José Joaquín Brunner: Derecha chilena: once consideraciones y un modelo para armar
¿Hay una forma iliberal de democracia en ciernes, con elementos de limitación ideológica, enmarcamiento moral, Estado de excepción y autoritarismo gubernamental?
Esta nota de hoy es más larga que lo habitual. Me excuso por ello. He requerido más espacio pues la cuestión que me propongo explorar tiene muchas aristas, como se dice hoy. Se trata de la suerte corrida por las agrupaciones de derechas desde el estallido social, donde fueron remecidas como el resto de las fuerzas políticas, hasta hoy, haciendo la travesía desde el desierto de la Convención Constitucional a la hegemonía del número y los discursos dentro del actual Consejo Constitucional. Me pregunto qué dinámicas explican estas dispares fortunas, qué sinuosas trayectorias, con qué ajustes y reajustes al interior del sector y con qué perspectivas de futuro. También qué representan esas dinámicas en términos ideológicos y cómo son procesadas al interior de la cultura propia del sistema político nacional.
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La derecha chilena fue declarada una especie en extinción en los días posteriores al 18-O de 2019. Sostenía a un gobierno que se tambaleaba al filo de la historia. Las masivas protestas en las calles inspiraban un aire revolucionario. Habían vuelto a abrirse las grandes alamedas prometidas hace 50 años por el Presidente mártir, cuyo espíritu retornaba cargado de utopía. La lucha de clases se intensificaba con las barricadas y amenazaba con sobrepasar la invisible barrera de la ex Plaza Italia, ahora rebautizada Dignidad, y ascender como una marea hacia el oriente, hasta llegar (en bicicletas) al hogar presidencial.
Todo aquello era activado por las redes sociales y quedó retratado en los muros de la ciudad que hablaban a través de grafitis y consignas, de denuncias y reivindicaciones, de odio e ilusiones. Como señala un estudioso, esas frases e imágenes son el mejor testimonio de aquellos días: “Entre las frases de demandas sociales y económicas, ellas son una verdadera radiografía al ‘paraíso chileno’” (Raúl Molina Otárola, Hablan los Muros, LOM Ediciones, 2020). Recordar aquel paisaje de furia expresionista trae a la memoria ese momento que llevó a pensar que la derecha estaba siendo metafóricamente sepultada para siempre:
Hasta que la dignidad se haga costumbre
¡Chile despertó!
Evade el metro, no mis besos
Destruir en nuestro corazón la lógica del sistema
No + abusos
Huelga general para toda la vida
Renuncia, Piñera
Cayó el imperio romano. No vai a caer vos
Después del fuego brotaremos como bosque nativo
Si votaste por Piñera hazte cargo de tu conciencia
No era depresión, era capitalismo
No volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema
Un fin de mundo distinto es posible
Evade este sistema
Ni perdón ni olvido al Estado violador y asesino
¡Legalicen los hongos!
Vamos por todo: Somos +
Siempre Marika, nunca cobarde
La prensa es suya, las paredes nuestras
Si violan mujeres, violaremos sus leyes
Vamos a ganar esta lucha y me lo dijo el río
Justicia social, liberación animal
Eso que llaman amor es trabajo (doméstico) no pagado
Piñera no soy criminal. Soy estudiante de Artes endeudada
Nuestros glaciares se derriten
La derecha con una mano pide perdón, con la otra apunta
Chile habrá despertado cuando caiga el patriarcado
No queremos migajas, queremos la panadería
Tengo un alma y está cargada
La verdad ésta en las paredes.
Estas frases creaban un clima de opinión, abrían un horizonte cultural inesperado y traían consigo una energía a la vez liberadora y asfixiante.
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Mirado al día de hoy, es posible que aquel envolvente tapiz de frases e imágenes -acompañado de fuego, sirenas, enfrentamientos físicos, violencia, represión, barricadas, desbordes y una ruidosa agitación plebeya- no transmita la intensa amenaza simbólica que los sucesos de octubre de 2019 representaron para la derecha, la burguesía criolla, la gente de orden, el partido portaliano como se le llama a veces, la coalición gobernante y para el propio Presidente Piñera, superado por la rebelión y la protesta.
Todo hacía presagiar entonces que esta otra frase pintada en las calles guardaba el sentido último de este proceso: “Esto no para hasta que Chile cambie o arda”. Y no era una metáfora. Las llamas de la revuelta iluminaban las noches y consumían iglesias y crucifijos, hoteles y bancos, monumentos y comisarías, paraderos y la señalética pública, vehículos privados y buses del transporte público, estaciones del Metro y centros comerciales. “Un Chile desbordado de furia” registraba una agencia internacional en esos días.
