José Joaquín Brunner: Riesgos que enfrenta el nuevo gobierno
En su aspecto comunicacional, narrativo e ideacional, donde la política busca hacer sentido e incidir en la opinión pública que luego es encuestada, valen los argumentos, los símbolos, las metáforas y los relatos. Forma parte del soft power, aquel que actúa por medio de la razón y la emoción, mediante la palabra y los sentimientos, en el campo de los signos y la cultura.
El gobierno Bachelet-2 debió pagar un alto precio por un uso equivocado de dicho poder. Por ejemplo, quedó marcado por dos metáforas de las que luego no pudo librarse: “poner aquí una retroexcavadora” y “bajar al otro de los patines”. Hubo varias otras alusiones desafortunadas, pero ninguna que como estas dos llegará a identificar el estilo político y el discurso ideológico de la administración.
A su turno, el gobierno Piñera-1, se caracterizó —y fue casi universalmente criticado— por carecer de relato. Parecía más interesado en la gestión de las cosas que en comunicar un mensaje a sus propias filas y a la sociedad civil. Y, cuando intentaba construir una narrativa, lo hacía en el frío lenguaje de los economistas, con cifras y tendencias, recurriendo al comportamiento de los mercados y de las variables macroeconómicas.
El gobierno Bachelet-2 abandonó la escena envuelto en improvisaciones y malas explicaciones. Léase: el fallido decreto de designación como notario del ex fiscal del caso Caval y el fallido decreto de cierre de Punta Peuco.
Ambos hechos sugieren improvisación, un uso atrabiliario de la autoridad presidencial, una ausencia de formas, unos intentos por definir anticipadamente lo que debía ser el legado de la administración saliente. Actos (mal) hechos a la sombra del poder, con astucia, pero (mal) cálculo, sin sentido, sin explicación, sin respeto hacia las tradiciones y normas tácitas que rigen el rito republicano de la transmisión del mando. Y, más encima, ¡ambos frustrados!
El gobierno Piñera-2, por su parte, se estrena echando mano al fondo simbólico del cual se alimentan las derechas: el sentido de autoridad (frente a Carabineros y los dos decretos fantasmas del anterior gobierno); el dinamismo propio del espíritu emprendedor (el Presidente y su equipo de ministros llenando la escena con sus actuaciones y dichos); el énfasis en la gestión eficaz (acción inmediata en el Sename); la eficiencia en el uso de los recursos (hay déficit, habrá ajuste y austeridad, cada peso cuenta).
No está mal, dirá usted. En efecto, las primeras 24 a 48 horas de ejercicio del poder soft muestran una administración alineada con su propia identidad y, por el momento, bendecida por la diosa Fortuna. Además, todo esto en un momento en que las derechas —en toda su variedad— se hallan en auge en el mundo, mientras las izquierdas se debaten entre la utopía y la inopia, entre la nostalgia y la confusión.
¿Significa esto que la derecha tiene ganada la partida?
Por cierto, no. Pues un eficaz manejo simbólico en lo inmediato —haya sido planeado o resultado del azar— no sustituye la necesidad de un relato, de una visión, de un sentido de la empresa que se desea impulsar. Y, en este plano, crucial para el éxito del gobierno de la polis, los aprontes son, hasta ahora, ambiguos.
El discurso presidencial subraya la idea de los acuerdos, los grandes acuerdos, los cinco acuerdos nacionales que deberían servir como parámetros de referencia para la carta de navegación.
Se habla, en concreto, de acuerdos para la infancia, salud, seguridad, superación de la pobreza y paz en La Araucanía. Desde antes aparecen, además, dos otras ideas fuerza en el Programa: reforma de la previsión y énfasis en el crecimiento y la productividad. A esto cabe agregar un tema transversal que mencionan diversos ministros: la modernización del Estado. Y, por último, el discurso reserva también un lugar destacado para la revisión de las leyes educacionales y de la ley tributaria de la anterior administración.
