Juegos democráticos
Junto a José Gregorio Hernández y a ese prodigio de cuerdas llamado cuatro, el beisbol es uno de los excepcionales objetos públicos que no ha sido perturbado –por lo menos aún no– por la polarización política y el odio de clases que, como una enfermedad venérea crónica, corroe desde hace ya largos años el alma de los venezolanos.
El estadio de beisbol, y no estoy diciendo nada original, es uno de los pocos lugares donde el odio queda suspendido y en donde pensar diferente, pertenecer a bandos distintos, portar camisas y gorras de colores diversos, no convierte a las personas en enemigos, sino, como ocurre en las buenas democracias, en adversarios, competidores o, en casos extremos, rivales. Un bálsamo para un país crispado. Permanentemente a punto de irse a las manos. O a los tiros.
Claro, la naturaleza del juego ayuda. Juan Nuño, el filósofo venezolano nacido en España, solía explicar que una de las cosas que le da al fútbol ese clímax dramático y pasional que lo caracteriza es su tempo. El hecho de que en el fútbol el tiempo es el mismo que el de la vida. Es vertiginoso, nunca se detiene. 45 minutos en la cancha son los mismos 45 que transcurren en la calle. Y cuando el tiempo se agota, como en la vida, queda claro que ya viene la muerte. Que no hay nada que hacer. Es angustiante.
En el beisbol, como en el tenis, el tiempo en cambio es una abstracción. Un capricho. Una banda elástica que se alarga y se achica arbitrariamente. Se desata cuando el pitcher pone el pie en el box y se suspende, queda detenido, cada vez que uno de los participantes lo quiere. Lo puede detener el bateador para acomodarse el casco, el umpier para limpiar el home, o el manager para hablar con el pitcher.
En el beisbol tampoco hay muertes súbitas. No hay nada equivalente a la resolución por penaltis. La figura del empate es imposible. Alguien tiene que ganar y por eso en los registros se cuentan partidos interminables, incluido uno que duró 30 innings, 11 horas y 25 minutos.
Para darle más equilibrio aún, como las telenovelas, el suspenso del beisbol está hecho de descansos. Tiene capítulos. Breves reposos. Termina un inning y un equipo abandona el campo. El otro toma posesión. Es lo más parecido a la alternancia democrática. No hay una línea que, como ocurre en la frontera entre los países, defina dónde termina el territorio propio y comienza el del otro. El campo es común, solo cambian los roles.
Eso significa que no hay invasiones territoriales. Como el gol que es literalmente una penetración fálica en el campo enemigo. La carrera, en cambio, es una especie de viaje de ida y vuelta a casa. Uno de los profesores de la Escuela de Sociología donde estudié, López Sanz, decía que el juego era un equivalente a los relatos fantásticos. El pitcher es Cronos o Saturno, por eso está en una lomita, creando o deteniendo el tiempo, por encima de los demás. Y el bateador es un caballero andante que sale del home a enfrentar grandes obstáculos –dragones, brujos, pantanos, en primera, segunda y tercera– y si logra derrotarlos regresa triunfante a casa y es recibido por la comunidad como se merece, como un héroe.
Solo que en el beisbol cualquiera puede ser héroe porque, como en el jazz, a todos los jugadores les toca hacer un solo. Una banda de jazz es un equipo, claro está. Pero siempre hay un momento para que uno de sus miembros sea puesto a prueba, se destaque, sea escuchado. El bateador es así. En algún momento del juego estará solo frente a Cronos, como el trompetista o el baterista frente a la audiencia.
Tal vez por todo esto en la historia del beisbol que se remonta al siglo XIX no se registra nada equivalente a las barras bravas, al fenómeno de los hooligans, o a incidentes como la guerra entre El Salvador y Honduras que se supone fue desatada por un juego de fútbol. Tal vez por eso hoy es un alivio mayor para los venezolanos. Tal vez un día nuestra vida política vuelva a parecerse más al beisbol y menos a la guerra fratricida. Tal vez.