La derecha política, social y cultural se hallaba aparentemente arrinconada, tal como sucedió en tiempos del gobierno de la Unidad Popular hace 50 años. No sólo el segundo gobierno de Piñera y su coalición, Chile Vamos, se hallaban condenados por las paredes y paralizado por la anarquía que recorría las calles y el imaginario de la sociedad. En verdad, todo un modo de vida (digamos ‘burgués’, para simplificar), una concepción de mundo (jerárquica), una moral (conservadora), una memoria (de cómplices pasivos pero orgullosa del golpe de 1973) y de la transformación impuesta al país (por las Fuerzas Armadas, los mercados, la ideología neoliberal versión De Castro-Büchi y por la Constitución de 1980 legada por Pinochet y Jaime Guzmán), parecían tambalear bajo a la tormenta.
Los muros recogían la consigna que iluminaba el camino tras el estallido: “El neoliberalismo nace y muere en Chile, Vamos a vencer y será hermoso”; frase que luego sería repetida mil veces por la izquierda radical. También circuló a nivel internacional, a propósito de los movimientos indignados, ecologistas, feministas, animalistas, inmigrantes, disidencias sexuales, pueblos originarios, identidades nativas, decoloniales, emancipatorias y de rebelión frente al status quo.
Mientras, en las calles resonaba el llamado a una “Asamblea constituyente, plurinacional, feminista, ecologista, clasista”, coreado por los grupos más rupturistas de la izquierda.
Tan fuerte e imparable debió parecer dicha reivindicación a los ojos de la derecha -puesta de espaldas a la historia con su gobierno, partidos, parlamentarios, intelectuales, estrategas, think tanks, gremios empresariales, publicistas y sectores de apoyo en la sociedad civil- que, tan pronto ella fue asumida por las demás izquierdas y fuerzas favorables a un cambio institucional, también la derecha abandonó la defensa de la Constitución de 1980. Concurrió a negociar esa salida, con el respaldo del gobierno incluso, sacrificando así el último vestigio de lo que había sido su poder en dictadura. Prefirió eso antes que exponerse a un quiebre inminente de la institucionalidad y a un desborde todavía mayor del resentimiento popular.
El resto de aquella parte de la historia es conocido.
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El 18 de marzo siguiente al estallido social, el Presidente Piñera decreta el estado de catastro por motivo de la pandemia de Covid-19 que luego sería prorrogado sucesivamente hasta septiembre de 2021. El 25 de octubre de 2020, un año después de la revuelta y las protestas masivas, mediante un plebiscito, 78% de los votantes Aprueba la alternativa de elaborar una nueva Constitución y hacerlo a través de una Convención Constituyente. La coalición oficialista de derechas vota a favor junto a los partidos de centro y de las diferentes izquierdas. Ya había perdido el control de este proceso. Solo unas pocas agrupaciones de ultraderecha, entre ellas movimientos y partidos políticos en formación como Fuerza Nacional, Unidos en la Fe y Convergencia Nacional de Chile, además de militantes sueltos de RN y la UDI y militares retirados, se apartan de esta salida y conforman una Coordinadora Nacional por el No a Una Nueva Constitución.
Posteriormente, los días 15 y 16 de mayo de 2021 se elige a los convencionales constituyentes, obteniendo la derecha (Chile Vamos) apenas un 21% de los votos, eligiendo menos de un tercio de los convencionales. Con ello perdía cualquiera posibilidad de incidir efectivamente en la redacción del texto constitucional, lo que llevó a algunos a pensar que había quedado definitivamente fuera de la historia.
Sin embargo, en la siguiente prueba electoral clave, la elección presidencial de diciembre de 2021 para ungir al sucesor de Piñera, si bien el candidato de izquierdas Boric triunfó en segunda vuelta con un 56% de los votos, el candidato de la derecha J.A. Kast, del Partido Republicano, obtiene 44%, cifra similar a la alcanzada por Pinochet en el plebiscito de 1988 que significó el comienzo del fin de la dictadura.
De modo entonces que a pesar de la escasa popularidad del Presidente Piñera, de la baja votación obtenida por el sector oficialista en la elección de convencionales, del estado excepcionalmente calamitoso creado por la pandemia y del hecho que el candidato derechista representaba la versión ideológica más extrema de su sector, el programa más conservador y el discurso más radical, sin embargo el bloque de derecha mostró que su arraigo continuaba presente en la sociedad. Y no sólo en la esfera de las élites y de los poderes fácticos. Lejos pues de haber desaparecido, como algunos opinólogos anunciaron tras el estallido, la derecha se mantenía vigente y daba señales de una relativa renovación interna, con una acentuada inclinación hacia su polo más conservador.
