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Karina Sainz Borgo: Una risa helada

Lo nuevo de Fernando Aramburu, que Tusquets publicó el 1 de febrero, confirma las leyes y el pacto de la novela

 

Todo cuanto han dicho los editores de Fernando Aramburu sobre esta novela es cierto. ‘Hijos de la fábula’ (Tusquets), lo nuevo del autor de ‘Patria’, es una historia irónica, divertidísima y demoledora, sobre todo esto último: demoledora. Acaso, porque, a mandíbula batiente, algunos asuntos son, si cabe, aún más inesperados. Acaban por convertirse en una risa que se queda helada en el rostro o una pedrada encajada cual diastema entre los dientes.

Dos jóvenes inexpertos, Joseba y Asier, se marchan al sur de Francia para convertirse en militantes de ETA. Permanecen escondidos en una granja de pollos, donde se enteran del anuncio del cese de la actividad armada de la banda. La noticia les cae encima como un saco de pienso. Ninguno de los dos habla el idioma, no tienen dinero, tampoco armas ni la más mínima intención de regresar a sus pueblos. Convencidos de que no todo pueden ser reveses en la lucha por la libertad por el pueblo vasco, deciden formar su propia organización y entrenarse por su cuenta: comienzan a utilizar martillos y escobas para sus prácticas de tiro y secuestran gallinas como simulacro para la extorsión de los empresarios opresores del pueblo vasco.

Son apenas dos, pero se aseguran una jerarquía. «Esa es tu estructura. Tú mandas. Yo obedezco. Qué bonito, ¿no?», increpa Joseba a Asier, el que funge de líder. «Esto no es nada personal. Yo no mando por mandar sino por necesidad histórica». Convierten cualquier episodio cotidiano en una gesta, aunque se trate de la peripecia más ridícula que ninguno haya acometido jamás. Todo sale rematadamente mal y justo por eso resulta imposible parar de reír.

‘Hijos de la fábula‘ es un drama cómico, una tragedia repetida en farsa, una crítica al nacionalismo y su tendencia a las gestas pero, por encima de cualquier otra cosa, es la constatación de las leyes de la novela: ese pacto que el lector acepta y que puede terminar haciendo saltar por los aires aquello que parecía inofensivo por el solo hecho de resultar gracioso. Aramburu lo ha hecho, una vez más. Aunque esta vez, sin anestesia.

 

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