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Karina Sainz Borgo: Comer de la basura

Jaime Bayly: "Vargas Llosa también dejó un ojo morado a su hijo Álvaro"

 

Jack, el único hijo varón de Rudyard Kipling, murió en la batalla de Loos, en 1915. Acaba de cumplir 18 años. Aguijoneado por el dolor, el británico escarbó las razones que llevaron a millones de jóvenes a morir en la I Guerra Mundial. «Si alguno pregunta por qué hemos muerto/diles, porque nuestros padres mintieron», escribió. Años después, en los años más sangrientos de ETA, Jon Juaristi exhumó aquellas palabras y las hizo suyas. «¿Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes,/por qué hemos matado tan estúpidamente?/Nuestros padres mintieron: eso es todo». Casi todas las grietas sobre las que caminamos aparecen cuando descubrimos las mentiras acerca de una historia, una cultura o una ideología que han servido para laminar a otra.

Esta semana, Jaime Bayly ha presentado ‘Los genios’, una novela sobre el puñetazo de Mario Vargas Llosa a Gabriel García Márquez, un episodio que encierra todas las metáforas posibles: desde el ego expansivo de dos gallos en un corral (dos premios Nobel, valga decir) hasta el cisma ideológico que el hecho marcó dentro del Boom latinoamericano. Aquello fue más que una pelea por mujeres, fue una pelea por la Revolución Cubana y el mar de fondo que desató desde el caso Padilla. Cuando Bayly emergió como una seta venenosa en el césped de los años noventa con ‘No se lo digas a nadie’, un retrato demoledor de los prejuicios y contradicciones de aquel Perú enclosetado en el que creció, muchos lo vieron como un nuevo y precioso aspirante a parricida de los que campaban entonces. Eran los años de ‘McOndo’, aquella antología de cuentos organizada por Alberto Fuguet en la que un grupo de escritores quisieron abolir el imperio del realismo mágico instaurado por los autores del Boom. Resulta curioso que Bayly, perteneciente a la generación que supuestamente mataría al padre y sepultaría sus ensoñaciones, haya acabado viviendo del bote. Ya ni siquiera para hacer exégesis, sino para escarbar en sus miserias de alcoba. Ya que no pudimos matar a los padres, ridiculicemos a los abuelos. No hay enmienda, revisión ni abolición en ese gesto, sólo frivolidad y pereza estética.

También esta semana, en el Congreso de los Diputados ocurrió algo parecido. Con esa mirada de algodón que tienen los ancianos con cataratas, un Ramón Tamames de pelo ralo y mal teñido, se dirigía a los diputados en ocasión de la moción de censura contra Pedro Sánchez propuesta por Vox. El prestigio y la trayectoria intelectual, aunque combada, de Tamames al servicio de un partido gallináceo y cerril ya es una cosa, pero que fuese además en una función zafia de teletienda del Gobierno es otra mucho peor. Quedó a la vista la inmensa vanidad del economista, fascinado por la repentina notoriedad, pero, sobre todo, la absoluta falta de imaginación de la nueva política, que ni siquiera ha sido capaz de refutar las mentiras que ellos mismos identificaron como tales para plantear mentiras propias. Es una forma de comer de la basura.

 

 

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