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Karina Sainz Borgo: El país de los ciegos

Un relato de H.G. Wells ilustra la España de Álvaro García Ortiz

García Ortiz se ata al cargo por un "vacío legal" mientras el Supremo  advierte: "Pone en cuestión el prestigio de la institución" | España

 

Núñez era un arrojado montañista y aventurero ecuatoriano. Alguien que había bajado al mar y visto el mundo, un lector singular de libros, un hombre agudo y emprendedor, contratado por una partida de ingleses para escalar montañas en sustitución de uno de sus guías. En su intento de coronar el Parascotopetl, el Matterhorn de los Andes, Núñez sufrió una aparatosa caída. Tras rodar por la ladera, llegó a un valle aislado entre enormes precipicios. El lugar estaba dotado de pasto verde y agua fresca. Ofrecía una vida apacible y gustosa, incluso en medio de aquellos picos nevados. Sus habitantes, sin embargo, sufrían la misma afección: una ceguera fulminante que acabó contagiándose de generación en generación. Los más viejos, los que alguna vez fueron capaces de ver, perdieron por completo la vista y quienes les siguieron llegaron al mundo completamente ciegos. Hasta ahí fue a parar Núñez, hasta ese lugar en el que los hombres y las mujeres ignoraban el mundo y daban por normal la vida que hasta entonces habían tenido.

De este relato del escritor británico H. G. Wells —titulado ‘El país de los ciegos’— se han hecho todo tipo de adaptaciones, y en casi todas ocurren casi siempre dos cosas: ni Núñez consigue marcharse de la aldea, ni los habitantes de aquella comarca terminan de aceptar a un hombre que ha visto todo cuanto ellos ignoran. Para ganar la confianza de sus semejantes, e incluso para poder casarse con una mujer de la que cae prendado, Núñez decide quemarse los ojos. Si para permanecer en ese lugar debe optar por la oscuridad, Núñez lo hará. Renunciará a todo cuanto sabe que ha sido de una forma distinta, con tal de mantenerse junto a este pueblo que para considerarlo uno más, lo empuja a ser ciego.

Algo de este relato de H.G. Wells publicado en 1904 se cuela en los debates sobre la condena al fiscal general del Estado Álvaro García Ortíz, quien tendrá que separarse de su cargo y enfrentar una inhabilitación de dos años por haber cometido un delito de revelación de secretos para perjudicar a Alberto González Amador, pareja sentimental de Isabel Díaz Ayuso, la rival política más encarnizada del sanchismo. La encendida discusión sobre la salud institucional de la justicia en España, los giros sobre una magistratura politizada que se ha ensañado con el fiscal y con el propio Ejecutivo –la separación de poderes se resiente– manifiesta la tesis de H.G. Wells en toda su moraleja: para pasar por el aro argumentativo del PSOE de Pedro Sánchez más conviene arrancarse los ojos, quedarse del todo ciego o electrocutado si con ello es posible eliminar por completo el pensamiento propio y el libre albedrío. Las verdades aceptadas o impuestas, cuando se dan por buenas, tan sólo garantizan la integración, pero jamás la lucidez y mucho menos el bienestar. Muy ciego hay que quedarse para dar por progresista, moderno y democrático un modelo en el que la lenta termita de la corrupción acabará por devorarnos a todos.

 

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