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Con todo, sin sopesar ni llevar en cuenta esa fuerza real, masiva y de amplia base de la derecha en la sociedad, tanto el nuevo gobierno Boric, pero sobre todo la Convención Constitucional bajo el mando de sus grupos más radicalizados, impulsaron un programa maximalista de refundación del Estado y de transformación económico social y cultural de la sociedad. En la Convención produjeron una verdadera revolución de papel, dibujando el país soñado que había quedado retratado en los muros de la ciudad tras el 18-O.
Excluyendo sistemática y absolutamente a la derecha, y sorteando los múltiples balances y contra balances propios de la gobernabilidad democrática, las izquierdas de la Convención, encabezadas por sus expresiones menos orgánicas pero respaldadas por el FA y el PC, impusieron allí un discurso y un texto octubrista que darían origen a una carta fundamental “plurinacional, feminista, ecologista, clasista”, como había demandado la calle en octubre de 2019.
Esta revolución de las palabras contó con el entusiasta apoyo del Presidente Boric y sus principales ministros que, a pesar de saberse en minoría en el Congreso y limitados por los múltiples balances y contra balances de poder propios de una institucionalidad democrática de base capitalista, buscaron la aprobación popular de esa propuesta en el plebiscito constitucional del 4-S de 2022.
Sin embargo, el texto elaborado por la Convención Constitucional y proclamado con esperanza por el gobierno como condición para materializar su programa, fue desahuciado por 62% contra 38%. El Rechazo se impuso en todas las regiones del país y en 338 de las 346 comunas; prácticamente en todos los segmentos y clases, en todos los grupos de edad, menos los más jóvenes, y entre hombres y mujeres. Según proclamó a los pocos días la Fundación Jaime Guzmán, “El triunfo del Rechazo significa un freno a las ideas refundacionales, deconstruccionistas y radicales, ánimos que también caracterizan al gobierno de Boric, por lo que también es su fracaso. Esto no implica que la revolución en curso no continúe. […] a esta altura es posible leer que la contundente victoria del Apruebo en el plebiscito de entrada (25 de octubre de 2020), más que un cambio constitucional fue una salida institucional a la insurrección desatada a lo largo del país. Hoy, los chilenos, están cansados de la incertidumbre, polarización, la violencia y el aumento del costo de vida”.
De ahí en adelante, la derecha pasó a comandar no sólo una oposición agresiva sino que ha debido conjugar sus propias contradicciones y tensiones internas con su expectativa -que hoy parece probable- de suceder al FA, el PC y el Socialismo Democrático en el gobierno.
¿Cómo lo ha hecho la derecha? Veamos.
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En su interior conviven diversos partidos, ideologías y mentalidades. Los partidos tradicionales de la derecha postdictadura, RN y UDI, se han desdibujado durante los últimos años, sin poder estabilizar un proyecto de gobernabilidad más allá de las dos administraciones de Piñera, quien gobernó prescindiendo de sus partidos. Confió más en sus círculos de confianza que en los dirigentes y parlamentarios de su sector. Prefería la figura de los gerentes públicos antes que la de los políticos-profesionales. Las ideologías y sus intelectualizaciones poco le interesaban. Entendía su misión como la de un emprendedor gubernativo dentro de los parámetros de una gestión eficaz y, sobre todo, eficiente.
En ambas oportunidades que le correspondió presidir el gobierno se propuso mostrar las virtudes de una administración realizadora, que debía ser juzgada por su desempeño y resultados. Por lo mismo, su liderazgo significaba para él estar encima de las cosas, preocupado de los detalles, 24×7, todo terreno, gestionando procesos, comunicando efectividad, demostrando capacidad de delivery, con ministros que él se encargaba de conducir de cerca, evaluándolos a su imagen y semejanza.
Esta visión funcional del gobierno, no contaminada de pasión política, cool, preocupada de la mente más que del corazón, atenta a los datos estadísticos y el output más que al relato terminó en un estilo similarmente ‘cosista’ que el de Lavín. Pero sin su imaginación ni flexibilidad para jugar con las palabras, su populismo soft y habilidad para mezclar elementos ideológicos y usar distintas vestimentas y maneras de representarse a sí mismo.
El cosismo tecnocrático piñerista no sirvió por lo mismo para fundar una gobernabilidad compleja a la altura de la complejidad de la sociedad chilena tras los cuatro primeros de la Concertación. Sus administraciones no se caracterizaron particularmente ni por un salto en el crecimiento económico, ni una recuperación de la productividad, ni una renovación del espíritu animal de la empresa, ni un avance significativo en la modernización del Estado, ni por unas relaciones exteriores innovadoras, ni la mantención del orden y la seguridad, ni siquiera una impronta de orden moral especialmente atractiva o seriamente liberal o conservadora.
