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José Antonio Viera-Gallo: Consideraciones sobre los 50 años

La disyuntiva de nuestro tiempo parece ser entre democracia y populismo, que asume diversas expresiones, pero que se caracteriza por la confrontación con las instituciones republicanas.

50 años

 

Hay acontecimientos que es imposible no recordar porque las vibraciones de sus efectos aún forman parte de nuestro presente. Así sucede con aquel 11 de septiembre en que Chile despertó bajo el imperio de las armas. Todavía hay una generación que vivió directamente el golpe de Estado. Son la minoría, pero el relato se ha trasmitido de padres a hijos e incluso a nietos. Subsisten heridas abiertas que han marcado a familias enteras por décadas; permanecen en prisión un buen número de los responsables de crímenes de lesa humanidad y existen cientos de procesos judiciales en curso.

El punto es definir con qué espíritu y propósito recordamos esa fecha.

No debiéramos hacerlo para revivir las querellas de entonces, ni para buscar resignificar los hechos o encontrar excusas a los errores cometidos o justificaciones al uso indiscriminado de la violencia. Cada cual vivió esos hechos de forma diferente y tiene una mirada particular de lo ocurrido. Por eso nunca se alcanzará una visión plenamente compartida: todos los días aparece un antecedente nuevo, un documento desclasificado, un libro escrito por alguno de los principales protagonistas. Pero sí podemos aspirar a ir construyendo un consenso mínimo sobre lo que no debió nunca ocurrir como señalan los Obispos en una reciente declaración.

Partamos por reconocer que en estos 50 años el mundo ha cambiado sustancialmente, lo que hace más difícil entender el escenario que se forjó en la década de los 60 y los 70.  Baste con señalar que en esas décadas campeaba un espíritu de contestación y rebeldía frente al atraso y las injusticias que bordeaba la utopía tanto en el Tercer Mundo como en los países desarrollados. Los estudiantes de París pedían lo imposible, Dubcek buscaba en Checoslovaquia un socialismo humano que superara efectivamente el esquema estalinista; se emancipaban las colonias europeas de África y Asia; China buscaba un socialismo más igualitario; en Vietnam se fraguaba una victoria política y militar contra EE.UU. luego de haber derrotado la potencia de Francia y surgía la contracultura hippy, y en América Latina se sentía el impacto de la gesta revolucionaria cubana.

En Chile estaba tambaleando la sociedad tradicional con los cambios impulsados por Frei Montalva: la reforma agraria, la promoción popular que organizaba al subproletariado urbano y la democratización y modernización de las universidades. Mi generación vivió el fin de una época, un poco como lo narra Stefan Zweig cuando se derrumbaron los imperios una vez concluida la Primera Guerra Mundial.

La Iglesia buscaba nuevos derroteros en el Concilio Vaticano II introduciendo profundos cambios en todos los ámbitos de la vida eclesial, lo que impactó profundamente a la gente en su experiencia religiosa. Los Obispos chilenos dieron a conocer en 1962 una Carta Pastoral bajo el título “El deber social y político de los cristianos” y algunos se pusieron a la cabeza de la reforma agraria en los campos de la propia Iglesia.

El capitalismo parecía que llegaba a su fin. Sartre afirmó categóricamente que el marxismo se había convertido en el horizonte cultural de ese tiempo, aunque por cierto admitía múltiples interpretaciones que daban origen a disputas doctrinarias y políticas.

En ese contexto político y cultural Allende llega al poder e impulsa un proceso original de cambio socialista respetuoso del pluralismo y la libertad, dentro de los marcos jurídicos de la democracia. Al mismo tiempo se hace portador de las reivindicaciones del Tercer Mundo, en especial del Movimiento de los No Alineados, obteniendo una ovación de pie del pleno de la Asamblea de las Naciones Unidas cuando pronuncia un vibrante alegato por un nuevo orden internacional más justo.

Todo parecía posible, casi al alcance de la mano.

La sola descripción de algunas de las pinceladas que definían al mundo de esos años revela lo distante que estanos de esa época idealista, cuando hoy impera el pragmatismo, decaen las ideologías globales y se asoma en diversas latitudes la fuerza de un nuevo autoritarismo de derecha que captura la adhesión de las masas. A lo más que aspira el progresismo es a un “estado de bienestar” contrapuesto a la ola neoliberal de Reagan y Thatcher.

