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Karina Sainz Borgo: Llora donde no te vea

¿Por qué ofende Ana Obregón? ¿Por el dolor del hijo arrancado antes de tiempo? ¿Es eso?

Ana Obregón inscribe a su hija como Ana Lequio Obregón en el registro de EEUU

 

Los hijos mueren. Separados del resto del mundo por la pérdida, el padre o la madre doliente atajan como pueden la pena. La narran, la enuncian, la disimulan o la muestran a gritos. Algunos intentan darle nombre a su orfandad, a la manera de Sergio del Molino en ‘La hora violeta’. Otros la conjuran inventándose un gigante bonachón, como hizo Roald Dahl para sobrellevar la muerte de su hija Olivia. Están los que jamás se sobreponen ni desean hacerlo. Para ellos el quebranto se vuelve cotidiano: un desayuno sin hambre, una ventana atascada, un grifo que gotea, un pecho vacío.

Un hijo muerto es un brote cortado a destiempo. La única vida eterna que conocen quienes se quedan en este mundo es su ausencia. El duelo es asimétrico y está lleno de recovecos que al resto nos resultan incomprensibles, hasta el punto de comportarnos como jueces del dolor ajeno. Esta semana llovieron piedras sobre Ana Obregón por aparecer en la portada del ‘Hola’ con una niña en brazos. Un humor oscuro de reproche y superioridad moral se esparció en el ambiente. El hecho de que la pequeña que ella presentó como propia creciera en un vientre ajeno, de que fuera el resultado de una transacción, empaña algo mucho más grande que no somos capaces de ver. Porque el dolor es incómodo cuando aparece donde no lo esperamos.

Esa mujer de 68 años a la que convertimos en una frívola, capitalista, insensible y caprichosa criatura, es una huérfana, una madre sin hijo, alguien que lleva a cuestas el doble duelo de no poder traer a su vástago de vuelta y saberse incapaz de alumbrar a otro que repare lo ocurrido. Le recriminamos todo a Ana Obregón: que nos inoportune y amargue las campanadas con su recuerdo del hijo difunto, que nos ofenda con su maternidad a la carta. Que llore donde podamos verla. ¡Ese es el problema! Para vivir en tiempos sentimentales y presumir de solidaridad de attrezzo, es poca la compasión que despierta en nosotros esta mujer.

El lamento es para los muertos y el consuelo para los vivos, desde tiempos de Cicerón. A los muertos se les despide, a los vivos se les reconforta. Pero es tan largo el duelo cuando se queda a vivir, que acaba maquillando como ciertas cosas que no lo son. Tiene derecho Ana Obregón a ser la madre y la abuela que ya no puede ser. Lo hará tal y como lo ha vivido hasta hoy: ante las cámaras. Está en su naturaleza mostrarse. ¿Por qué va renunciar a ello, si siempre ha sido así? Es parte de su esencia posar en el bañador de su desgracia, retratarse envuelta en la mortaja de su tragedia. ¿Qué es lo que tanto ofende? ¿El dolor de quien paga por una prótesis que ocupe el lugar de hijo arrancado antes de tiempo? ¿Es eso? La suya no es una maternidad egoísta, tan sólo imposible. Es una reparación subrogada.

 

 

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