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Juan Belmonte, el matador que devoraba los libros: «¿Es que los toreros en vez de leer deben rebuznar?»

Al genial diestro le acusaron de falta de afición, «total, porque me gusta leer». «Me gustaría que Maupassant hubiera nacido en España», confesó

En 1917, las figuras de Juan Belmonte y su inseparable Joselito El Gallo marcaban el devenir del toreo, pues todo pasaba por los dos diestros, que dejaron escrita para la historia la denominada Edad de Oro. Al finalizar aquella temporada, con los éxitos resonando todavía entre los aficionados, un popular escritor, José López Pinillos «Parmeno», publicó «Lo que confiesan los toreros», un libro en el que se recogen las conversaciones que mantuvo con los dos colosos y con otros diestros de la talla de Vicente Pastor o Larita.

Al trianero se lo encuentra el autor de «Las águilas», «Ojo por ojo» y «La sangre de Cristo», en su despacho, «muy tostado y muy fuerte, más fuerte que nunca» y dispuesto a todo.

-Ea, pregunte usté, que yo contestaré buenamente lo que sea preciso…

Y sin rodeos le plantea las críticas que algunos aficionados hacían entonces sobre una presunta falta de afición del ídolo.

-Y todo, porque me gusta leer, ¿es que los toreros en vez de leer deben rebuznar?

El Pasmo de Triana, que confiesa que solo leía en invierno o mientras se curaba de alguna cornada, acababa de leer tres tomos de Maupassant, que resumía:

-Con «Antón», el gordo que hase de gallina clueca, me reí enormemente, y «El vagabundo» me impresionó. Me gustaría que Maupassant hubiera nasido en España. Ese sí que fue un fenómeno. De Alarcón he leído «La pródiga». De Ayala, «La pata de la raposá». Es lo que más me ha convensido de él.

-¿Y qué libro prefiere usted de los de Valle-Inclán?

-De don Ramón, «Romanse de lobos» (Romance de lobos). Es hermosísimo. «La asusena roja» (La azucena roja) es lo que más me ha llegado, de Anatole Franco. Algunas cosas de «El jardín de Epicuro» se me atravesaron. Ya comprenderá usted que mi educasión, que no fué la de un duque, no me permite recrearme con siertas obras. En cambio, con las que no tienen filosofías.. Con «Las águilas»…

-Adelante, adelante… ¿Conoce usted algo de Palacio Valdés?, insistía López Pinillos.

—¡Digo! «La hermana San Sulpisio» (La hermana San Sulpicio), que es un monumento. Albora la he devorao, por cuarta ves, después de tragarme «Pipa», de Clarín, que me conmovió; «Fortunata y Jacinta», de don Benito, que es colosal, y «La noche del sábado», de Benavente. Y basta ya, porque la gente va a desir que soy un cursi. Todavía creen muchos que los toreros deben andar a cuatro patas pa ser buenos toreros, ¿verdá?

-Verdad es. Y eso que leer quita menos facultades que emborracharse.

El entrevistador cambia de tercio y le pide que hable de su toreo.

-Si no sé… ¡Palabra! Yo no sé las reglas, ni tengo reglas, ni creo en las reglas. Yo «siento» el toreo, y, sin fijarme en reglas, lo ejecuto a mi modo. Eso de los terrenos, el del bicho y el del hombre, me parese una papa. Si el matador domina al toro, to el terreno es del matador, Y si el toro domina al matador, to el terreno es del toro. Esa es la fija. Y lo de templar, mandar, parar y recoger depende de los nervios del tocaor y de la madera de la guitarra. ¿Me comprende?

 

 

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