Con más ironía que razón solía decirse que Piñera, en su primer gobierno, no era más que el quinto gobierno de la Concertación; sólo que sin poseer un efectivo esquema de gobernabilidad, agregaría yo. Y, tampoco, la capacidad para enfrentar las crisis sociales cuando éstas desembocaban en la calle, como ocurrió en 2011 con el movimiento estudiantil del cual más adelante emergería el FA y, para qué decir, en 2019, cuando el estallido social estuvo a punto de echar al suelo al gobierno.
Todos estos elementos -v.gr., tecnocratismo cortoplacista, administraciones gerenciales, desprecio por las ideologías (e incluso la teoría del cambio), anti intelectualismo, distancia hacia los partidos, nula sensibilidad frente a las demandas populares, clasismo socio-cultural, sustitución del liderazgo político por el gerencialismo emprendedor, descuido del Estado, preferencia por el marketing político en desmedro de la comunicación política, ausencia de relato y menosprecio por el sentido y los sentimientos colectivos- están en el centro de la incapacidad de las derechas para crear un esquema alternativo de gobernabilidad a aquel ofrecido por la Concertación.
Según escribía una figura de la llamada nueva intelectualidad de derechas, Hugo Herrera en 2020, a propósito de dicha incapacidad: “La tesis de la despolitización, invocada polémicamente [por la derecha] contra la acción de la izquierda de los años sesenta y setenta, en los cuerpos sociales y en el Estado, apuntaba a desarticular la movilización social y a circunscribir las tareas del Estado a los límites de un árbitro del buen funcionamiento social. El articulador de ambos objetivos fue el principio de subsidiariedad, el cual, desarraigado de sus fuentes socialcristiana y romántica, pasó a ser entendido de un modo acentuadamente negativo: como limitación a la operación de los partidos políticos y del Estado”.
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Los intentos por ampliar y renovar desde dentro a la derecha que están en curso buscan hacerse cargo de esos déficits político-cognitivos, ideológicos y de comunicación.
El primero de estos intentos, el de Evópoli, no ha llegado muy lejos sin embargo. Originado durante el primer gobierno de Sebastián Piñera, reivindica para sí el haber permitido evidenciar “que el partido sintoniza en mayor medida que sus socios de coalición con las posiciones de la ciudadanía -particularmente con las nuevas generaciones-, aunque no se diferencie siempre de ellos de manera radical”. Se trataría, en breve, de un “liberalismo renovado”.
La actual presidenta de este partido, resume en cinco ideas matrices su sello fundacional. Primero, el principio de libertad personal, con énfasis en la libre elección, en particular, en educación, salud y pensiones, al igual como en la formación de diversos proyectos personales y familiares. Se trata de dar una señal de no-conservadurismo moderado. Segundo, igualdad de oportunidades, consistente por una parte, en derribar las barreras injustas que impiden el despliegue de las capacidades individuales, y, por otra, en asegurar ciertos bienes sociales básicos que permitan el desarrollo de los talentos. Tercero, valoración de la sociedad civil; significa que, más que en el Estado, la confianza está puesta en la capacidad de las personas de asociarse voluntariamente para responder a la solución de problemas públicos. Cuarto, defensa de la democracia liberal o representativa, que supone valorar el rol de los partidos políticos. Quinto, existencia de un Estado al servicio de las personas y, en particular, de las personas más necesitadas, lo cual conlleva adherir al principio de subsidiariedad en su dimensión activa, incluyendo un rol protagónico del Estado en la atención de los grupos más vulnerables de la sociedad. No se opone por lo mismo al concepto de un “Estado social y democrático de derecho”, que justamente tendría que ver con la garantía de condiciones materiales básicas de existencia.
En suma, Evópoli representa un intento de renovación soft de la derecha, en continuidad con ideas liberales y una visión moderada de cambio político que, sin embargo, no ha tenido especial incidencia en los dos partidos históricos del sector. Tampoco ha significado políticamente un puente hacia el electorado de centro, en la misma medida que últimamente la derecha, en sus corrientes tradicionales, más bien ha estado desplazándose hacia posiciones de trinchera, con el objeto de no perder posiciones frente a Republicanos, situados a la diestra de los pilares tradicionales.
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Según expresé en un artículo de mayo pasado dedicado aquí al intento republicano de renovación de la derecha, este se organiza, desde el punto de vista de la oferta ideológica, en torno al eje del iliberalismo. Su principal fuente intelectual es una suerte de jaimeguzmanismo-renovado y post dictatorial, con énfasis en una concepción democrática limitada, de institucionalismo portaliano, con fuerte énfasis presidencialista, exaltación de la autoridad jerárquica (del paterfamilias), e importancia crucial de ley y orden como principio constitutivo de una sociedad hobbesiana, en constante riesgo de desintegración por la amenaza de fuerzas enemigas internas y externas. Una derecha, en síntesis, que trata la democracia como un medio, no como un fin.
