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Juan Nuño: Cine y Literatura (ensayo)

 

Publicado en volumen por vez primera en «La veneración de las astucias» (Monte Ávila, Caracas, 1989).

 

En el otoño de 1959, Jean Paul Sartre y John Huston pasaron una semana juntos en una morada irlandesa, propiedad del célebre director de cine: allí trataron de ponerse de acuerdo sobre el guión de Freud que el americano quería llevar al cine, y que, por encargo suyo, Sartre había redactado en agobiantes trescientas páginas. Si al encuentro se le concede valor emblemático difíciles son las relaciones entre el cine y la literatura. Pocas veces dos personas se cruzaron sin entenderse del modo que lo hicieron aquellos dos gigantes además de las dificultades materiales de comunicación (Sartre nunca supo inglés y el francés social de Huston quedó desbordado ante el chorro indetenible del parisino), se juntaron los inconvenientes espirituales; eran habitantes de planetas distintos: la máquina de pensar y el mago creador de imágenes. Al final, Huston desechó el guión de Sartre sobre Freud, y Sartre se fue convencido de la ignorancia supina del norteamericano.

No hay que desesperar: no todo cine se limita a hacer biografías de hombres ilustres ni Sartre representa a toda la literatura contemporánea. Justo acerca de las relaciones entre el cine y la literatura versa un libro de Gimferrer, tan rico en sugerencias como apasionante de lectura: Pere Gimferrer, Cine y Literatura (Planeta, Barcelona, 1985).

La gran tesis de Gimferrer es muy simple: Griffith corta al cine en dos y es precisamente el cine post-griffithiano el que refleja la influencia de la literatura. No una influencia ocasional; no se trata de que se adapten mejor o peor ciertas obras al cine, sino que la gran innovación introducida por Griffith consistió en lograr que la narración cinematográfica fuera una auténtica narración literaria. El cine despega y sale del estrecho marco de la teatralidad en que lo habían situado Melies y los primeros creadores y todo ello gracias a que Griffith se inspira en Dickens y crea para el cine un estilo copiado del literario. Donde puede apreciarse la escasa o nula novedad estilística del cine: su analogía con el campo de la literatura es doblemente tributaria, del teatro y de la novela. Y así como Balzac es la exploración de un camino abierto por Cervantes, mientras que Flaubert, Dostoievski, James y Proust son derivaciones de las posibilidades contenidas en Balzac, por su parte, Eisenstein, Resnais, Welles, el neorrealismo y la nouvelle vague «ensanchan» -dirá Gimferrer- «la vía abierta de Griffith». De tal modo que no se vacila en declarar al autor de Intolerancia «fundador del lenguaje cinematográfico». Un lenguaje tomado en préstamo de la literatura porque en definitiva el cine cuenta historias y el modelo para contarlas no es el teatro sino la novela del XIX. Por lo mismo, bien puede hablarse de un «relato en imágenes» que no es otra cosa sino una «transposición de las novelas».

El atractivo de la tesis central de Gimferrer es que hace comprensible el proyecto lingüístico cinematográfico a partir del modelo literario: el cine vendría a ser la aplicación visual, en un campo espacio-temporal técnicamente definido, de los temas novelísticos, narrados a la manera de los grandes escritores realistas. Al vincular Griffith la narración cinematográfica al paradigma novelístico, incluyó al cine en un género literario de amplio aliento: una vez, por las unidades lingüisticas que son las palabras, y otra, por las imágenes, propias del cine, sin renunciar del todo a aquéllas.

Que Griffith sea el corte que marca nítidas diferencias estilísticas es lo que no se ve tan claro. Primero, porque, como el propio Gimferrer acepta, el modo de contar de Griffith (que es el modo de contar de Dickens) no es el único. Hay el modo de contar de Buñuel (Le chien andalou, L’age d’or), que se basa en el simple poder asociativo de las imágenes y que, en realidad, no es propiamente un modo de contar, puesto que el proyecto surrealista no se proponía contar nada, sino si acaso organizar el caos respetándolo. Hay otros modos de narrativa, no menos literarios que el griffithiano, aunque sobre otras referencias: el noveau roman, que se vincula a El año pasado en Marienbad, y a Hiroshima mon amour, y el modelo de la ambigüedad, que en la novela contiene a Henry James o a Faulkner y, en el cine, a El amigo americano y El reportero (Profession: Réporter). Pero en contra de la censura Griffith, se yerguen además otros obstáculos.

