¿Por qué –preguntan algunos amigos historiadores de la Universidad del País Vasco– se fija, en el proyecto de Ley de la Memoria Democrática, el límite de vigencia para la investigación y punibilidad de crímenes franquistas y la aplicación de resarcimientos a las víctimas en diciembre de 1983? Mis amigos no niegan que algún límite había que poner. Algunos de ellos son favorables a la ley, e incluso piensan que ésta va dar un protagonismo en la investigación de los crímenes franquistas a su gremio (lo que no acierto a ver que eso suponga una garantía incuestionable de rigor y credibilidad). Pero, aún suponiendo que así fuera, no entiendo su perplejidad ante el establecimiento de diciembre de 1983 como límite de la aplicabilidad de las investigaciones y depuración de responsabilidades de ellas derivada.
Y no me explico la perplejidad de mis amigos historiadores, porque el 23 de febrero de 1984, los Comandos Autónomos Anticapitalistas asesinaron en San Sebastián al senador socialista Enrique Casas, desatando así la guerra privada de cuadros policiales y de cargos socialistas contra ETA, que se cobraría bastantes víctimas mortales –en atentados firmados por los GAL– durante los años siguientes. Es lógico que el PSOE haya intentado asegurar la impunidad de aquellos de los suyos que participaron en la guerra sucia, y que Bildu haya pasado por el aro. Ya habrá tiempo en un futuro más o menos cercano para que la izquierda abertzale monte el pollo.
Personalmente, me disgustan estas guerritas culturales sobre los relatos y su necesidad de traducirlos en normas de obligado cumplimiento, porque no creo que construyan acuerdos duraderos entre adversarios políticos, y menos cuando hay por medio una espantosa guerra civil. Hago mía, en tal sentido, una reciente reflexión de Leon Wieselter: «Cierta versión de la democracia se construyó para la confrontación, para el conflicto. No ocurre con todas las versiones. La idea francesa, la versión de Rousseau, contiene una fantasía de la voluntad general, la confianza en que algún día todos estaremos de acuerdo. Como judío que heredó el Talmud, como estadounidense que heredó los ‘Federalists Papers’, sé que eso nunca ocurrirá». No hace falta ser judío ni estadounidense. El filósofo católico alemán Robert Spaeman (1922-2018), uno de los padres de la Unión Europea, sostuvo exactamente lo mismo de la voluntad general y de la imposibilidad del consenso (que ha sido también, mira tú por donde, la posición inmutable de Chantal Mouffe, la ideóloga del ‘populismo de izquierda’).