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Julio Camba: El ajo

La cocina española está llena de ajo y de preocupaciones religiosas. El ajo mismo yo no estoy completamente seguro de que no sea una preocupación religiosa, y por lo menos, creo que es una superstición. Las mujeres de mi tierra natal suelen llevarlo en la faltriquera para espantar a las brujas, y sólo cuando el bulbo liliáceo ha perdido su virtud mágica en fuerza de rozarse con la calderilla, se deciden a echarlo en la cazuela. Es decir, que el ajo lo mismo sirve para espantar brujas que para espantar extranjeros. También sirve para darle al viandante gato por liebre en las hosterías, y aquí quisiera ver yo a los famosos catadores de la corte del rey Sol, que, al comer un muslo de faisán, averiguaban, por la firmeza de la carne, si aquel muslo correspondía a la pata que el faisán replegaba para dormirse o a la otra. Una de nuestras mayores hazañas culinarias la hemos realizado en la ciudad de Olvera al hacerle tomar estofado de burro a un destacamento bonapartista, pero no nos envanezcamos excesivamente. Aderezado con ajo, todo sabe a ajo, y los hosteleros, que para darle a uno gato por liebre emplean además del ajo un relleno de tocino y perdigones, podrán saltarle a uno una muela, pero no aumentarán nunca su convicción.

No digo que sólo en España se utilice el ajo como condimento. Todo el Mediterráneo trasciende a ajo, y aun dentro de la misma Francia, país de una cocina tan refinada, los marselleses hablan con un acento que, en su cincuenta por ciento, no tiene nada que ver con la prosodia, sino que es únicamente olor de ajos. Es en España, sin embargo, donde el ajo ha tomado verdadera carta de naturaleza, y, acostumbrado a su sabor, el español encuentra insípidas todas las comidas que no lo contienen. «Del cíclope al golpe, ¿qué pueden las risas de Grecia? -preguntaba el poeta-. ¿Qué puede la trufa – pregunto yo a mi vez- en el país del ajo? Los españoles nos cauterizamos con ajo el paladar, así como los yanquis se lo cauterizan con alcoholes helados y contradictorios -véase el capítulo sobre las bebidas americanas-, y si nuestras cocineras son tan aficionadas al ajo, no es porque este condimento les sirva para hacer una buena comida, sino, al contrario, porque les sirve para no tener que hacerla.

Está, no obstante, muy lejos de mí el propósito de negar todas las excelencias del ajo. Utilizado hábilmente, el ajo puede servir, por ejemplo, para neutralizar el olor a lana del carnero, olor que, en un jigote, viene a ser algo así como lo que sería en un traje el sabor a asado. Tampoco opino que se deba prescindir del ajo en las sopas de ajo, aunque hay por ahí quien presume de fumar tabaco desnicotizado y de tomar café sin cafeína. Lo único que digo es que el ajo es un arma de dos filos con la que se puede hacer pasable un alimento mediocre y con la que se puede destruir un manjar de primera clase.

 

Tomado del libro «La casa de Lúculo» – Julio Camba, Editorial Optima, S.L., duodécima edición, 1998, pp. 173-175.

 

«Lúculo era un gran general que hacía rendirse por hambre a sus enemigos, y por satisfacción a sus amigos». 

Julio Camba

«La casa de Lúculo» (1937)

 

 

 

 

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