En seguida, que concibe la sociedad de manera orgánica, con base en la familia (fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer) y con una arquitectura de cuerpos intermedios gremialmente cohesionados y guardianes de su propia pureza, o sea, apolíticos y abocados nada más que a sus funciones y fines propios. No hay cabida en este esquema ni para los individuos atomizados y centrados en sus intereses egoístas ni para un Estado promotor de fines y/o proyectos colectivos. Al contrario, el Estado existe para las personas, la protección de la propiedad y como guardián del orden y seguridad de una sociedad civil (atemorizada) a la que sirve subsidiariamente.
Su visión de la economía sigue siendo de tipo Chicago-gremialismo; subsidiaridad más mercados. De hecho, el programa Kast 2022-2026 se inspiraba en esta visión: “Estabilidad para atraer inversión, crear oportunidades y para mitigar los miedos de nuestros compatriotas, responsabilidad para que el progreso sea sostenible, y decisión para enfrentar las trabas que impiden al Estado estar al servicio de las personas, y que dificultan contar con mercados abiertos y competitivos”.
La concreción programática de esta visión era perfectamente convencional, plana, con los habituales llamados a crecer, invertir, emprender, atender a la gente y a “un Estado eficiente, transparente y sin corrupción, que preste servicios de calidad a las personas de forma respetuosa y oportuna”. ¿Qué significa esto? Seguramente más de aquello que una estudiosa llama ingeniosamente ‘Navarra School of Catholic Neoliberalism’ (Moretón, 2023), quizá con el añadido de algunas políticas propensas a regular mercados, fomentar la competencia y aproximarse a una suerte de ‘ordoliberalismo chilensis’, una economía social de mercado antes que la versión neoliberal de una ‘sociedad de mercado’ donde el espíritu y los valores son trasmutados en precios y mercancías.
Por último, en la esfera cultural, probablemente la de mayor relevancia para el sentimiento Republicano, incluso por delante de la política, el orden de los valores es claro. En perspectiva trascendente, Dios, Patria y Familia, idealmente escritos con mayúscula inicial. En el plano secular se traduce por familia (cruz de la sociedad, sobre cuyo fundamento esta se construye… o destruye, hogar, sociedad bien constituida, sana, virtud, educación); patria (nacionalidad, tradición, pueblo, comunidad; “misma raza, cultura, lenguaje, tradiciones históricas y mismas aspiraciones”, y dios (“un sentido trascendente de la vida, que necesariamente entronca con el sentido de familia y el de Patria”). Recojo y cito esta trilogía desde una fuente inesperada, pero que seguramente es próxima -por afinidad electiva- con el movimiento Republicano (Almirante Vergara, excomandante en Jefe de la Armada, 2016). El propio Kast tuiteaba en enero de 2020: El amor a Dios, a la Patria, la Familia y la Libertad fueron los pilares de #JaimeGuzmán (1 de abril 2020).
Efectivamente, el componente religioso-conservador, con preeminencia de ‘valores espirituales’ y de regulación moral-tradicional de las comunidades entendidas como reunión de familias, forma parte central del discurso y del fenómeno Republicano. Sirve a la vez para anclarlos a un pasado patriarcal, fundar una crítica de la modernidad (tardía), levantar un reclamo frente a la decadencia de Occidente y proyectar un futuro que proporcione seguridades frente a las incertidumbres, confusiones y el laissez faire moral que caracterizan a la posmodernidad. La ‘guerra cultural’ contra los nuevos bárbaros posmodernos será inevitablemente una marca Republicana.
Concluía yo en mi artículo del mes de mayo pasado con la conjetura que la ideología de esta nueva-no-tan-nueva derecha chilena se acerca, vía su iliberalismo, a una cofradía más amplia de ideologías de derecha radical. En común comparten la desconfianza respecto de la democracia liberal-pluralista y buscan -dentro de ella- levantar apoyo popular para sus ideas de autoridad, seguridad, orden y de valores morales gruesamente definidos como cristiano-tradicionales. De allí deduzco que, como intento de renovación de la derecha chilena, el intento de Kast y sus Republicanos está conectado -ideológicamente- a una fuerte corriente u onda internacional, en respuesta a la crisis liberal de occidente.
Desde ya este nuevo actor en la escena de las derechas impacta fuertemente en el drama local. En la elección de consejeros constitucionales de mayo pasado, el Partido Republicano obtuvo una aplastante mayoría, con 35,4% de los votos. La derecha tradicional más Evópoli, bajo el nombre de Chile Seguro, obtuvo 21%. El Partido de la Gente, de derecha popular-mesocrática contribuye con un 5,5% adicional a la votación del sector que, en conjunto, obtiene 62%. Del otro lado de la brecha ideológica, los partidos, alianzas, coaliciones y movimientos que se declaran de centro hacia la izquierda, obtienen 38% de la votación.
