Krauze: Desamparo mexicano
Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, fue asesinado el 1 de noviembre de 2025 y el gobierno no asume responsabilidad en lo sucedido.
Cada cien años México parece tener una cita con la violencia. La primera se dio en 1810 y duró casi siete décadas. La segunda, de 1910, se prolongó dos décadas. La tercera comenzó en los primeros años de este siglo y no tiene para cuándo terminar. El responsable principal es el régimen actual.
Tras las dos primeras experiencias, el Estado mexicano logró el “monopolio legítimo de la violencia dentro de su territorio” (en los términos clásicos de Max Weber). En ambos casos, el Estado impuso la seguridad que, bajo cualquier criterio, es su fundamento. En este tercer ciclo, México vive una situación inédita. Desde diciembre de 2018, abdicando de ese deber esencial, el Estado dejó de proteger las vidas de los mexicanos.
Más allá de su justificación histórica, la Guerra de Independencia causó la muerte de 250.000 personas. Tras su consumación el país se precipitó en una larga era de pronunciamientos, guerras, invasiones y un fenómeno endémico: el bandidaje. Hacia 1840, la marquesa Calderón de la Barca describía la “plaga de ladrones que infesta a la República, que nunca ha podido ser extirpada” y la atribuía al “estado continuo de desorganización en que se encuentra el país”. Al término de las Guerras de Reforma e Intervención (1858 a 1867) la mayor preocupación de Benito Juárez fue alcanzar la paz y el orden.
El primer ciclo de violencia concluyó cuando el Estado mexicano, encabezado por Porfirio Díaz, pacificó al país en los términos que él mismo describió con crudeza en la famosa entrevista con James Creelman en 1908: “Éramos duros. Algunas veces, hasta la crueldad. Pero todo esto era necesario para la vida y el progreso de la nación”.
Más allá de su justificación histórica, la Revolución mexicana causó la pérdida de un millón a un millón y medio de habitantes, debido a los enfrentamientos armados, enfermedades como el tifo y la influenza, el hambre y el desplazamiento. Nuevamente, la violencia fue feroz, muchas veces cruel e injustificada, como en la matanza de chinos por las tropas maderistas en Torreón (1911). Todas las facciones cometieron atrocidades: las violaciones de los villistas, la voladura de trenes por los zapatistas o los asesinatos perpetrados por los carrancistas. El costo económico fue devastador: haciendas destruidas, industrias paralizadas. Y la violencia política no se detuvo: la Guerra Cristera y varias rebeliones ensangrentaron al “México bronco” de los años veinte.
El segundo ciclo de violencia concluyó cuando el Estado mexicano, encabezado por Plutarco Elías Calles, impuso la seguridad, fundando el Partido Nacional Revolucionario. Entre 1929 y 2000 no dejó de haber violencia de diversa índole, pero los índices indican una caída sustancial.
La violencia de este siglo no podía tener justificación posible pero, generosamente, el primer gobierno del régimen actual se la regaló: “La delincuencia es pueblo”. Con esa coartada se instauró la política (llamémosle así) de “abrazos, no balazos” cuyo efecto fue dejar manos libres a la delincuencia organizada y a la delincuencia común. Resultado: un saldo récord de 200.000 muertos. Para colmo, sectores clave del propio Estado organizaron sus propias redes delincuenciales llevando la corrupción política a niveles de degradación (y lucro) sin precedentes.
El segundo gobierno del mismo régimen ha dado un cierto giro a su política de seguridad, pero lo ha hecho de manera ambigua, contradictoria. Se proclama que “no habrá impunidad”, pero se ha descabezado a las instituciones de justicia y a las leyes de amparo que hubiesen sido el instrumento para hacer realidad esa bonita frase. Se persigue, captura y hasta extradita a notorios capos de la delincuencia organizada, pero ni con el pétalo de una rosa se toca a los capos notorios de la delincuencia política organizada. Se dice lamentar –con semblante helado– el asesinato de Carlos Manzo, pero se transfiere la culpa a toda la humanidad… menos al propio gobierno que es, por principio, el responsable de la seguridad.
Recuperar para el Estado su deber principal no implica repetir los métodos dictatoriales de Porfirio Díaz ni del PRI. Pero mucho menos un fingido pacifismo que en realidad es una mal fingida complacencia.
Ni abrazos ni balazos: persecución del delito, procuración de justicia y aplicación de la ley. En una palabra, Estado de derecho. El gobierno anterior fue su reverso. El gobierno actual no se separa del ominoso libreto. Su imperdonable actitud ampara al crimen y desampara al mexicano.
