Kirk Douglas: El camino que nos espera
Siempre he sentido un gran orgullo por ser norteamericano. En el tiempo que me queda, rezo para que ello nunca cambie.
Estoy cumpliendo 100 años. Cuando nací en 1916 en Amsterdam, Nueva York, Woodrow Wilson era nuestro presidente.
Mis padres, que no podían hablar o escribir inglés, eran emigrantes de Rusia. Formaron parte de una ola de más de dos millones de judíos que huyeron de los pogromos asesinos del Zar, a comienzos del siglo 20. Buscaban una vida mejor para su familia en un país mágico donde, así lo creían, las calles estaban literalmente pavimentadas con oro.
Lo que no comprendieron hasta después de llegar fue que esas hermosas palabras talladas en la Estatua de la Libertad en el puerto de Nueva York: » Dame tus cansadas, necesitadas y apretujadas masas, que anhelan respirar en libertad, » no se aplicaban por igual a todos los neo americanos. Rusos, polacos, italianos, irlandeses y, en particular, católicos y judíos sintieron el estigma de ser tratados como extranjeros, forasteros que nunca llegarían a ser «verdaderos americanos».
Cuanto más tiempo he vivido, menos me ha sorprendido la inevitabilidad del cambio, y me he alegrado porque muchos de los cambios que he visto han sido buenos.
Dicen que no hay nada nuevo bajo el sol. Desde que nací, nuestro planeta ha girado alrededor del sol cien veces. Con cada órbita, he visto evolucionar nuestro país y nuestro mundo en formas que a mis padres le hubieran resultado inimaginables, y que continúan sorprendiéndome con cada año transcurrido.
Durante mi vida, las mujeres estadounidenses han obtenido el derecho al voto, y una es, finalmente, la candidata de un partido político importante. Un católico de origen irlandés se convirtió en presidente. Quizás más increíble, un afroamericano es hoy nuestro presidente.
Cuanto más tiempo he vivido, menos me ha sorprendido la inevitabilidad del cambio, y me he alegrado porque muchos de los cambios que he visto han sido buenos.
Sin embargo, también he vivido los horrores de una Gran Depresión y de dos guerras mundiales, la segunda de las cuales fue iniciada por un hombre que prometió que iba a restaurar en su país su antigua grandeza.
Tenía 16 años cuando ese hombre llegó al poder en 1933. Durante casi una década antes de su ascenso al poder se rieron de él – nadie lo tomaba en serio. Fue visto como un bufón que no podría engañar, con su retórica nacionalista y llena de odio, a una población educada, civilizada.
Los «expertos» lo ignoraron, lo consideraron una broma. Se equivocaron.
Hace unas semanas hemos escuchado unas palabras pronunciadas en Arizona, que mi esposa, Anne, criada en Alemania, me dijo que le habían helado los huesos. Ellas también podrían haber sido pronunciadas en 1933:
«También tenemos que ser honestos sobre el hecho de que no todo el que trate de integrarse a nuestro país será capaz de asimilarse con éxito. Es nuestro derecho como nación soberana poder elegir los inmigrantes que creemos tendrán mayor probabilidad de prosperar y florecer aquí … [incluyendo] nuevas pruebas de selección para todos los solicitantes, que deben incluir una certificación ideológica para asegurarnos de que esas personas que estamos admitiendo comparten nuestros valores … «
Estos no son los valores estadounidenses por los que luchamos en la Segunda Guerra Mundial, los valores que buscamos proteger.
He vivido una buena y larga vida. No voy a estar aquí para ver las consecuencias si este mal se enraíza en nuestro país. Sin embargo, sus hijos y los míos si estarán.
Hasta ahora, creía que por fin había visto todo bajo el sol. Pero este es el tipo de mensaje alarmista que nunca antes había sido oído en labios de un importante candidato a la presidencia de Estados Unidos.
He vivido una buena y larga vida. No voy a estar aquí para ver las consecuencias si este mal se enraíza en nuestro país. Sin embargo, sus hijos y los míos sí estarán. Y sus hijos. Y los hijos de sus hijos.