Como suele ocurrir a los gobiernos, también éste define un universo de prioridades y desafíos que resulta excesivo, demasiado ambicioso y complejo, seguramente inmanejable. Por tanto, tensionará al gobierno en sus capacidades de conducción, coordinación e implementación; creará una enorme presión sobre las expectativas de la población y supone movilizar recursos que no están disponibles.
Pero, adicionalmente, el gobierno, y el propio Presidente, insisten en que estas múltiples tareas se llevarían a cabo mediante grandes acuerdos nacionales. Es decir, deja la agenda parcialmente en manos de sus opositores, los que necesitarían concurrir a dichos acuerdos para hacerlos posibles. En vez de esto, resultaba más lógico para el gobierno declarar que su estilo será buscar acuerdos, crear consensos, escuchar, negociar, invitar, persuadir, etc.; sin especificar, desde el primer día, cuáles son los asuntos sometidos al régimen de los acuerdos.
En seguida, el gobierno se ha echado encima la laboriosa, difícil, exigente, súper-tarea, de construir —en cada caso y desde el inicio mismo, en cada una de las cinco áreas mencionadas— una estrategia para obtener los acuerdos, en vez de dejar todo eso al funcionamiento normal del cauce parlamentario. ¿Habrá comisiones especiales para los acuerdos? ¿Comités técnicos? ¿Procesos de consulta? ¿Convocatoria a las partes interesadas de la sociedad civil? ¿O el gobierno preparará libros blancos y los circulará para recoger recomendaciones técnicas?
Hasta ahora, el gobierno de Piñera no ha explicitado su pensamiento frente a estos asuntos y carece aún de una estrategia. Es normal que así sea. No lo es, en cambio, adelantar el discurso y provocar, con palabras, efectos performativos que luego pueden obstaculizar la acción.
En conexión con el espíritu de los acuerdos, el Presidente crea otro malentendido al invocar el ejemplo de la Concertación y, en particular, la figura del Presidente Aylwin. Se trata de invocaciones totalmente anacrónicas y fuera de lugar pues ni existen hoy las condiciones y predisposiciones para los acuerdos que hubo entonces; ni representa la coalición de derecha una fuerza político-cultural de la densidad histórica que alcanzó la Concertación tras fraguarse durante la lucha contra la dictadura; ni hay un marco tan favorable para la convergencia de voluntades como proporcionó el período de la transición; ni tampoco están ordenadas hoy las fuerzas y los factores institucionales de manera tal de obligar a los acuerdos, como ocurrió en los años 1990, por el “exceso de poder” (fáctico y formal) del que entonces gozaba la oposición.
Por último, el foco mismo de la visión presidencial; su telos, o sea el fin, objetivo o propósito al que se dirigirán los esfuerzos de la administración, no parece bien expresado en la ya manida, desgastada y poco atractiva idea de “llegar a ser un país desarrollado”. ¡Déjà vu! Significa introducir nuevamente falsas ilusiones y comparaciones antojadizas, como suponer que el desarrollo puede expresarse a través de un ingreso per cápita promedio, sin atender a las desigualdades, los déficits de bienestar y educación, las inseguridades y vulnerabilidades de la población, las formas a veces poco civilizadas de convivencia, ni a los rezagos de la productividad o las carencias de imaginación e innovación.
En fin, a partir de una meta puramente monetaria o estadística, no hay una narrativa que el país pueda contarse a sí mismo sobre su desarrollo y su destino existencial. Ni podrá el gobierno construir un relato coherente mientras viva envuelto en ideas del pasado como la transición y los consensos. O mientras impulse una tal proliferación de tareas que, a la postre, su identidad quede reducida a la de un centro de alta gerencia, eficaz quizá, pero sin soft power que lo proyecte más allá de la economía política hacia el ámbito de la legitimidad cultural.
José Joaquín Brunner, #ForoLíbero