Cuando reflexionamos sobre el proceso encabezado por Allende y el golpe militar que le puso término dando origen a una dictadura que ha marcado profundamente a la sociedad chilena, tenemos que hacer un esfuerzo grande por ampliar el enfoque actualmente predominante, y lo debemos hacer con el propósito extraer algunas lecciones que puedan ser útiles para el presente y los desafíos que tenemos como sociedad. Quisiera recalcar algunas que me parecen significativas.

En primer lugar, las fuerzas políticas debieran elaborar proyectos realistas de transformación. La realidad es más fuerte que las ideas que nos formamos de ella. Es, incluso, imprevisible en su devenir. Hay que escapar de la ensoñación ideológica, de las visiones estrechas que apelan a pretendidas certezas científicas para justificar la acción política. Ortega y Gasset en su discurso ante el Parlamento cuando visitó Chile en la década de los años 30 del siglo pasado advirtió sobre las limitaciones que encierran las ideologías nacidas a favor y en contera de la modernidad.

Esas construcciones ideológicas constituyen un acervo cultural importante, pero han perdido vigencia en su pretensión ordenadora de la historia y del actuar social y político. Hay que repensar la política con categorías más abiertas e inclusivas para dar cuenta de la complejidad creciente de la sociedad.

Un eje firme y orientador que permanece son los derechos humanos. Hobsbawm, el notable historiador inglés, confiesa que entramos al silgo XXI ligeros de equipaje, pero con una importante convicción surgida de los avatares del siglo XX: el valor de los derechos humanos y los deberes correspondientes.

Quienes tuvimos que vivir el exilio fuimos testigos cómo la tragedia del pueblo chileno fue capaz de despertar un renovado interés y compromiso de la gente con los derechos humanos en otras latitudes. Nadie quería verse retratado en lo que sucedía en nuestro país. La lucha por la democracia suponía la defensa de la dignidad de las personas sin fronteras. Es nuestro deber mantener esa llama ardiendo pese a los vientos que soplan justificando el autoritarismo y la dictadura.

Otra lección significativa que podemos extraer es la necesidad de cuidar y renovar la democracia, hoy amenazada por la complejidad de los procesos nacionales e internacionales que está llamada a gobernar y dirigir. Las instituciones democráticas fueron concebidas para sociedades de estructura más simple y un sistema de relaciones entre los Estados que aún no estaba atravesado por la globalización y los desafíos cuya solución sobrepasa a cada país por separado.

En tal contexto es importante que la doctrina militar recupere su tradición constitucionalista como elemento definitorio de la profesión castrense.

Por último, ningún sector de la sociedad debiera pretender poseer la llave que abre las cerraduras que nos aprisionan, ni menos imponer su propia visión a los demás. Si hay un punto que rescatar del liberalismo clásico es precisamente el equilibrio entre el bien de la sociedad y la libertad de las personas para definir su proyecto de vida; la armonía entre la igualdad básica y las legítimas diferencias. En una palabra, el valor del pluralismo, incluso cultural y del diálogo como método de acción política, poniendo énfasis en la argumentación lógica más que en la palabra fácil capaz de emocionar y arrastrar a la gente tras proyectos efímeros.

La disyuntiva de nuestro tiempo parece ser entre democracia y populismo, que asume diversas expresiones, pero que se caracteriza por la confrontación con las instituciones republicanas.

Muchos nos preguntamos con preocupación si hemos sacado las lecciones adecuadas de lo ocurrido hace 50 años. La transición pacífica a la democracia, por gradual y larga que haya sido, nos da una primera respuesta positiva. Pero nos asalta la duda si seremos capaces de plasmar una nueva Constitución acorde con los principios democráticos y abierta al futuro. Sería el signo más evidente que todos, cual más cual menos, hemos sido capaces de asumir nuestro pasado en forma responsable.

Al menos hemos cumplido el mandato último de Allende desde La Moneda en llamas: “Otros hombres superarán este momento gris y amargo”.

 

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