José Luis González Quirós: ¿Se puede ser razonable?
«La explicación oportunista de los incendios aludiendo al cambio climático sólo puede ser admitida por quienes no están dispuestos a discutir sus propios dogmas»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Abase de soportar la presencia continua de explicaciones incompatibles muchas personas deciden abrazar el escepticismo entendido no como el empeño en buscar lo verdadero sino como la convicción de que es imposible que exista algo que lo sea. Sin duda esta renuncia a cualquier forma de autocontrol sobre la credibilidad de cuanto oímos y se nos dice es consecuencia de dos fenómenos ya viejos pero muy fortalecidos en el mundo contemporáneo, el empeño en creer y la tumultuosa energía de la estupidez.
Desde el Eclesiastés hasta hoy se ha repetido la convicción de que la multitud de los tontos es infinita, pero también es muy vieja la idea zarzuelera de que «hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad», un resumen apretado de la idea de que el progreso continuo nos va librando de mitos, es decir, que la verdad siempre está a la última. La forma en que se tejen ambas tendencias da en un culto fanático de lo que muchos toman por pura ciencia, por verdades más allá de cualquier duda, de forma que todo lleva a la exaltación de diversas formas de dogma.
Pasa en política lo que ocurre en el mundo fanático de, por ejemplo, los aficionados al fútbol: ver cómo analizan cualquier penalti los del Barça o los madridistas es la mejor imagen posible de lo que se entiende de modo habitual por discusión política. Ese fanatismo político se condensa en creencias que se confunden con la evidencia y que lo explican todo más allá de cualquier duda.
Dante Augusto Palma ha escrito que «las instituciones no tienen ninguna legitimidad en el mundo veloz. Lo que queremos son memes y ser parte del tema del día. La democracia debería temerle menos al fascismo que a la velocidad». Esta subordinación constante a lo último anula por completo la capacidad crítica, prohíbe la reflexión e inhabilita para buscar cualquier verdad que está un poco más allá de las estrepitosas apariencias y en consecuencia, nos hace presas fáciles de cualquier equívoco o mentira.
Decía Winston Churchill que la verdad es incapaz de abrocharse los pantalones mientras que la mentira le da la vuelta al mundo, y eso se debe a que toda mentira procura ser atractiva mientras que, en comparación, cualquier verdad resulta trabajosa. Para acentuar este efecto existen las falsas explicaciones, las generalidades engañosas que todo lo abarcan, convicciones como que «todos los políticos son iguales», «la degeneración moral es imparable» o que «cualquiera que me lleve la contraria es un negacionista».
«El tremendismo ecologista se ha erigido en una síntesis entre el dogmatismo progresista, el anticapitalismo y una supuesta ciencia»
Vivimos en tiempos muy difíciles para quienes se tomen medianamente en serio el prudente consejo de Guillermo de Ockham que recomendaba no multiplicar las causas sin necesidad, porque cabe suponer que entre las varias explicaciones que se aduzcan sobre cualquier asunto, las más simples sean más razonables que las más pretenciosas o supuestamente profundas. En relación con esto, hay que recordar la escasa lógica que asiste a quienes pretenden explicar lo particular por lo general, sin pararse a pensar que la legitimidad de cualquier presunción general descansa en su capacidad de estar conforme con los casos que pretenda subsumir.
Cuando algunos de nuestros más ideologizados políticos atribuyen, por ejemplo, la reciente oleada de incendios a una supuesta emergencia climática, lo que les permite pasar por alto que los medios destinados a apagar prontamente los fuegos han sido diezmados, olvidan la obviedad de qué regiones como Andalucía o países como Marruecos que, al estar sometidos al fenómeno universal del clima, debieran sufrir idénticos incendios… pero no ha pasado tal cosa.
Este tremendismo ecologista sirve lo mismo para un roto que para un descosido porque ha conseguido erigirse en emblema de una improbable síntesis entre el dogmatismo progresista, el anticapitalismo y una supuesta ciencia capaz de justificar esa nueva religión política. Como es obvio, frente a explicaciones que se suponen tan desinteresadas, rotundas y certeras sólo cabe la mala voluntad, el fascismo en último término.
Cualquier generalización indebida, como la explicación oportunista de nuestros incendios aludiendo a una causa tan honda y universal como resulta ser la atribución del cambio climático a la supuesta acción devastadora de una humanidad descarriada, sólo puede ser admitida como razonable por personas que no están dispuestas a discutir ni a poner en duda sus propios dogmas, por aquellos a los que cualquier cosa que suceda, que España arda o que nada se queme, sólo servirá para fortalecer sus creencias previas.
«Resulta ingenuo pedir que los políticos renuncien a repetir sus mantras, pues creen que gracias a ellos reciben los votos»
Puede resultar candorosamente ingenuo pedir que los políticos renuncien a repetir sus mantras, pues creen que gracias a ellos reciben los votos, aunque no tengan el menor fundamento lógico, aunque sean profundamente ciegos a cualquier hecho que pueda desmentirlos, pero resulta desconsolador pensar que los ciudadanos que se sientan libres de opinar y de escoger no se atrevan a pensar más allá de los esquemas ideológicos que quieran imponernos.
En la era de las redes sociales y de los influencers se gasta mucho tiempo atendiendo a infinitos reclamos, pero apenas se dedica tiempo y energías a reflexionar con la ayuda de los instrumentos clásicos, la lectura reposada, el estudio o la consulta de fuentes que permitan y faciliten el contraste con lo que más se repite.
No es verdad que se lea poco, aunque cada vez se use más información de fuentes de audio y visuales que escritas, pero sí es cierto que, pese a que el mundo en el que vivimos y vivirán los más jóvenes, resulta cada vez más complejo y difícil de entender, las energías dedicadas a pensar, a la lectura silenciosa y reflexiva, tienden a desaparecer en beneficio de los mensajes supersimplificados y, como se dice de los alimentos industriales, superprocesados. Son muy poderosas las fuerzas que repiten supercherías y buscan la aquiescencia fácil e inmediata porque quieren simplificar nuestra visión de las cosas y obtener de nuestra sumisión intelectual ventajas, económicas y políticas.
Ahora, por ejemplo, se multiplican los mensajes nada desinteresados, sobre los milagrosos efectos que ha de tener, y ya está teniendo, la IA, pero son pocos los que recuerdan que cosas igual de extraordinarias se nos prometieron cuando estaba en curso la descodificación del genoma humano, un proceso culminado con éxito hace ya unas décadas y del que se decía que acabaría por permitir la cura de cualquier enfermedad. Sencillamente no ha sido así, y eso debiera enseñarnos a desconfiar de las presuntuosas promesas políticas, científicas o tecnológicas, a ser un poco más razonables.