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Qué duda cabe, estamos ante uno de los más sorprendentes giros de la historia político-electoral reciente. Las agrupaciones de derechas combinadas han pasado -en apenas tres años- de tener un peso efectivo igual a cero en la Convención Constitucional a tener un poder (de número) para imponer sus propias ideas e ideales en el Consejo Constitucional, con la sola limitación de las reglas procedimentales que rigen al organismo.
Lo anterior crea necesariamente tensiones tácticas y estratégicas en el seno de estas derechas que conjugan a dos partidos tradicionales buscando subsistir y mantener su influencia de los últimos 30 años, un partido liberal renovado soft, un partido de derecha de la gente y, como buque insignia, el Partido Republicano de reciente creación y meteórica trayectoria. Entre estas distintas fuerzas no hay una ideología de base común, encontrándose uno con elementos nacional-populares, de caudillismos locales, conservadores, católicos preconciliares, de nacionalismo telúrico, autoritarios, neoliberales, corporativos, de identificación con el pinochetismo, democráticos con limitación de clase, socialcristianos y elitistas.
Tampoco hay hasta ahora liderazgos sólidos en sus diversos componentes, con excepción de la posición indiscutida de Kast entre los Republicanos. Los demás partidos muestran fuertes tensiones cupulares, particularmente RN y el PDG. Lo anterior llevará seguramente a fuertes disputas en el próximo ciclo de elecciones: plebiscito de salida de la nueva Constitución el próximo domingo 17 de diciembre; luego, el 27 de octubre de 2024 las votaciones de gobernadores, cores, alcaldes y concejales. En noviembre de 2024 la segunda vuelta de gobernadores regionales. Para el 29 de junio de 2025 quedarían las elecciones primarias presidenciales, al Senado y la Cámara, mientras que el 16 de noviembre de ese año serían los comicios generales para esos cargos. Finalmente, el 21 de diciembre de 2025 se llevaría a cabo una eventual segunda vuelta presidencial.
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El otro momento decisivo que las derechas deben sortear es el de la conducción, que ahora ejercen, del proceso constitucional, para llevarlo a puerto exitosamente con la ratificación popular en diciembre próximo.
Desde ya han quedado en evidencia las pugnas en su interior, a propósito de las enmiendas al texto consensuado por los expertos de todos los partidos con representación parlamentaria en la etapa anterior. Las distintas corrientes de derechas se pusieron de acuerdo en sólo cuatro enmiendas, mientras que el Partido Republicano, por su cuenta, presentó más de 400, con el ánimo, según declararon sus dirigentes, de reflejar fielmente lo que son y así satisfacer de manera adecuada las expectativas de las personas que los eligieron.
En concreto, mediante estas enmiendas, los Republicanos buscan poner a «la persona» en el centro de la discusión, avanzar en materias de corrupción para sancionar a los culpables y endurecer la mano con quienes cometen delitos terroristas con una «muerte cívica». Otra de las propuestas es disminuir el número de diputados y forzar así la disminución de escaños por distrito. Se propone elevar a su vez el quórum de reforma constitucional a 2/3 de los diputados y senadores en ejercicio y de 4/7 de los parlamentarios para las leyes institucionales. También esperan fortalecer los estados de excepción constitucional y la defensa de las víctimas del terrorismo. De la misma manera, se pide crear una Fiscalía Especializada al interior del Ministerio Público con este mismo propósito. También se desea inscribir en la Constitución la libertad de elección en salud y defender la propiedad de fondos de pensiones. En educación se busca apoyar el derecho preferente de los padres a decidir sobre la educación de sus hijos, a la vez que abordar el derecho a la vida del que está por nacer. En materia de Fuerzas Armadas se plantea la inclusión de estas en un capítulo separado para realzar su importancia.
En general, como puede apreciarse, estas enmiendas -y numerosas otras entre las centenares propuestas- buscan subraya cuestiones doctrinarias y de alta carga simbólico-emotiva, ligadas al núcleo doctrinario de Republicanos, especialmente en materias de antropología filosófica, morales, policiales, penales y de fortalecimiento de principios de seguridad interior y exterior.
