el arte de gobernar porque nadie lo demanda, y elegimos personas menos capaces para gestionar lo público, pero más útiles para la manipulación emocional y simbólica que permite al partido de turno alcanzar y mantener el poder. Por esto, si queremos una clase política mejor, quizá cada uno en su ámbito debería empezar a exhibir esas reglas que Scruton exige a los dirigentes.

 

 

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