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Jorge Vilches: La guerra es la paz

«No se trata de Israel, ni de Gaza ni de las víctimas. Lo que Pedro Sánchez quiere es introducir el activismo violento en la normalidad política»

La guerra es la paz
                                       Ilustración de Alejandra Svriz.

 

La nueva definición sanchista de «pacifismo» es que haya 22 agentes heridos en una manifestación ilegal que negó los derechos fundamentales del resto de la ciudadanía. Lo han dicho el presidente del Gobierno, los ministros y su prensa. El caso es tan descarado como estremecedor. Resumo los hechos: el Ejecutivo alienta la violencia con su retórica antisemita y su permisividad, y manda recursos policiales con órdenes limitantes para que no haya una verdadera represión de los violentos. Tras las imágenes de los incidentes dice que no ha pasado nada, lo que exculpa y anima a los agresores. Luego se apropia de la protesta, y aumenta la demagogia contra Israel.

Pero, atención, no se trata de Israel, ni de Gaza ni de las víctimas. Lo que Sánchez quiere es introducir el activismo violento en la normalidad política, como ocurrió en Cataluña desde 2014. La idea está en el manual de los dictadores desde Julio César: el pueblo soy yo, y el pueblo se manifiesta a su estilo, de forma vehemente, emocional, haciendo justicia, con una violencia que está justificada por la indignación que produce la misma presencia del enemigo. 

Lo que asusta de todo esto es la forma y el fondo. Recordemos que Sánchez entiende la política como el uso indiscriminado de los resortes del Estado para permanecer en el poder de cualquier manera. Lo llama «resistencia», no democracia, ni parlamentarismo, ni conciliación, ni Estado de derecho. El resultado es el desgaste del sistema constitucional y de la convivencia, con una polarización que recuerda a épocas muy lejanas, y que nos acerca a las democracias iliberales o autoritarias. Este es el fondo: caer en una autocracia para que Sánchez y su entorno no tengan que rendir cuentas ante un juez. 

Por otro lado, las formas se han ido agravando en estos siete años: deslegitimación de la oposición, desautorización del Poder Judicial, desprecio a la prensa libre, mentiras sin fin, blanqueamiento de golpistas y terroristas, narcisismo y victimismo, y mucha corrupción. A esto ha añadido dos cosas que sitúan al sanchismo entre los movimientos autoritarios: la labor de adoctrinamiento y propaganda de la prensa adicta, especialmente la pública, con RTVE al frente, y ahora la violencia callejera como manifestación del «pueblo». Nicolás Maduro lo hace exactamente igual.

Esta circunstancia ha permitido históricamente al tirano la negación de un resultado electoral o el retraso sine die de una convocatoria. Esto podría parecer una exageración hace siete años, pero hoy, después de lo que hemos visto hacer a Sánchez, y de lo que ha intentado contra el sistema, es una posibilidad a tomar en consideración. No hace falta más que preguntar a la gente de nuestro alrededor si cree que Sánchez se irá por las buenas tras perder unas elecciones o cuando sea imputado, o si se atrincherará en Moncloa usando los resortes del Estado y lo que haga falta. Esto no había pasado con ningún otro presidente desde 1977. Que tengamos ya la duda razonable es que la probabilidad existe.  Y si alguien piensa que la Unión Europea se lo impediría en un ambiente prebélico como en el que vivimos es que no se entera.

«Sánchez no tiene el favor de las urnas, pero sí controla el Estado y el activismo, que es lo más importante para cualquier izquerdista»

Pensemos, además, que Sánchez ha asumido el estilo del populismo de izquierdas con mucha destreza, y que ha extendido una visión del pasado inmediato que deslegitima la Transición, la Constitución, la monarquía y la nación. Ha alentado una visión frentista de la convivencia entre españoles, llevando a su último extremo la dialéctica amigo-enemigo para encauzar el conflicto. Esto no lo ha improvisado. Ha seguido el camino que inició Zapatero con el Pacto del Tinell y la memoria histórica revanchista, profundizando con la memoria democrática redactada por Bildu, los pactos con los independentistas y extremistas, y el antifranquismo sobrevenido. Este uso del pasado es munición para justificar su presidencia como un nuevo tiempo en la historia de España para hacer justicia y establecer la verdadera democracia truncada en 1936 y fallida en 1978.

Es cierto que Sánchez no tiene el favor de las urnas, pero sí controla el Estado y el activismo, que es lo más importante para cualquier izquierdista. La mayoría social es algo secundario si se tiene el monopolio de la fuerza estatal y la violencia callejera de su militancia contra el opositor. El paso que permite esta circunstancia es verdaderamente aterrador: la negación de un resultado adverso en los comicios. «Hay gente que vota -puede decir el tirano- pero el pueblo de verdad se expresa en las calles y en las plazas, como dicen mis medios de comunicación. ¿Y a quién me debo? ¿Tengo que obedecer un resultado electoral engañoso, inducido por una oposición fascista, una prensa mentirosa y unos jueces prevaricadores, o escuchar al pueblo sano y progresista que no quiere a estos ultras?».

Ya ocurrió cuando el populista de izquierdas era Pablo Iglesias, y Podemos cercó el Congreso para impedir la investidura de Rajoy, y luego el Palacio de San Telmo junto a los socialistas para boicotear a Moreno Bonilla. Si la guerra es la paz, como acaba de decir el Gobierno en plan orwelliano, también pueden concluir que la dictadura es la democracia. Cuidado, porque estamos pasando otro punto de no retorno.

 

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