Con letra clara y legible: «No volveré a llamar fascistas a mis compañeros de hemiciclo»
No le gusta a Ana Pastor que la llamen institutriz, pero poco le falta a la presidenta del Congreso para convertirse en una. Que al hemiciclo se viene educado de casa es un requisito que no todos los legisladores cumplen. Una buena parte ocupa su escaño gracias a sus pocas luces y una predisposición natural a la gresca. La aritmética parlamentaria también necesita de fieles ovejas capaces de pastar y arrasar. Pero todos los rebaños se desbocan y el de sus señorías no es, ni mucho menos, la excepción.
A más de un diputado le puede lo agreste. De ahí que a la presidenta del Congreso se le suba el apellido a la cabeza y sacuda la vara llamando al orden al rebaño. Le toca a la señora Pastor tirar del más elemental magisterio para reconducir las sesiones: Señor Rufián, por favor. Señor Rufián le he dicho. Señor Rufián… Da igual lo que tenga el diputado de Esquerra Republicana entre las manos, una impresora o unas esposas, él sigue un rato más el número y entra luego en rastrojera.
Despojada de su natural sobriedad, Ana Pastor habló como un rehén en la isla de los juegos de Pinocho, aquel lugar donde los niños se convertían en asnos
La reprimenda de Pastor a Rufián esta semana habría sido una más de las estampas pastoriles que sostiene con el representante de ERC, de no ser por la vehemencia con la que el diputado arremetió contra el ministro Josep Borrell. Con una mano metida en el bolsillo, acaso palpando su pistola de agua, Rufián comenzó a gritar la nueva palabra que le había enseñado Joan Tardà unos días antes: ¡Fassssscissssta!, repetía dando chupetadas de gusto a cada una de las consonantes. El asunto duró unos segundos, hasta que Pastor lo expulsó del hemiciclo y Rufián se marchó al rincón de pensar en compañía de su grupo parlamentario, un ramillete de mozalbetes que se alejó escoltándolo y repartiendo salivazos.
Despojada de la sobriedad y discreción que la caracterizan, Ana Pastor torció el gesto y se despachó ante los diputados tal y como si hubiese sido tomada como rehén en la isla de los juegos de Pinocho, aquel lugar en el que los niños desobedientes se convertían en asnos. Pudo ser a causa del hartazgo o el cansancio, el asunto es que Ana Pastor perdió su calma y precisión de cirujano, profesión que ejerció hasta el año 1999, cuando Mariano Rajoy la nombró subsecretaria del ministerio de Educación y Cultura.
Que Pastor es una mujer amable, discreta y trabajadora, incluso poseedora de un agudo sentido del humor, forma parte de los atributos en los que insistió la prensa cuando, en 2016, la diputada popular recibió el encargo de pilotar un Congreso fragmentado. El panorama no era nada esperanzador: aquel parlamento parecía más abocado a la bronca que a los pactos. Desde que tomó posesión de la presidencia de la Cámara, la zamorana -Pastor nació en Cubillos, en la comarca de Tierra del Pan- ha visto de todo, hasta la transfiguración de Mariano Rajoy en bolso de mano. Ocurrió la tarde en que prosperó la moción de censura con la que Pedro Sánchez, con el apoyo de Podemos y los independentistas, sacó a patadas de La Moncloa al de Pontevedra.
No funciona en el Congreso la reprimenda de los parvularios. Las palabras y las ideas no pueden guardarse bajo llave en un cajón hasta la hora de salida
En el pleno de esta semana, Pastor incurrió en la hipérbole de la institutriz, y no porque citara la expresión como un insulto «machista», sino porque se comportó como un preceptor que decide arrebatar a los alumnos todo cuanto los distrae, para obligarlos a repetir la lección. Ana Pastor propuso retirar del diario de sesiones las palabras fascista y golpista, dos expresiones que camparon en el pleno de esta semana (resucitadas como si hubiesen permanecido bajo las moquetas del hemiciclo desde hace 40 años). Borrar las palabras no mejorará el retrato que ellas hacen de quienes las usan.
Al menos hasta que no se celebren unas nuevas elecciones, ese parlamento seguirá siendo el reflejo de la sociedad que lo eligió. El problema no está en los diarios de sesión –ya puede mandar Pastor a borrarlos todos -, sino en el país que esos folios retratan. No funcionan en el Congreso la reprimenda o el decomiso de los parvularios. Las palabras y las ideas no pueden guardarse bajo llave en un cajón hasta la hora de salida. Ana Pastor cambió la frialdad y precisión del bisturí y la aguja de sutura por la pizarra en la que pretende hacer escribir cien veces, diputado por diputado, con letra clara y legible: “No volveré a llamar a mis compañeros de hemiciclo ni fascista, ni golpista”. No basta la caligrafía para mitigar el lenguaje de combate. Por eso, señora Pastor, Rufián y los suyos escupen. Por eso.