Karina Sainz Borgo: La escoba de Irene… y Yolanda
La incontinencia legislativa, como los hechizos, tiene efectos indeseados
Dos cosas distintas pueden ocurrir a la vez: en los guiones y las películas de Ridley Scott, por ejemplo. También en los cuentos de Borges y los libros de Stevenson o Hoffman, pero no en una ley. Lo insólito, sin embargo, se abre paso por caminos insospechados. ¡Puede llegar incluso al Boletín Oficial del Estado! Esta semana no más, Yolanda Díaz e Irene Montero cambiaron dos veces la misma ley en un solo día. Se publicaron ambas modificaciones, pero no se sabe ahora cuál está en vigor. Ignora uno si a los responsables políticos les corre la prisa –¡se están legislando encima!– o si le faltan las luces. ¿Es sindiós o impericia legislativa?
Cuando una historia está mal escrita, como mucho, puede aburrir o acabar como un dispendio de dinero o tiempo. Cuando un puente está mal construido, puede derrumbarse y matar a miles de personas. Pero cuando está mal redactada, con mala fe o sin dominio de la materia, una ley puede devolver los delincuentes a la calle o arrasar con el orden que regula la vida de las personas. Lo primero ya ocurrió: casi las mil rebajas de penas y las noventa excarcelaciones de violadores y agresores sexuales por la ley del ‘solo sí es sí’. Lo segundo, lo de convertir en una permanente confusión la vida de los ciudadanos, pasa a menudo. Más de la cuenta, quizá.
Hay aprendices de hechicero por todas partes. Goethe necesitó catorce estrofas para contar la historia del pupilo vanidoso al que un mago deja a solas en su taller. Yolanda Díaz e Irene Montero necesitaron apenas dos párrafos. Liberado de la supervisión de su maestro, y movido por su arrogancia, el aprendiz decide probar sus poderes insuflando vida a una vieja escoba, a la que concedió una cabeza y dos brazos para que le preparara un baño.
La escoba, tallada en sus reflejos de la repetición, no se limitó a llenar la bañera, sino cada cuenco que halló en su camino, hasta producir una inundación. Atrapado en su megalomanía o su estupidez, el aprendiz olvidó el conjuro que pudiera detener el hechizo y, desesperado, la emprendió a hachazos contra la escoba, que se multiplicó en dos aún más empecinadas y hacendosas. Empujado por un deseo pueril, el aprendiz pone en marcha un conjuro que no consigue detener o corregir.
El deseo de Irene Montero, pueril como el baño del aprendiz de Goethe, la ha llevado a crear un hechizo que ya no puede parar y que la obliga a incurrir en ideas desesperadas y aún más desastrosas. Yolanda Díaz, también enceguecida como el vanidoso aprendiz de hechicero, no se queda atrás en la creación de sus propios dislates. Vanidosas y soberbias, ambas libran una carrera contrarreloj por legislar al peso. Las aqueja una incontinencia por normar. Sobrepasadas por el ejercicio del poder, lo usan neciamente, sin prever el caos que una frivolidad o una obcecación pueden producir a su paso. Esperemos que no sea necesaria un hacha para poner remedio a sus ocurrencias.