Democracia y Política

José Joaquín Brunner: Un fantasma recorre la polis

Es esa elite pluralista que se hizo cargo de reconstruir la democracia, asegurando la transformación y modernización de la sociedad, la que está llegando al final de su ciclo y se siente agitada por una pregunta fundamental: ¿de qué naturaleza será esta vez el recambio que ya se halla en curso?

 

Algunos exhiben temor, otros esperanza; de lo que no cabe duda es que, como pocas veces, la esfera política está agitada. En su entorno, ocurre lo mismo con los medios de comunicación, sus editores y columnistas; los empresarios; el campo académico-intelectual; los colegios profesionales; las iglesias y el sector educacional y de la cultura. Todo aquello que suele denominarse establishment manifiesta, en efecto, una sorda inquietud.

Algunos dirán que esto es pasajero. Un producto del ciclo electoral, resultado de nuestro súper-fin-de-semana del 16/17 de mayo o, más atrás, del plebiscito de abril o, incluso, del estallido del 18-O. Por cierto, algo hay de eso. Más encima, deben considerarse los efectos  desintegradores de la pandemia; la parálisis del normal funcionamiento de la economía y un extendido, aunque difuso, sentimiento de que atravesamos una crisis de gobernabilidad.

Con todo, la agitación que como un fantasma recorre la polis y a los grupos directivos en su vecindario, responde a un proceso más profundo: al recambio de la elite política, proceso que se halla imbricado con los anteriores y acarrea un cúmulo de incertidumbres.

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No siempre el recambio de una elite política provoca este grado de agitación. Por ejemplo, puede pasar relativamente desapercibido cuando se produce entre fracciones de la elite política que compiten por la administración del gobierno y se alternan entre sí periódicamente, sin interrupción de continuidad. O bien, cuando el recambio se expresa como una circulación del personal de la elite provocado por una sucesión generacional y la renovación etaria del personal directivo. Los contendientes más jóvenes pasan a ocupar los puestos de mando que hasta ese momento ocupaban los incumbentes más viejos; es el ciclo biológico de las élites en todos los campos de  la sociedad.

Ni siquiera las mudanzas ideológicas que en democracia suelen acompañar la alternancia del poder político entre gobiernos y coaliciones —conservadores y liberales, republicanos y demócratas, socialcristianos y socialdemócratas, derecha e izquierda— generan la agitación que hoy embarga a nuestra sociedad política.

De hecho, estamos habituados a recambios ideológicos más o menos abruptos al interior de nuestra propia elite política, sin ruptura de su continuidad; últimamente, cada cuatro años, como sucedió entre Bachelet I,  Piñera I, Bachelet II y Piñera II. También hemos conocido el recambio con ruptura, como ocurrió con el quiebre de 1973 y la conformación de una elite cívico-militar que controló el poder por los próximos 17 años, solo con una opaca renovación interna del personal al mando del país.

Distinto fue el recambio producido pacíficamente en 1990, desde esa elite militar y civil a una elite pluralista que se hizo cargo de reconstruir la democracia, asegurando la transformación y modernización de la sociedad. Es esta elite, compuesta por diversas fracciones e ideologías, la que está llegando al final de su ciclo y se siente agitada por una pregunta fundamental: ¿de qué naturaleza será esta vez el recambio que ya se halla en curso?  

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Sin que nadie pueda responder a esa pregunta con exactitud, lo más probable es que —bajo las condiciones actuales— este recambio resulte excepcionalmente radical.

Primero, porque coincide con un desplome de los partidos del antiguo régimen, si así puede llamarse a aquel en que durante 30 años se turnaron coaliciones de gobierno y oposición.

Segundo, porque coincide con una renovación generacional que, gruesamente, puede representarse como el paso de una generación dirigencial a la siguiente. Una que giró en torno al doble quiebre de la UP primero y luego de la dictadura, condensándose en la recuperación de la democracia, para dar paso después a una generación que nació o se educó dentro de ella, cuya vivencia política más gravitante fue la crisis de octubre de 2019.

Tercero, porque coincide con la refundación constitucional del régimen político, derivada precisamente del conflicto de octubre de 2019 con el propósito de recrear un pacto socioeconómico post pandemia y proyectarlo como nuevo modelo de desarrollo para las próximas décadas de la primera mitad del siglo XXI.

Hay motivos suficientes, por tanto, para concluir que estamos a las puertas de un recambio radical de personal de la elite política y, más al fondo, de un recambio también de la estructura de posiciones que ocuparán las elites.

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Para la sociología —desde la óptica generacional y político cultural de lo que llamamos el antiguo régimen— el momento es privilegiado.

