Karina Sainz Borgo: Correr mata
A eso se aferra Borja: a convertirse en el hombre que cincela diez mandamientos nuevos en las tablillas de su abdomen
Todas las mañanas, el triple campeón de la San Silvestre popular, Borja Cayetano Tano, cepilla sus dientes frente al espejo. Los frota con fuerza, seguro de su buena estrella y su magnífica salud. La biografía que había proyectado de sí mismo estaba regada con vinos suaves y aprovisionada con una alacena llena de productos de primerísimas marcas, un Golden retriever de pelo brillante y una esposa guapa, fértil y obediente a la que él jamás engañaría y a la que ordenaría qué vestir un día sí y otro también. Para él aquello no era un plan, era un destino. Algo seguro como sus victorias y sus marcas personales. No existía una opción distinta en su mente.
Una vez limpios sus dientes de hormigón, sale a correr. Sea verano o invierno. Lo hace todos los días. Sin descanso. Eso es lo que engrasa las piezas de su alma: el esfuerzo, el control, la autoridad. Él mismo se consideraba una victoria rotunda de la voluntad y la disciplina. El día que siguió al peor lunes del año, fiel a su costumbre de correr diez kilómetros en media hora, Borja Cayetano Tano bajó el paseo Castellana calzado en sus zapatillas de tecnología Nitro. Podría decirse que flotaba sobre el asfalto. Su vida iba al alza, como un valor del Ibex35. «Disciplina, Borja, disciplina, disciplina». Repite esa frase ante el espejo mientras pasa revista a un abdomen que dentro de poco será plano.
A eso se aferra Borja: a convertirse en el hombre que cincela diez mandamientos nuevos en las tablillas de su abdomen. Hasta la llegada de su futuro, Borja se dedicaría a pulir su estómago, a repujarlo con los surcos de su propia valentía. Nadie dirige equipos como él. Ningún atleta, por mejor que parezca, le supera en estilo. Su flequillo vuela al viento, emancipado de su propia belleza. Él no mira nadie, porque todos lo miran a él. Borja Cayetano Tano es el centro del universo. Él no morirá, porque eso siempre le toca a alguien más. Estaba convencido de que caerían del cielo para él todas las bienaventuranzas deparadas a los banqueros jóvenes de vida saludable. Pero la vida, que es imprevisible y da bandazos a quienes pretenden domeñarla, a veces se toma las cosas al pie de la letra. En el semáforo de Don Ramón de la Cruz con Serrano, un camión de mudanzas elevaba sobre la grúa un piano de cola.
—¡Deténgase!
Borja ni caso. Él no miraba a los lados. Entregado al sueño de su abdomen plano, no se distraía jamás.
—¡He dicho que se detenga! —insistió una voz ronca y furibunda.
Justo en ese instante en el que un paracaidista queda engarzado al poste de una farola en un desfile militar y un móvil cae al agua del wáter en un aseo público, el agente de Policía Nacional se abalanzó sobre Borja.
—¡Devuelve ahora mismo el monedero que has robado! -gritó el agente sujetándolo con fuerza.
—¡Quíteme las manos de encima!
Forcejearon hasta topar con la grúa del camión de mudanzas, que un operario somnoliento manejaba con dificultad. Dos mujeres que cruzaban la calle con sus alfombrillas de yoga a cuestas y sus mallas de pilates alertaron a los empleados de la mudanza. Pero justo en ese momento un obrero del ayuntamiento comenzó a taladrar el asfalto. El caos se esparció por la milla de Oro.
Forcejearon hasta topar con la grúa del camión de mudanzas
—¡El piano! ¡El piano!
—¡No puedo escucharla! ¿Qué dice? ¡Grite más alto!
—¡El pia…!
El Steinway de 350 kilos se desplomó a toda velocidad. El operario no supo reaccionar, las mujeres dejaron de gritar y el obrero del Ayuntamiento detuvo el taladro. Como si de una sinfonía se tratara, la caja de resonancia se estampó sobre ambos sujetos, que acabaron sepultados bajo una montaña de cuerdas y astillas.
—¡Por allá! ¡Por allá, que no escape!
Un hombre cruzó a toda velocidad la avenida, perseguido por otros dos agentes y una mujer presa de los nervios. «Es él. Ese me arrancó el monedero», gritaba. El caco no pudo sortear el obstáculo que formaban un ejecutivo, un agente de policía y un Steinway desprendido de un sexto piso. El hombre cayó al suelo y sobre él tres oficiales más.
Un sonido de radio de onda corta salió debajo del piano hecho trizas. «Aquí código uno, uno cero… ¡tenemos al verdadero carterista! ¡Lo tenemos! Repito: código uno, uno cero. ¡tenemos al carterista correcto! ¡Reúnase toda la patrulla! »
Los agentes se miraron, aterrados.
—¿Dónde está Relaño?
La noticia abrió los telediarios. Un agente de la Policía Nacional y un varón de contextura atlética murieron aplastados durante una persecución equivocada, al desprenderse del sexto piso un piano de cola marca Steinway. El ladrón pasó a disposición judicial, los corredores de la ciudad convocaron una marcha en la memoria del tres veces campeón de la San Silvestre Popular y que James Rodhes amenizó aporreando la Novena de Beethoven.