Todos nosotros todavía anhelamos permanecer como seres libres. Es lo que representamos como país. Siempre he sentido un gran orgullo por ser norteamericano. En el tiempo que me queda, rezo para que ello nunca cambie. En nuestra democracia, la decisión de permanecer libres está en nuestras manos.
Mi 100 ° cumpleaños es exactamente un mes y un día después de la próxima elección presidencial. Me gustaría celebrarlo soplando las velas de mi pastel, y a continuación, silbando «Happy Days Are Here Again» (Los días felices están de nuevo aquí.)
Como mi querida amiga Lauren Bacall dijera, «Tú sabes silbar, no? Solo junta tus labios y sopla».
Traducción: Marcos Villasmil
NOTA ORIGINAL:
The Huffington Post
Kirk Douglas
The Road Ahead
I have always been deeply proud to be an American. In the time I have left, I pray that will never change.
I am in my 100th year. When I was born in 1916 in Amsterdam, New York, Woodrow Wilson was our president.
My parents, who could not speak or write English, were emigrants from Russia. They were part of a wave of more than two million Jews that fled the Czar’s murderous pogroms at the beginning of the 20th Century. They sought a better life for their family in a magical country where, they believed, the streets were literally paved with gold.
What they did not realize until after they arrived was that those beautiful words carved into the Statute of Liberty in New York Harbor: “Give me your tired, your poor, your huddled masses, yearning to breathe free,” did not apply equally to all new Americans. Russians, Poles, Italians, Irish and, particularly Catholics and Jews, felt the stigma of being treated as aliens, as foreigners who would never become “real Americans.”
The longer I’ve lived, the less I’ve been surprised by the inevitability of change, and how I’ve rejoiced that so many of the changes I’ve seen have been good.
They say there is nothing new under the sun. Since I was born, our planet has traveled around it one hundred times. With each orbit, I’ve watched our country and our world evolve in ways that would have been unimaginable to my parents – and continue to amaze me with each passing year.
In my lifetime, American women won the right to vote, and one is finally the candidate of a major political party. An Irish-American Catholic became president. Perhaps, most incredibly, an African-American is our president today.
The longer I’ve lived, the less I’ve been surprised by the inevitability of change, and how I’ve rejoiced that so many of the changes I’ve seen have been good.
Yet, I’ve also lived through the horrors of a Great Depression and two World Wars, the second of which was started by a man who promised that he would restore his country it to its former greatness.
I was 16 when that man came to power in 1933. For almost a decade before his rise he was laughed at ― not taken seriously. He was seen as a buffoon who couldn’t possibly deceive an educated, civilized population with his nationalistic, hateful rhetoric.
The “experts” dismissed him as a joke. They were wrong.
A few weeks ago we heard words spoken in Arizona that my wife, Anne, who grew up in Germany, said chilled her to the bone. They could also have been spoken in 1933:
“We also have to be honest about the fact that not everyone who seeks to join our country will be able to successfully assimilate. It is our right as a sovereign nation to choose immigrants that we think are the likeliest to thrive and flourish here…[including] new screening tests for all applicants that include an ideological certification to make sure that those we are admitting to our country share our values…”
These are not the American values that we fought in World War II to protect.
I have lived a long, good life. I will not be here to see the consequences if this evil takes root in our country. But your children and mine will be.
Until now, I believed I had finally seen everything under the sun. But this was the kind of fear-mongering I have never before witnessed from a major U.S. presidential candidate in my lifetime.
I have lived a long, good life. I will not be here to see the consequences if this evil takes root in our country. But your children and mine will be. And their children. And their children’s children.
All of us still yearn to remain free. It is what we stand for as a country. I have always been deeply proud to be an American. In the time I have left, I pray that will never change. In our democracy, the decision to remain free is ours to make.
My 100th birthday is exactly one month and one day after the next presidential election. I’d like to celebrate it by blowing out the candles on my cake, then whistling “Happy Days Are Here Again.”
As my beloved friend Lauren Bacall once said, “You know how to whistle don’t you? You just put your lips together and blow.”