Del conjunto de estas materias, solo en cuatro hubo acuerdo entre las fuerzas de derecha para presentarlas en común. Primero, el derecho a elegir la entidad prestadora de salud así como la entidad que entregue cobertura a dichas prestaciones, sean estas estatales o privadas. Segundo, respetar el derecho de los cotizantes a elegir libremente la institución que administre los ahorros previsionales provenientes de las cotizaciones obligatorias y voluntarias y de los fondos que se generen, garantizando su propiedad, así como su heredabilidad. Tercero, “las familias, a través de los padres o en su caso de los tutores legales, tienen el derecho y deber preferente de educar a sus hijos o pupilos, de elegir el tipo de educación y su establecimiento de enseñanza, así como a determinar y garantizar su interés superior. Corresponderá al Estado otorgar especial protección al ejercicio de este derecho”. Por último, cuarto, crear un capítulo separado para la Defensa Nacional.
Fuera de estos cuatro asuntos, que representan un uno por ciento del paquete de enmiendas presentado por Republicanos, queda abierta la puerta para discutir los más diversos aspectos ya acordados en la fase anterior, cuestión que deberá ser resuelta, primero que todo, entre las propias fuerzas de derecha que, evidentemente, en varias de estas materias tienen visiones distintas. Cualquier error que Republicanos o la derecha en su conjunto puedan cometer en el debate e imposición de estas materia podría fácilmente romper los equilibrios alcanzados y descarrilar el proceso, llevando a repetir la fracasada experiencia de la anterior Convención Constitucional.
Tras la iniciativa maximalista e imprudente de Republicanos hay seguramente el deseo de devolver la mano a las izquierdas que excluyeron (cancelaron) las voces de la derecha en la pasada Convención Constitucional, a propósito de no haber elegido esta un número suficiente de miembros para ejercer un veto o una influencia eficaz. La derecha comandada por Republicanos amenaza ahora a esas izquierdas al ostracismo y el silencio, precisamente con el mismo argumento: insuficientes votos para hacer sentir -dentro del Consejo Constitucional- su peso histórico en la sociedad.
De llevarse a la realidad estas enmiendas, se crearía una tensión insoportable en el seno del organismo, pues las izquierdas quedarían excluidas del texto en partes relevantes -jurídica, política y simbólicamente-, forzándolas al Rechazo en diciembre próximo. En un ambiente tal, es probable que el desinterés mayoritario terminaría por hundir también este texto, retrotrayendo las cosas a fojas cero. Ciertamente, esto significaría una nueva derrota para las izquierdas y para el gobierno, pero dejaría también a las derechas incómodamente instaladas en la vieja Constitución con su irremediable falta de legitimidad.
Por este mismo concepto, y dado que existen grupos y dirigentes de la derecha tradicional, del liberalismo renovado y de la intelectualidad crítica del sector que están lealmente empeñados en tener una nueva Constitución, la irrupción de las 400 enmiendas Republicanas constituye también un reto para todos ellos. En efecto, están siendo retados a reconocer una nueva hegemonía dentro del sector, a aceptar contenidos que son disruptivos para un consenso nacional, y a subordinarse a la apuesta del Partido Republicano. Este último, en cambio, está dispuesto a correr el riesgo de perder con un texto doctrinariamente enmendado y maximalista, pues el costo sería relativamente bajo, piensan. En efecto, seguiría vigente la Constitución actual que, a pesar de llevar la firma del Presidente Lagos, mantiene, simbólicamente al menos, una filiación pinochetista tanto para la derecha e izquierda radicales.
En suma, los Republicanos dieron un audaz golpe de mano poniendo a las izquierdas a la defensiva y a las restantes fuerzas de derecha contra la pared. Aquellas tendrán que pasar por la ordalía de una prueba de su lealtad al proceso y de legitimar (o tener que rechazar) un texto que sería un espejo invertido del maximalismo refundacional de la anterior Convención. Éstas, en tanto, deberán subordinarse al proyecto Republicano, abandonando cualquier pretensión de liderazgo, o estarán forzadas a competir por la conducción del sector.
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Las conclusiones que pueden extraerse del cuadro de las derechas trazado aquí son varias.
Por lo pronto, estas fuerzas han sido favorecidas por un abrupto cambio de marea que, probablemente sin siquiera comprenderlo, las hicieron renacer de las cenizas después del estallido del 18-O y de la cancelación por parte de la Convención octubrista, para erigirse en fuerza principal del Rechazo que, sin embargo, adquirió legitimidad mayoritaria en virtud de las críticas provenientes desde el centro, la centroizquierda y del voto de repudio al gobierno Boric y a las precarias condiciones socioeconómicas del momento.
En cambio, fue por sus propios méritos y por una correcta interpretación del estado de ánimo de las masas golpeadas por la inseguridad -crimen, precariedad laboral, inflación, deudas, pospandemia, sensación de ingobernabilidad y de falta de futuro- que las derechas en su conjunto obtuvieron una amplia mayoría en la elección de consejeros, haciéndose del control de la asamblea, mas no del proceso. Efectivamente, este último posee sus propios dispositivos contra-mayoritarios y mecanismos de balance y negociación, que obligarán a la derecha a mostrar coherencia interna, ductilidad táctica y sabiduría estratégica.
