Juan José Monsant Aristimuño – No todos son bananeros
Primo Levi fue un judío sefardita de origen italiano, graduado de químico en la Universidad de Turín, escritor y poeta, que fue capturado en 1943 por la Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional (las camisas negras de Mussolini) y entregado a los nazis establecidos en Italia, de donde fue conducido al campo de concentración de Auschwitz. Liberado al fin de la Segundo Guerra Mundial, regresó a su ciudad natal y trabajó como químico en un laboratorio, escribió poesías, y varios libros testimoniales, uno de ellos lo tituló “Si esto es un hombre”. A Levi le atormentó el hecho que los nazis que torturaban asesinaban, violaban, confiscaban, ordenaban, no eran personas de baja calaña sin educación, la mayoría de ellos fueron hombres y mujeres instruidas, cultivadas, religiosas, profesores, médicos, enfermeras, abogados, oficiales, intelectuales, políticos. Esa constatación le atormentó el resto de su existencia, hasta que decidió suicidarse en 1987.
En 1999, Mario Vargas Llosa escribió un articulo premonitorio titulado “El Suicidio de un pueblo”, a raíz del ascenso de hugo chávez frías al poder, articulo que por el título, no necesita explicación. Ese mismo año, Gabriel Garcia Márquez, igualmente Premio Nobel de literatura, escribió una crónica sobre su encuentro con chávez, en un viaje de regreso de Cuba a Venezuela, la cual culminó de la siguiente manera: “si este militar llega a ser un benefactor para su pueblo o termina como uno de los tantos dictadores corruptos y opresores en la historia de América latina, solo la historia lo dirá”.
El asalto del pasado miércoles seis de enero por parte de colectivos supremacistas blancos, por orden del presidente Donald Trump, al Capitolio Nacional, fue algo inédito en la historia de la nación norteamericana. Las huestes blancas con banderas confederadas, con banderas con el rostro de su líder, irrumpieron con violencia en las instalaciones del Congreso, destruyeron bienes, violentaron oficinas, pusieron los pies en escritorios de congresistas, fotografiaron documentos, dispararon armas, lograron que sus legisladores tuvieren que ser escoltados hasta los sótanos de seguridad, semejaron imágenes más propias de eso que denominan “repúblicas bananeras”, en la América hispana, y que desde ese día, pasaron a formar parte de la historia de Norteamérica.
Trump fraguó un golpe de Estado y lo consiguió, solo que fue derrotado. Golpe que nos hace recordar el “Putsch de la Cervecería,” fraguado por Hitler y sus nazis en 1923, en la ciudad de Múnich, que también fue derrotado, pero fue un Putsch, como el que se produjo en Washington.
Esta toma del Capitolio que debería ser bautizado como el “día de la infamia”, fue más grave que el ataque a Pearl Harbor en 1941, y que el atentado contra las Torres Gemelas en Nueva York y el Pentágono en Washington en el 2011. Aquellos fueron potencias extranjeras contra un estado soberano. Fue una felonía cobarde y a traición. Pero este Golpe contra el Poder Legislativo, con la carga histórica que tiene, siendo un Estado Federal, realizado por ciudadanos estadounidenses, contra su Capitolio Federal, que representa la nación entera, su cohesión histórica, política y jurídica, no solo fue una felonía sino una estupidez propia de una mente enferma por un ego desbordado, que ha puesto al borde de una guerra civil a la democracia más antigua y eficiente del mundo, y que obliga a consecuencias penales para sus autores materiales y su autor intelectual.
En un mundo plagado de terroristas de cualquier cuño, de dispersión moral, colocado en jaque los valores de la cultura occidental, más que un crimen fue una irresponsabilidad ante la comunidad internacional democrática, sus aliados y sus pueblos, que ha venido fortaleciendo aquellos modelos sustentados en despotismos unipersonales, despreciativos de los derechos humanos y los valores democráticos.
En lo pequeño, particularmente no he podido asimilar esta “disonancia cognoscitiva” o contradicción entre los valores que se proclaman y el testimonio que los contradice, como bien nos lo recuerda el politólogo venezolano Laureano Márquez, citando a su par, el estadounidense León Festinger, que observamos en muchas personas instruidas, que se oponen a la autocracia, la dictadura en sus países, pero la apoyan con vehemencia inusitada en los Estados Unidos.