Kichneristas perdidos en su propio laberinto
Pese a que Borges era completamente alérgico a cualquier efusión chauvinista o patriotera, sugería con orgullo que la amistad era nuestro gran activo: la mejor pasión argentina. Dirigentes referenciales del kirchnerismo, celebrados de inmediato por su militancia, aprovecharon el Día del Amigo para viralizar un momento estelar de Juan Perón. Se trata de aquel video en blanco y negro donde el General, apoltronado en su exilio franquista, predica la idea de establecer con claridad quiénes son los buenos y quiénes los malos, y actuar en consecuencia. Perón aporta entonces su aforismo más original y emblemático: «Al amigo, todo; al enemigo, ni justicia». La violencia de la frase, que a cualquier extranjero produciría espanto hilarante y hasta repugnancia, aquí pasa casi inadvertida. De tanto exaltarla con indolencia e insensatez, se ha instalado en nuestro inconsciente colectivo y se ha convertido en mero sentido común. Así como los alumnos educados en Occidente bajo algunas consignas cristianas o judías (poner la otra mejilla, amar al prójimo como a uno mismo) han edificado luego valores, pensamientos e ideologías consecuentes, argentinos de diversas generaciones han sido adoctrinados en un credo alternativo bajo aquel lema peronista que propicia la división. La colonización ideológica institucionalizada desde el Estado y operada después en escuelas, universidades y organizaciones sociales y políticas ha convertido esa cruel lección de Perón en la piedra basal de nuestra cultura de la discordia. No es, obviamente, el único apotegma del General que hemos hecho carne. Una vez más: Perón ha sido el gran escritor de conciencias del siglo XX y jugamos todavía, y hoy más que nunca, con su vocabulario, sus sofismas y su sesgado reglamento. Los herederos del «primer trabajador» nos han creado un corralito mental, y siguen manipulando la historia lejana y reciente con ese mismo fin. Ejemplo al paso: el hecho de que Evita sea considerada, incluso entre sectores alejados del peronismo, como una feminista y una líder progre -cuando su rancio autoritarismo encaja mucho mejor en el régimen patriarcal y fascista de Francisco Franco- muestra hasta qué punto la reescritura histórica y la batalla cultural del justicialismo fueron exitosas.
Dos simples ucronías desnudan el relato de los años 70, que los kirchneristas insisten en reivindicar y reindustrializar como discurso y coartada. ¿Qué habría ocurrido si Perón hubiera vivido cuatro años más? Es razonable colegir, según los documentos y testimonios aportados por los historiadores modernos, que hubiera «exterminado» (usó ese término antes que nadie) a la izquierda revolucionaria y a sus satélites de superficie, como luego intentaron hacer su viuda y su secretario privado, que continuaron así su voluntad y su obra. La segunda ucronía se asienta en otro interrogante: ¿qué habría sucedido si los Montoneros, que pasaron a la clandestinidad bajo un gobierno constitucional, hubieran finalmente triunfado? Es seguro que no habrían implantado una democracia -porque nunca creyeron en ella-, sino más bien una «dictadura popular» (sic). Entonaban entonces un cántico callejero muy significativo: «Ni votos ni botas, fusiles y pelotas». Y a continuación, otro de antología: «Ni golpe ni elección, insurrección». Esa «dictadura popular» que la Tendencia venía a erigir planeaba realizar en cámara rápida lo que el régimen chavista concretó mucho más tarde en cámara lenta: la construcción de un cesarismo estatal y autoritario con partido único que censura, tortura, ejecuta y encarcela críticos y opositores. Hebe de Bonafini, que siempre imagina cómo hubieran actuado sus hijos de haber sobrevivido al horror, acaba de tender un certificado de inocencia para Nicolás Maduro y Diosdado Cabello: consideró que ninguna de sus acciones aberrantes es violatoria de los derechos humanos. Se trata de un viejo truco estalinista: los crímenes propios son inventos de la CIA; los ajenos son un escándalo humanitario. La Orga, como llamaban antes a Montoneros y denominan ahora cariñosamente a La Cámpora, está emparentada con el experimento de Caracas; es por eso que repudiarlo en foros internacionales les resulta poco menos que una traición familiar.