Ante todo, el hecho de que no parece ser tan exclusivo de Griffith el divorcio con el enfoque teatral a lo Meliés. La desteatralización del cine, tan exaltada por Gimferrer en Griffith, consiste en convertir la unidad de la filmación de escena (técnica teatral por excelencia) en plano, esto es, la parte de la película impresa sin interrupciones entre la puesta en marcha y la detención de la cámara, sea cual fuere el contenido de esa impresión; con todas las variantes conocidas: plano largo, general, medio, americano, close-up, insert, etc. Pues bien, sucede que el tratamiento filmográfico por plano es anterior a Griffith. En The Great Train Robbery (1903), Edwin Porter mostraba en la primera escena (teatral) a dos bandidos enmascarados en el despacho del jefe de estación dictando un telegrama falso para apoderarse así del tren. Por la ventana abierta de ese despacho, se veía llegar el tren, detenerse, bajar de él al maquinista y acercarse para recibir el falso telegrama. Esta toma rompe así la teatralidad de la escena y crea un auténtico plano cinematográfico: hay continuidad de acción en una sola toma por más que sea fijo el plano en que aquélla se desarrolla. Otro ejemplo: L’ assassinat du Duc de Guise (1908), de André Calmette, que, según Henri Langlois, le enseñó muchas cosas a Griffith. Aunque situado enteramente en un decorado plenamente teatral (castillo, varias habitaciones comunicadas), la cámara sin embargo no quedaba fija, sino que se trasladaba con cada desplazamiento de la acción; se convertía así en el centro de la narración, rompiendo la rigidez del escenario teatral.

La disputa por quién fue el primero en salirse de los límites teatrales no parece muy fecunda. Puede decirse que, en efecto, Griffith dio el empujón definitivo a la consagración de la narración cinematográfica como técnica literaria. Pero los problemas que semejante visión escisionista (antes y después de Griffith) no son despreciables. Si es cierto que Griffith creó un camino literario, no lo es menos que se trata exclusivamente del sendero realista. Entonces, una de dos: o no se llegó muy lejos, o Buñuel es el nuevo Griffith, a sólo doce años de éste. El peligro de igualar por el recurso a géneros supremos es que se pierden matices diferenciadores importantes. Resnais no es simplemente un epifenómeno cinematográfico del noveau roman. Resnais es uno de los primeros (quizá el más profundo) en tratar el problema del tiempo en el cine. Desde la memoria fragmentaria y obsesiva de Guernica, Nuit et Brouillard y ciertamente Hiroshima, mon amour, hasta la incoherencia del presente (L’Année dernière à Marienbad, Muriel) y la previsión del futuro (La guerre est finie). Más bien fueron los teóricos del Noveau Roman, en particular Robbe-Grillet (guionista de L’Année dernière à Marienbad), quienes se beneficiaron de la influencia de Resnais. En ese caso, el cine orientó a la literatura. Además, las películas que luego, en tanto director, creara Robbe-Grillet (L’inmortelle, Trans-Europe Express, L’Homme qui ment)) rompen los moldes de lo literario, pues operan tanto en el plano visual (imágenes) como en el auditivo (sonidos), ampliando de esa manera la posibilidad de expresión con la consiguiente alteración de la línea narrativa tradicional.

Por otra parte, no parece estar muy clara la distinción teatro/cine en punto a unidades de expresión, introducida por Gimferrer. Unas veces se entiende que lo propio del teatro es la escena y lo característico del cine el plano; otras, sin embargo, como quiera que, en el fondo, una escena no es sino un largo plano fijo, se prefiere establecer la distinción entre plano y plano-secuencia, en tanto respectivas unidades narrativas. Así, lo que Gimferrer llama el «camino Melies», privilegia al plano, con lo que encadenó el cine al teatro, mientras que el «camino Griffith» desarrolla el plano-secuencia para hacer al cine dependiente de la novela. es curioso observar que, visto así, Melies es el predecesor (no sólo temporal, sino temático) de Griffith, pero su condición de tal sólo es comprensible después de que Griffith creara la diferencia; se confirma una vez más aquella tesis de Borges de que los grandes creadores crean también a sus predecesores. Forma elegante de decir que dan sentido y continuidad a los atisbos de aquéllos.

