José Joaquín Brunner: Comienza octubre, mes decisivo
Estos son tiempos extraños. Si se atiende al espacio público activo —de los medios y webinars, redes sociales y opinión de columnistas y dirigencia política— Chile aparece como una sociedad profundamente dividida, polarizada y crispada.
El mes de octubre, se dice allí, será decisivo: quedarán perfiladas las coaliciones partidistas para el futuro ciclo electoral; el 18-O será el día que viviremos en peligro y, una semana después, el 25-O, se echará a andar el camino hacia una nueva Constitución.
Viviremos pues en vilo entre esos tres momentos de confrontación a través de los cuales el país definiría su futuro de una manera re-fundacional. La hoja en blanco es una metáfora perfecta de ese predicamento de nueva sociedad que estaría a punto de emerger sin ataduras con el pasado.
Al mismo tiempo, ese espacio público —excitado por el eco de sus propias palabras— coexiste con un país que recién comienza a salir del confinamiento, se halla afectado por una grave crisis de desempleo y teme retomar la vida normal; aquella de colegios, desplazamientos, centros comerciales, planificación de vacaciones, endeudamiento, vida doméstica, etc. Ese temor es patente si se escucha a la opinión pública encuestada y aparece asimismo en las más variadas conversaciones. Igual como resulta claro que la gente percibe los riesgos de que se prolongue la pandemia, se mantenga el estancamiento económico, se produzca una pérdida duradera de consumo y expectativas sociales y se aleje el cumplimiento de las metas personales y familiares.
Estamos, por consiguiente, en una sociedad que experimenta un clima emocional depresivo, se halla relativamente agotada por las tensiones, está estresada por la acumulación de problemas y mira con relativo escepticismo el futuro del hogar común.
Por su lado, la política agitada, burbujeante, insólitamente variopinta y declarativa que estamos viendo en las franjas de propaganda electoral —¡qué retrato más fiel de la confusión que embarga a la polis— corre a mil por hora a contramano de las dinámicas más pesadas, lentas y complicadas de la sociedad.
Esto puede observarse, por ejemplo, en la discusión aún irresuelta de las coaliciones que se preparan para competir en los futuros torneos electorales y aspiran a llevarse el premio mayor, la presidencia de la República a partir del año 2022. En este terreno reina la levedad, que se manifiesta por una variedad de personajes que pugnan por sobresalir en la TV y las redes sociales, y por las tendencias centrífugas que aparecen a lo largo del espectro electoral.
La derecha está dividida frente al plebiscito y a la necesidad de rehacer la Constitución. Dentro de ella se han vuelto visibles los clivajes ideológico-temperamentales entre liberales y conservadores, individualistas y comunitarios, tímidos y renovados, centralistas y descentralizadores, neoliberales y nacional-sociales, y así por delante, en un juego de múltiples dimensiones y matices.
El centro se ha vuelto un lugar espectral y codiciado, sin quien lo represente y le confiera una fisonomía de pensamiento y acción a la altura del estadio en que se encuentra nuestra historia. Sus referentes del pasado —radicales y democristianos— carecen actualmente de densidad político-cultural y parecen atrapados en querellas crepusculares.
La izquierda, a su turno, se debate entre una trayectoria que le pesa en demasía —UP, Concertación y Nueva Mayoría— y un presente que se disputa entre socialdemócratas ortodoxos y de tercera vía; un PC que aún carga con su apellido soviético, el cual le cuelga como albatroz al cuello sin poder ocultar su incomodidad con la democracia liberal, y una izquierda alternativa —FA y otros grupos en constante liquidez posmoderna— que no termina por decantarse del lado de la ruptura o la reforma, entre la calle o los votos, el camino propio o las alianzas.
A partir de esa esfera política fracturada, alterada, en flujo, sin organizaciones con peso propio, incapaz de proporcionar una conducción efectiva a los procesos de la sociedad, resulta difícil imaginar que se pueda superar la actual crisis de gobernabilidad.
Esa crisis no tiene que ver exclusivamente con un gobierno débil frente a una coyuntura crítica que a ratos lo desborda, sino con las debilidades y limitaciones del conjunto de la gobernanza del país, que se compone de la dirigencia política oficialista y de oposición, la administración gubernamental, el Parlamento y los partidos, las coaliciones (en formación o liquidación), los liderazgos individuales o colectivos, los proyectos ideológico-programáticos, el espacio público deliberativo y las articulaciones con la sociedad civil.
Puede preverse, entonces, que el breve periodo entre el 18-O y el 25-O será un momento de prueba para esa completa estructura de gobernanza, tanto de parte de la amenaza de violencia contra el Estado (y la política) como de parte de una baja participación ciudadana que restaría confianza (aun antes de nacer) al orden constitucional que se desea elaborar.
De manera que esa semana crítica de octubre servirá a la esfera política para calibrar su propia capacidad de conducción, por ahora visiblemente disminuida, y su vinculación con los procesos más profundos de una sociedad (pandemia, crisis económica, pérdida de expectativas, desinstitucionalización, etc.) que a ratos parece haberse autonomizado y correr por carriles propios, con el riesgo inminente de descarrilar.
De la clase política, como suele llamársela, depende por tanto —una vez más— el destino de nuestra convivencia. Y la posibilidad de salir adelante sin volver a dañarla como ocurrió hace medio siglo.