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Karina Sainz Borgo: Sal en la lengua

Aleksandra Lun se mudó a Gerona a tras la caída del muro de Berlín. Desde entonces escribe en español

El escritor Józef Wittlin nació en cinco países diferentes. Llegó al mundo un 17 de agosto de 1896, en Galitzia, una región de Europa del Este que hasta la Primera Guerra Mundial había formado parte del imperio austrohúngaro. En menos de un siglo, la zona vivió bajo la égida de Polonia, Ucrania, la Alemania nazi y la Rusia soviética. Un país pespuntado.

Autor de relevancia, amigo de Josef Roth y Rainer Maria Rilke, Wittlin vivió entre pesadillas. Presenció la Gran Guerra, que marcó la caída del imperio austrohúngaro e inspiró su obra más importante: ‘La sal de la tierra’. Huyó de Polonia, perseguido por la Alemania nazi, que le dio caza por judío. Wittlin murió en Nueva York.

Jamás volvió a su tierra, ni siquiera amortajado.

Aleksandra Lun nació en Gliwice, Polonia, en 1979, tres años después de la muerte de Józef Wittlin. A los 19, en plena perestroika, Aleksandra llegó a Gerona. Como Conrad, Nabokov, Beckett, Cioran o Agota Kristof, Aleksandra adoptó otro idioma, el español, para escribir sus asuntos. Así lo cuenta en la novela ‘Los palimpsestos’, una sátira protagonizada por Czeslaw Przesnicki, un hombre ingresado en un hospital psiquiátrico de Lieja por renunciar a la lengua materna.

«Venir aquí afectó mi identidad. Sentí que retrocedía, que Polonia me absorbía». Sentada en la butaca del Instituto Cervantes de Bruselas, Aleksandra dice haber vivido dos destierros. El primero, al salir de Polonia. El segundo al abandonar España. Una oportunidad de trabajo como intérprete la llevó al epicentro de la Unión Europea: un proyecto común, según se mire. Su país, como Ucrania, Hungría o Serbia, forma parte de la periferia del hueso duro de roer europeo. Son la cinta de grasa que alguien aparta del filete comunitario.

Aleksandra sigue viviendo en Bruselas. Es intérprete del inglés, francés, español, catalán, italiano y rumano al polaco. Trabaja para un bien común que no llega a todos por igual y comparte con Józef Wittlin países múltiplos de sí mismos. A sus 42 ha comenzado a pagar una hipoteca —ya era hora, dice— y traduce a su lengua materna asuntos que afectan a otros. Los suyos, en cambio, los escribe con un idioma prestado, un alfabeto que suple el miembro fantasma de lo propio. Ella, como Józef Wittlin, habita el enésimo territorio del desgarro y que hoy se reescribe en la peregrinación de quienes huyen. ¿De qué? De los escombros. De lo que no llegó a ser o nunca fue.

Los trenes y los barcos de vapor salvaron a decenas de intelectuales de la Europa de los fascismos: André Bretón, Claude Lévi-Strauss, Thomas Mann o Stefan Zweig. Hoy, con medios más veloces, se repite la desafección, saltan a la vista las costuras de un continente desgarrado como una membrana. La sal de la tierra de la que escribió Wittlin escuece en la vieja herida europea y la lengua de sus huérfanos. Una frontera de cal sobe la tierra. El hueso duro de roer de una Europa en la que aún alguien pierde un idioma y gana una fosa común, un olvido o un derribo. De eso saben los ucranianos. Aleksandra también.

 

Reseña #372- Juego de espejos | Solo Tempestad

 

 

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