Karina Sainz Borgo: Los despojos
Los 37 cadáveres de la valla de Melilla, los 51 inmigrantes asfixiados en un camión de carga, las fosas comunes de Ucrania. Restos, residuos, basura
Lucy vive sola en una granja del Cabo Oriental. Estudió filosofía, pero desde hace cinco años trajina con su fusil al hombro: cuida de la cosecha, limpia la fosa séptica y alimenta a los perros. Cuantos más mejor, para mayor disuasión. En una granja de frontera sudafricana, la convivencia no depende de ninguna ley, excepto la de esa jauría y la de esas armas. Estudió filosofía, pero solo cuando alguna de las cosas falla –la escopeta o los perros–, «se pone a filosofar». Así se lo espeta ella, con esa lógica simple de los que se saben vulnerables. De los que, aún sabiéndose presas, se empeñan en habitar una tierra.
El padre de Lucy, un profesor de la Universidad del Cabo, acaba de mudarse a su hacienda.
Prefiere renunciar a su puesto antes que disculparse en público por las acusaciones de abuso sexual contra sus alumnas. Serán solo unos días, piensa mientras avanza la investigación en su contra. Al verla caminar como una soldado en su propio pedazo de tierra, el padre de Lucy se pregunta cómo él y su exmujer, dos intelectuales urbanos, «engendraron ese paso atrás, a esa joven recia y colona». Él ignora el secreto de Lucy, su desgracia y aunque piensa dedicar su excedencia moral para escribir algo sobre Byron, se introducirá, pala y fusil en mano, en el universo que habita Lucy. Paliará tierra, limpiará las perreras, huirá de los violadores y mercenarios que asaltan en la carretera hacia Kenton. Irá entrando de a poco en el infierno.
Transcurre el verano, el otoño y el invierno en esa granja, pero el padre de Lucy permanece a su lado. La ciudad del Cabo comienza a desaparecer de su pasado y ve imponerse ante él esa tierra roja y feroz que todo lo devora. Verá a los perros guardianes tiroteados por los asaltantes que quieren a su hija fuera de la granja, él mismo sentirá el olor a gasolina con la que arderá vivo si ellos así lo desean. Él, un hombre de razón, constata cómo los cuerpos de humanos y animales adquieren el mismo aspecto de amasijo cenizo y apaleado después de que alguien los masacra. Descubre cómo ni unos ni otros son capaces de defenderse. Expía sus culpas, e inaugura otras, al arrojar los cadáveres, uno sobre otro, en la parte trasera de una furgoneta. En aquella novela que recoge esta historia, ‘Desgracia’, el premio Nobel J.M. Coetzee mete al lector a empujones en un inmenso vertedero de muerte. Ahí un humano y un animal son eso: despojos.
La prensa está llena de ellos en estos días: las sobras de los 37 cadáveres en el asalto a la valla de Melilla, los residuos de 51 inmigrantes asfixiados en un camión de carga abandonado por su conductor en la frontera con Texas o las miles de víctimas desventuradas a bombazos en las fosas comunes de Bucha en Ucrania. Restos, residuos, basura de la que nadie quiere saber nada.