Presentaríase entonces el cine como encrucijada de caminos: o narración o no narración. Ni siquiera en los grandes momentos del surrealismo puede hablarse de una total ausencia narrativa. De una y otra forma, sobre uno u otro modelo, el cine ha sido, desde sus inicios con aquellos obreros de la fábrica de Lyon hasta estos Rambos que nos aquejan con sus estúpidas hazañas, un arte eminentemente narrativo. Lo que explora en detalle Gimferrer son las variantes de esa formulación en la triple vertiente de las relaciones que se establecen entre novela y cine, entre teatro y cine y, más específicamente, entre guión y rodaje de la película. Con mucho, la parte más extensa y más rica em profundidad de análisis es la primera: relaciones entre la novela y el cine.

De siempre, el gran problema de un cine literario ha sido la feliz o menos feliz adaptación del texto a la pantalla: Gimferrer aprovecha el viejo problema para plantearlo así: siendo como son distintos los materiales en el cine (imágenes) y en la literatura (palabras), ¿puede en realidad hablarse de «adaptación»? Sostiene Gimferrer que, de hecho, dada la distancia insalvable entre ambos órdenes de elementos, más que de «adaptación», habría que hablar de «creación nueva y autónoma». De ser así, la desconexión novela-cine sería casi completa: mundos paralelos. La novela no sería trasvasable quad novela al cine, sino que, todo lo más, serviría de inspiración temática y aun estilística para la formación de un nuevo producto, mejor o peor logrado, que vendría a ser la película. No tendría entonces mayor sentido reclamar por la felicidad o fracaso de la adaptación: la novela renace trasmutada en el cine o termina de morir en él.

Sin despojar de mérito alguno al agudo planteamiento crítico de Gimferrer en este punto, bien pudiera intentarse su enfoque desde otro ángulo. Es cierto que hay una diferencia básica entre palabras e imágenes, pero no lo es menos que al filmar Guerra y Paz, por ejemplo, subsiste un fondo común de referencias entre la novela y la película. Son expresiones diferentes que vienen a coincidir en cuanto al significado; luego, aquellas diferencias entre texto e imágenes, equivaldrían a los distintos sentidos que puede presentar una misma referencia o denotación: «Pere Gimferrer» y «el académico más joven de la Real Academia Española» poseen la suficiente distancia textual como para poder hablar de diferencia de sentidos, por más que ambos señalen a la misma realidad, el individuo subyacente a esas dos expresiones, a la vez autor de Arde el mar y académico de la lengua.  La unidad viene proporcionada por el común significado que, en el caso de las adaptaciones literarias al cine, procede del tema y aun del estilo que sirven para legitimar en definitiva el recurso de la adaptación. El propio planteamiento de Gimferrer parece ir por esta misma senda, ya que llega a preguntarse «¿qué se adapta, en el cine, cuando es llevada a cabo una adaptación de Dickens [,,,[?», donde al punto se nota que está preguntando sustantivamente por el «qué» de la adaptación. Y aún insiste: «una adaptación debe consistir en que, por los medios que le son propios -la imagen-, el cine llegue a producir en el espectador un efecto análogo al que mediante la materia verbal -la palabra- produce la novela en el lector», aceptando así que, en definitiva, ése es el «verdadero problema de la adaptación de una novela al cine». Donde es posible ver que, a la fuerza del significado común a ambos géneros, se agrega la dimensión pragmática, que exige similares efectos en los usuarios de los respectivos lenguajes. Porque parece evidente que para que surtan los mismos efectos, deben manejar la misma causa, que no es otra sino aquello que de la novela pasa al cine en el acto creativo de la adaptación.

