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Julio Camba: La fabada asturiana

 

La primera fabada que yo he tomado en mi vida me la ofreció en Somio don Melquiades Álvarez, y era tan buena, que a causa de ella estuve a punto de ingresar en el Partido Reformista. Gracias a que Guillermo Guisasola me dio luego en Madrid otras fabadas nada inferiores a la de Somio, que si no, soy reformista a estas horas, y aunque el serlo no hubiese aumentado nunca de modo considerable mi intervención en la vida pública, ustedes podrían decir ahora que este libro carecía de independencia.

Al comer mi primera fabada, yo procedí como procedo siempre ante un manjar inédito y gustoso. Me tomé un plato. Me tomé otro. Y cuando terminé el segundo plato, me dije:

-¡Hombre! Esto de la fabada no parece que esté nada mal. No va a haber más remedio que decidirse a probarla…

Cuarenta y ocho horas después, yo hacía todavía, en mi hotel de Gijón, una brillante imitación del anaconda, animal que, como ustedes saben, come de una vez para toda una temporada, y postrado en el lecho, arrancaba melancólicamente las hojas de una florecilla para ver cuál sería mi porvenir, si el reformismo o el hospital.

Delicioso plato la fabada, pero difícil de lograr. Se parece mucho al cassoulet de Toulouse, aunque le falte el pato, y el cassoulet constituye una de esas pruebas que usan en París los gastrónomos para conocer a los cocineros. Restaurante donde se haga bien el cassoulet es un restaurante donde puede comerse de todo. Por cierto que Anatole France decía que no había en el mundo cassoulets como los que preparaba una vieja en el Barrio Latino.

-Imagínense ustedes- explicaba Anatole France- que esa vieja viene preparando sus cassoulets desde hace cuarenta años en la misma olla. Esta olla tiene ya un fondo precioso, y cualquier cosa que cueza en ella toma inmediatamente su sabor.

Yo diría que en los estómagos se forma también  un fondo precioso como en las ollas de las buenas cocineras, en los barriles de los buenos cognacs y en las pipas de los buenos fumadores. Los estómagos no nacen, sino que se hacen. Cuando ya han alcanzado su pleno desarrollo fisiológico es cuando hay que empezar a trabajarlos, si no quiere uno que en la vejez le repugne toda clase de comidas. Un buen estómago, un estómago hecho con buenas viandas y buenas salsas, constituye un tesoro inestimable.

Y volviendo a nuestro tema, yo he tomado en mi vida muy buenos cassoulets, no solo de Tolosa sino de Castelnaudari; pero he tomado aún mejores fabadas asturianas. Si la vieja de Anatole France tenía su olla al fuego desde cuarenta años atrás, en Asturias, y a juzgar por el gusto de algunas fabadas, hay ollas que no deben de haberse enfriado desde la Reconquista. Ollas viejas de cristianos viejos, donde la oreja de cerdo alterna con el rabo, y donde lo mejor del sabroso cuadrúpedo es absorbido por las blandas, tiernas y mantecosas fabes.

 

Tomado del libro «La casa de Lúculo»Julio Camba, Editorial Optima, S.L., duodécima edición, 1998, pp. 173-175.

 

«Lúculo era un gran general que hacía rendirse por hambre a sus enemigos, y por satisfacción a sus amigos». 

Julio Camba

«La casa de Lúculo» (1937)

 

 

 

 

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