Es más que evidente, al menos hasta ahora, que las derechas no actúan concertadamente. En el plano ideológico carecen de una visión común de la historia, aunque la polarización de los 50 años con la equivocada política de monopolio de la memoria moral por parte del PC las empuja hacia allá. Además, carecen de una propuesta constitucional común, como acabamos de ver. Tácticamente se desordenan con facilidad, casi frente a cualquier asunto. Para sólo citar los más recientes: acusación constitucional contra el ministro Ávila, chantaje UDI usando como excusa el cuento del tío, tramitación de la reforma previsional, posición frente al Pinochet estadista, el Estado social de derecho y las 400 enmiendas, etc.
Tampoco hay una perspectiva estratégica común, salvo la de llegar al próximo ciclo electoral de 2024/2025 con un gobierno Boric lo más desgastado posible y con las izquierdas golpeadas, confundidas y fragmentadas. Pero, más allá de eso, ¿qué coaliciones/partidos de derecha competirán en las elecciones, con qué pesos relativos, liderazgos, posturas ideológicas y niveles de aceptación en la ciudanía? En adelante, ¿cómo se comportarán los principales dirigentes (y aquellos latentes) y las corrientes más fuertes de cada agrupación? Es bien sabido que en asuntos de liderazgos las derechas son ricas en experiencias autodestructivas.
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A su turno, en la misma medida de su empoderamiento electoral, se vuelve inescapable la pregunta sobre qué visiones de país ofrecen las derechas. ¿Una o varias? ¿Liberal o conservadora? ¿Economicista o cultural-identitaria? Nuevamente, más allá de machacar sobre los tópicos usuales de orden, mano dura y extrema seguridad (como acostumbraba hacer Piñera también, pero sin resultados que puedan enorgullecer a su sector), ¿qué tipo de democracia, régimen político y control de la fuerza física ofrecen los partidos o coaliciones de derecha? ¿Hay una forma iliberal de democracia en ciernes, con elementos de limitación ideológica, enmarcamiento moral, Estado de excepción y autoritarismo gubernamental? ¿Qué políticas económicas macro promoverán en la actual fase post neoliberal y de transición energética, y qué soluciones micro proponen para los problemas del estancamiento, la baja productividad, el empleo precario, la movilidad laboral y la seguridad social?
En la misma línea, disipada ya la euforia de su hegemonía en el Consejo Constitucional, ¿qué nuevas ideas-fuerza propondrán las derechas para las políticas y la legislación de salud, educación y vivienda, tras las dificultades que enfrentaron los gobiernos de Piñera uno y dos en estos frentes? ¿Qué argumentos sustituirán la usual retórica de subsidiaridad con focalización y de un Estado pequeño y eficiente? ¿Cómo se enfrentarán los retos medioambientales, los temas de autonomía individual, las reivindicaciones de las minorías y disidencias y la crisis de autoridad entre las generaciones jóvenes?
Sobre todo, ¿cuáles son -en cada uno de los asuntos mencionados- las ideas y propuestas de Republicanos que, por ahora, viven a la sombra del temor y la inseguridad de las masas y de un discurso simple de orden y seguridad y la promesa de su restauración? ¿Cuánto de desnuda fuerza autoritaria y medidas iliberales estarían dispuestos a avalar Chile Vamos, Evópoli incluido?
En materia de relaciones internacionales, ¿se movería un gobierno Republicano hacia las promesas de democracia autoritaria que han aparecido en Norte, Centro y Sud América, y hacia las ideas iliberales promovidas por las derechas radicales en Alemania, España, Finlandia, Hungría, Italia, Polonia, República Checa, Suecia y Turquía? ¿Qué piensan a este respecto los demás partidos chilenos de derecha, sus cabezas políticas, intelectuales públicos y think tanks?
Finalmente, ¿cómo se pondrán de acuerdo las derechas ya no sólo respecto del golpe militar y los cómplices pasivos sino, además, sobre la revuelta del 18-O, las protestas masivas en las calles y la enorme descarga de energía social, resentimiento, furia e imaginación dislocada que surgió del estallido y se expresó en los muros de la ciudad? ¿O piensan las derechas y su intelligentsia que aquella explosión fue nada más que un acontecimiento singular, un suceso irrepetible, un carnaval político, una orgía de violencia y una oscura subversión que se propuso echar abajo al gobierno de Piñera?
La elaboración ideológico-política e intelectual-cultural de aquel suceso que sacudió la estructura institucional del Estado y trastocó la normalidad de la vida en sociedad es un imperativo pues, como está escrito, quienes no procesan y entienden su historia están condenados a soportarla.