Sea o no sea la adaptación un recurso autónomo o apenas un pretexto para la re-creación de un tema en el espacio fílmico, siempre cabrán dos actitudes encontradas a la hora de decidir cómo proceder. o la dominante y en cierto modo resignada que parte de la comprobación de que todo está ya inventado (nihil novum) y de que, por tanto, solo cabe atenerse a «la consolidación de un clasicismo fílmico». O la revolucionaria y minoritaria, según la cual, todo está por inventar (sabido es que Eisenstein pretendió adaptar nada menos que El Capital). Reaparece de nuevo la dicotomía griffithiana: o se acepta el status adaptativo o se aspira a la innovación. No deja de ser pesimista en este punto la posición de Gimferrer: «en la mayoría de los casos, el lenguaje narrativo empleado en el cine no rebasará el área de las posibilidades latentes en Griffith […].» Retomando el planteamiento antes introducido entre multiplicidad de sentidos y unidad de significado, aceptar el esquema griffithiano como permanente equivale a negar la posibilidad de nuevos lenguajes por más que siempre está abierto el amplio campo de los resultados fílmicos. Lo mismo, pero diferente. Algo así como el triunfo de las tesis lampedusianas en el terreno de las adaptaciones fílmicas de lo literario.
Una de las certeras y perspicaces observaciones de Gimferrer acerca de la diferencia básica entre cine y literatura es la que apunta al hecho de que el lenguaje literario es sucesivo (no abarca ni puede abarcar de una vez todos los aspectos cubiertos en un relato), mientras que el lenguaje fílmico es simultáneo (muestra de una sola vez de todos los aspectos). Sin embargo, tanto como uno como otro forman parte del proceso de percepción y, en tanto tal, sometido al recurso que Sartre caracterizara como de «irrealización», que no es otro sino el que permite destacar lo percibido sobre un fondo difuso general (‘irrealizado»). Una vez, con la palabra y otra, con el foco limitado al primer plano que constituye en borroso el resto del campo. Por lo mismo, sostendrá Gimferrer, puede el cine asimilarse a la condición de sucesión que caracteriza al lenguaje escrito, según le convenga (mostrar una sola cosa a la vez). La inversa, no obstante, no es cierta: por muchos esfuerzos y ensayos estilísticos que quiera introducir, está condenado el lenguaje escrito a no lograr la condición de simultaneidad expresiva propia del lenguaje cinematográfico.

El pesimismo de Gimferrer en el terreno de las adaptaciones no se limita a las formas ni se queda en el área de las diferencias lingüísticas, sino que avanza hacia la profecía: «la narrativa contemporánea (se entiende desde Joyce y Proust) irá avanzando hacia la inadaptabilidad fílmica». Y aun de modo más definitivo: «Cien años de soledad (…) no pude trasvasarse íntegra al cine […] Terra Nostra, Reivindicación del conde Don Julián o Rayuela sólo existen como textos […]». Replicarle con obras como las de Resnais es concederle otra vez la razón a Gimferrer: Resnais no adapta, sino que crea un lenguaje más complejo para el cine. Lo que podría disputarse, pero apenas en el terreno de las hipótesis más evanescentes, es si con la introducción de nuevos recursos (Syberberg, Resnais, Fassbinder) se dispondría de medios idóneos para intentar las adaptaciones imposibles.

En el caso del teatro, «[…] dos órdenes distintos del problema. Por un lado, las adaptaciones fílmicas de las obras teatrales. Por otro, la incidencia del lenguaje teatral en el fílmico». Por supuesto, el primero es un caso particular de adaptación de la literatura al cine, mientras que el segundo afecta directamente al cine; su fórmula más corriente: teatro dentro del cine. En todo caso, no deja de tener cierto aire paradójico la rotunda afirmación de Gimferrer, según la cual «la principal aportación del cine sonoro ha sido el redescubrimiento del teatro». En efecto: en forma de filmación de obras de teatro, divulgadas por el cine, o en la de obras nuevas que combinan imagen y diálogo, el cine ha contribuido a la revitalización teatral como una manera irónica de rendir tributo a la matriz de que procediera de algún modo.