Por ejemplo, uno puede declarase atónito, junto con Tocqueville, que dedicó un famoso libro al ancien régime y la revolución, “de ver la curiosa ceguera con la cual las clases superiores del antiguo régimen contribuyeron a su propia caída”, como observa allí. O bien, uno podría rumiar junto a él, cuán extraño resulta —“a quienes hemos sido testigos de los escombros de tantas revoluciones”— que la noción misma de una revolución violenta no haya estado vivamente presente en nuestras  mentes.

En Chile está en juego, justamente, la cuestión de la forma que revestirá el recambio radical de la elite política.

Una forma posible es la revolución, fácil de imaginar porque la historia enseña sobre los escombros que deja tras de sí. Por ejemplo, a propósito de la revolución francesa, el historiador Albert Soboul reflexiona sobre aquella fase en que —más allá de la experiencia de la insurrección popular— “se iba concretando la noción de dictadura revolucionaria que Marat había presentido sin poder definirla exactamente: después de la toma del poder mediante la insurrección, decía él, sería pueril remi­tirse a una asamblea elegida según los principios de la democracia política, incluso aunque fuera por sufragio universal; la dictadura de una minoría revolucionaria es indispensable durante el tiempo preciso para la reestructuración de la sociedad y la puesta en marcha de las nuevas instituciones. A través de Buonarroti esta idea pasó a Blanqui, y ciertamente es el blanquismo al que hay que atribuir la doctrina y la práctica leninistas de la dictadura del proletariado”.

Este pasaje resulta interesante pues encierra en su núcleo exactamente lo que estamos discutiendo aquí: cómo es posible reestructurar una sociedad, destituir sus poderes establecidos, refundar su institucionalidad y crear una nueva elite política que se encargue de llevar adelante la transformación del Estado, la economía, la sociedad y la cultura.

La revolución rusa ofrece una respuesta que luego fue adoptada como paradigma clásico por las izquierdas comunistas, bajo el modelo sovietico y la instauración de una elite (partido + militares) como guardián que impone su mando coercitivo e ideológico sobre la nueva sociedad.

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No estamos  en Chile, claro está, en una fase similar a aquella. Pero desde el punto de vista sociológico, vale formularse la misma pregunta que Marat buscaba responder. Pues, ¿dónde y cómo se ha producido una sustitución relativamente completa y rápida de unas elites de tipo antiguo régimen por una nueva elite (revolucionaria o no) orientada por una racionalidad de fines y medios diametralmente opuesta a la de aquellas elites que son removidas del poder?

Un ejemplo no lejano es aquel del cambio de mando desde los partidos comunistas de la URSS y de los países satélites de Europa Central y del Este, tras el colapso del socialismo real. No hay lugar ni tiempo para describir aquí esos complejos procesos sustitutivos, aunque arrojarían luz sobre diversos aspectos que llevan a precaverse  de una visión romántica ya bien sobre la desaparición de las elites o sobre la pretendida superioridad ética de las nuevas elites que reemplazan a las del antiguo régimen.

Al contrario, una amplia y rica literatura existe sobre esos procesos de recambio de élites en el mundo post comunista proveniente de historiadores, sociólogos, cientistas políticos y, sobre todo,  cronistas y literatos, que arrojan una penetrante luz sobre la formación de las nuevas élites, cuya sola denominación en esa literatura resulta llamativa: Estado mafioso postcomunista largamente estudiado en Hungría, circulación de oligarquías, crony capitalism, de la nomenklatura soviética a la elite rusa o de la nomenklatura a la clientura, etc.

Quienes estudian el surgimiento de las nuevas elites luego de la caída del comunismo, hablan en general de transiciones pacíficas, con intrincados desplazamientos de poder, con conversión de capital político en capital económico, aparición de monopolios y oligarquías, prolongación de antiguos privilegios bajo nuevas formas; en breve, una continua regeneración de posiciones y personal de dirección de las sociedades, ahora disputada —en general— en condiciones de mayor competencia política.

En otras partes del mundo estos procesos de recambio de elites políticas resultan igualmente intrincados pero más  caóticos, como muestra por ejemplo el caso de Venezuela, donde —en torno a Chávez y su régimen de socialismo siglo XXI— se fue tejiendo una nueva elite con componentes políticos, militares, tecnocráticos, quizá también de narco burocracia, y una ‘boliburguesía’ (burguesía bolivariana), empresariado enriquecido a través de sus contactos con el Estado y el intercambio de favores políticos por dádivas económicas.

En el caso de Chile nos hallamos en pleno proceso de recambio de la elite política de los últimos treinta años y, si bien cada sociedad realiza dicho proceso en condiciones peculiares, y hoy las nuestras son sin duda muy especiales, igual podemos beneficiarnos de la experiencia comparada y de estar parados ante la montaña de escombros con que la historia nos previene. Durante los próximos meses procuraremos observar, como observador comprometido, la gestación, movimientos, alianzas, discursos y métodos de acción de esa nueva elite y su significado para la historia en curso de nuestra sociedad. Estamos, en efecto, ante un nuevo ciclo.

 

 

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