En esta sopa espesa y anacrónica -la argentinidad al palo- nada como bagre herido una sociedad pesimista. Que es presa de la asimilación orgánica de aquellos antiguos y reciclados prejuicios y axiomas; con ellos, el país ha caído en una decadencia que no tiene parangón ni piso. Un creciente segmento de la clase media argentina siente que el asunto no tiene arreglo, que repetiremos en una espiral descendente los errores crónicos, que navegaremos una vez más a contramano del mundo y que se viene de frente una tempestad de proporciones bíblicas. La respuesta, como en 1989 y en 2001, es siempre la misma: la amargura del éxodo. El diagnóstico no deja de ser certero, aunque tiene algunos matices y novedades. El implacable acoso peronista desbarató las reformas de Alfonsín y lo obligó a imprimir billetes y a caer en una hiperinflación incendiaria, y el invento justicialista del «cambio fijo» (la convertibilidad) voló por el aire gracias a la irresponsabilidad de sus creadores y a la ineptitud de la Alianza, que heredó ese mecanismo ya tóxico y no supo desactivarlo. Los dos tsunamis fueron pagados por radicales; nunca como hasta hoy le tocó una crisis abismal a una administración peronista. Cristina Kirchner parece tener este mismo diagnóstico: ha logrado en veinte días avisarle a la opinión pública, aun a costa de limar la autoridad presidencial, que no le satisface la gestión del Gobierno. Es que no parece dispuesta a ser blanco del descontento del pueblo ni a tener que hacerse cargo de la tremenda factura de un Cromañón económico y social. Como indica el politólogo Marcos Novaro, «el kirchnerismo ya delineó los trazos que pintan a Alberto como un fracaso, y uno ajeno».
El pacto entre el regente y su jefa política constaba de tres puntos: negociación de la deuda (viene con atraso), reforma judicial (vamos por todo) y reactivación (te la debo). No sabemos si el último ítem se habría finalmente logrado, pero la pandemia, el discutible manejo de las cuarentenas perpetuas y la falta de planes y decisiones macroeconómicas confirman su imposibilidad. Este cisne negro sanitario colocaba al peronismo en una encrucijada: aprovechar la debilidad ciudadana para eliminar la vieja «normalidad» y romper y radicalizar el sistema (como con las cenizas del Hudson y la gran nevada de Santa Cruz) o buscar, a la manera de 2002, un acuerdo en la emergencia con la oposición, los empresarios, los sindicatos, las organizaciones de base y la Iglesia. ¿Pero cómo firmar un acuerdo mientras se intenta copar y doblegar a los tribunales y a la Corte, y se busca lograr a toda costa la impunidad de rebaño? El peronismo se ha caracterizado por ser dos o tres cosas a un mismo tiempo, pero no hace milagros. Y al final nadie logra vencer la ley de gravedad. Esta encerrona maniata aún más la acción de la Casa Rosada, y en combinación con ella, la crisis generalizada de inseguridad en el conurbano -para la que no tienen idea ni vacuna- añade negrura de polvorín a la pobreza recargada. Quienes se enjuagan la boca todos los días con el elixir del «Estado presente» construyeron un «Estado ausente» que habilita el Far West y el darwinismo más salvaje: excarcelaron a un ejército de 2700 presos peligrosos y luego de cien días de robos y asesinatos pidieron desesperadamente el concurso de tres mil gendarmes para detener el desastre que ellos mismos habían provocado. El Estado kirchnerista se quiere meter en todo, pero falla y deserta de lo que específicamente le corresponde.
Los dos peronismos -el pragmático y el chavizado- se han perdido en un laberinto armado laboriosamente por ellos mismos. Perón también fue víctima de sus propios juegos de mesa y de su exceso carnívoro (al enemigo ni justicia), pero Borges advirtió que el peor laberinto «no es esa forma intrincada que puede atraparnos para siempre, sino una línea recta única y precisa». Que puede conducir hacia el subsuelo de los infiernos.