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José Rodríguez Iturbe: El exilio hecho versos

 

Un día, hablando con uno de mis alumnos, con toda sencillez me dijo: “Supongo que usted nunca imaginó que vendría a morir en Colombia”.

Tal frase me hizo considerar que, en efecto, esa circunstancia ni había estado ni estaba en mis cálculos personales.

Pero, como el fin de la vida terrena no depende de uno sino de Dios, reconociendo que podía darse mi deceso en el exilio, no pude menos que evocar –raíz hispánica– algunos sentimientos del forzado desarraigo español posterior a la Guerra Civil (1936-1939).

Me acordé de aquel “¡Aquí no ha muerto nadie!” de León Felipe ante los restos de Andrés Eloy Blanco, velados en el Panteón Español de Ciudad de México.

Recordé el “Canto a los hijos”: “Venezuela, / la del signo del éxodo, la madre de Bolívar/, y de Sucre y de Bello y de Urdaneta / y de Gual y de Vargas y del millón de grandes; / más poblada en la gloria que en la tierra; / la que algo tiene y nadie sabe dónde; / si en la leche, en la sangre o la placenta / que el hijo vil se le eterniza adentro / y el hijo grande se le muere afuera”.

Andrés Eloy recordó en sus versos que a la patria lejana (“más difícil que un pozo en el desierto / más bella que un amor en primavera”), a Venezuela, “inalcanzable y pura / sabemos ir por el ¡Bendita seas!”.

Y, con esperanza, suelo repetir su poema al Caribe:

“Como para decirlo de rodillas/ ¡Qué bien está que en nuestro mar me quieras! / ¡Qué bien supo nacer en tus riberas! / ¡Qué bien sabrá morir en tus orillas!/

¡Qué llano azul para sembrarle quillas!/ ¡Qué historia de vigilias costaneras!/ ¡Qué mar de ayer para inventar banderas coloradas, azules y amarillas.»

 

 

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