Los ejemplos que Gimferrer aporta en apoyo de su aserto son numerosos: La réligieuse, La marquise d’O…Les parents terribles, pero no deja de ser curioso que no cite el paradigma de éxito teatral en el cine ni el del fracaso. Difícilmente podrá superarse la habilidad de Lubitsch para incorporar el teatro al cine, como en aquella redonda comedia que fue To be or not to be, en la cual el teatro vivía del cine y en el cine, y éste se alimentaba de la representación teatral. En cambio, no deja de ser trágico que, por muy excelentes que hayan sido los aportes de Harold Pinter al cine, en forma de guiones (The servant, Accident, The Go-Between), nunca haya logrado el nivel de calidad que sus aportes teatrales poseen.

En el capítulo de las adaptaciones del teatro clásico al cine (caso muy concreto el de Shakespeare), Gimferrer no deja de desconcertar al descartar a Kurosawa con la película Kumonoso-ju (El trono de sangre, adaptación de Macbeth), mientras prefiere las versiones de Welles y de Olivier, con el argumento de que, al trasponer Kurosawa a Shakespeare, «crea una sensación de libertad extrema […], si bien el resultado es fiel al espíritu de la tragedia inglesa». Entran ganas de preguntar: ¿Qué sucedió con aquel principio pragmatista que exigía que la buena adaptación fuera capaz de producir un efecto análogo al que produjo el modelo a adaptar? Buena prueba de ello es el ejemplo que da Gimferrer de Cumbres borrascosas, en el que prefiere con mucho la versión libre y contemporánea de Buñuel, con todos sus defectos, a la literal y fiel de Wyler. Pues no otra cosa es lo que hace Kurosawa con Macbeth (en el caso de The throne of blood), o con El rey Lear (en Ran, más reciente aún, 1985).

En la parte final del estimulante libro de Gimferrer, se procede a examinar las relaciones entre el guión y la película, no de una manera vaga y genérica, sino a partir de un ejemplo estudiado con todo detalle: el del film de Douglas Sirk, Imitation of Life. La tesis de Gimferrer es que «la realidad de cualquier obra fílmica […] no es reductible al guión ni necesariamente inferible de éste», que vuelve a ser una explicación de la tesis más amplia , antes calificada aquí de «pesimista», que hace de la literatura y el cine géneros separados y, en ocasiones, inmiscibles. Es una forma económica de decir que el producto supera a los elementos originales. Sólo paradójica en primera instancia, pero perfectamente admisible, si se piensa que, en efecto, el cine siempre se ha levantado sobre semejantes contradicciones. Ya en época de Griffith se registró la típica paradoja creada por el cine realista, en el cual la larga toma de una acción que realmente estaba sucediendo proporcionaba una impresión mucho más débil que la suministrada por una serie de tomas cortas hechas a partir de ángulos escogidos y distancias variables. O lo que es igual: la solución que ofrecía la técnica del montaje sobrepasaba a la realidad filmada directamente.

El descubrimiento de semejante contradicción le sirvió a Eisenstein para crear sus grandes obras, pues no tardó en advertir que dos tomas diferentes hábilmente montadas producían en conjunto una realidad distinta y muy superior a lo que equivalía la simple suma de las mismas. Eisenstein llegó a explicarlo con la ayuda de la analogía lingüística del japonés, modelo de lengua aglutinante en la cual «agua + ojo = llanto» o «cuchillo + corazón = pena».  Dicho en las palabras de Gimferrer: no hay reducibilidad posible de la película (producto final) al guión (componente básico.

Lo mejor, en general, del libro de Gimferrer es la claridad de su planteamiento y la fuerza de sus tesis. Por vez primera se entiende el porqué de la relación de dependencia del cine respecto a la literatura, sin que, no obstante, aquél pueda subsumirse en ésta: logra Gimferrer establecer un esquema histórico de ese fenómeno (aporte capital de Griffith) y analiza ampliamente las consecuencias del mismo.

Por si fuera poco, en una grata edición que combina impecablemente el «montaje» de texto y fotogramas. Se podrá estar o no de acuerdo con algunas de las tesis adelantadas por Gimferrer, pero no cabe la menor duda de la rigurosidad del planteamiento central: el cine aún le sigue debiendo a la literatura su forma de contar las cosas.

 

 

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