Juan Manuel de Prada: La vida misma
En un pasaje de su libro Aquello que dábamos por bueno (Espasa), Nacho Cardero narra la ‘visita de cortesía’ de un archipámpano áulico –hoy caído en desgracia, o siquiera en las tertulias televisivas, que acaso sean la más terrible desgracia– a la redacción de El Confidencial. El archipámpano apenas se detiene en el despacho del dueño del diario, ni atiende las explicaciones de su director –el propio Cardero–, ni se interesa por las investigaciones que los periodistas están realizando. Lo que atrae su atención es una pantalla que recolecta y analiza instantáneamente todos los datos habidos y por haber sobre el tráfico de visitas que recibe El Confidencial: las noticias que se están leyendo con mayor interés, el perfil de los lectores y su ubicación geográfica, el modo en que han llegado hasta ellas, el artilugio que emplean para su lectura… y también el tiempo que dedican a hacerlo, y hasta el punto exacto en que se desentienden de su lectura. Y el archipámpano áulico, que hasta entonces se ha mostrado más bien displicente, se queda absorto ante la pantalla y solicita a Cardero: Explicádmelo. Quiero saberlo todo.
Al no poder fabricar máquinas que igualen al ser humano, buscan limitar la existencia humana a lo que una máquina puede controlar
La máquina le resulta al archipámpano mucho más fascinante que todas las personas que están haciendo el periódico. Es una metáfora sobrecogedora del tiempo que nos ha tocado vivir, en el que la fascinación tecnológica está colonizando y agostando nuestras vidas. Porque la llamada ‘inteligencia artificial’ no pretende expandir nuestras capacidades, sino, por el contrario, controlarlas, uniformizarlas, jibarizarlas, hasta convertirlas en un manojo de datos que se pueden consultar instantáneamente en una pantalla. Como no han podido fabricar máquinas capaces de igualar al ser humano, se han propuesto limitar la existencia humana a lo que una máquina puede controlar. Y esta jibarización de la vida halla un campo de pruebas privilegiado en el periodismo, que corre el riesgo de convertirse en una suerte de despacho de noticias al servicio del algoritmo de Google o de los gurúes que construyen el ‘relato’. Un riesgo que se torna más abrumador a medida que el mundo se convierte en un lugar cada vez más frágil.
En Aquello que dábamos por bueno, Cardero se rebela contra esta muerte anunciada del periodismo con un libro que tiene algo de confesión a calzón quitado y vindicación de un oficio por el que merece la pena entregar el alma (que es exactamente lo contrario de venderla). Todo el libro está sobrevolado por la sombra del apocalipsis (muchas de las historias que nos cuenta transcurren durante los años de la plaga coronavírica); y todo él transpira un amor desgarrado por quienes se dejan la piel por contar esa historia «que te golpea la nuez de Adán como si la hubiesen lanzado en catapulta, que te quitan la respiración y ya no puedes recuperarla hasta que aparece el punto y final». A este tipo de historias periodísticas, vigorosas en la denuncia, rigurosas en la pesquisa, limpias de dobleces y componendas, apasionadas en su búsqueda de la verdad, las llama Cardero «la voz humana que grita»; y mucho de ello tiene su libro, donde las reflexiones sobre el oficio periodístico se entreveran con historias íntimas, en las que el autor se desnuda ferozmente para contarnos su dolor y su alegría.
Seguramente las mejores páginas de Aquello que dábamos por bueno sean aquellas en las que Cardero nos muestra sin tapujos sus entrañas y se expresa con ese amor primitivo que nace de la adversidad. Son, por ejemplo, las páginas que dedica al nacimiento de su hija Catalina, después de un parto difícil, mientras la nieve borra el mundo y deja a Cardero atrapado durante varios días en el hospital, con la ropa resudada y maloliente. O las páginas todavía más estremecedoras de la muerte del padre, de quien no puede despedirse porque los ‘protocolos sanitarios’ lo impiden. Cardero intenta contenerse, pero la vida es demasiado comprometedora y encarnizada y acaba desbordando nuestra contención: en la elegía del padre muerto, en la evocación de sus orígenes familiares (que Cardero narra con una mezcla aturdida de pudor y orgullo), en el júbilo que lo anega cuando aprieta el cuerpecillo palpitante de su hija recién nacida está esa voz humana que grita y nos emociona.
La escritura de Cardero se vuelve en estas páginas catártica; y la paternidad recién estrenada, como la orfandad recién asumida, sirven para explicar el mundo que se desmorona y renace de sus cenizas. Porque siempre que contamos nuestra vida, si lo hacemos con la verdad de una voz que grita, estamos desvelando el misterio humano. Al final hemos logrado saberlo todo, sin necesidad de recurrir a la máquina que tanto fascinaba al archipámpano áulico.