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Kris Kristofferson, el novio de mi madre

KK aportó su profundo carisma, su sensibilidad y su mirada a los dos mejores westerns americanos y contribuyó a dignificar el country con su principal aportación: las letras.

                                                                      Joergens.mi

 

Siempre estuvo enamorada de él. La primera película que recuerdo ver con mis padres en la que salía Kris Kristofferson fue Convoy, de Sam Peckinpah, entrañable neowestern bastante gañán, en el que Kristofferson interpretaba a un camionero empeñado en seguir su camino fuera el que fuera, destrozando muchos coches de policía por el camino como metáfora del individualismo salvaje que Kristofferson encarnaba tan bien. Yo aún no podía asociar aquella cara algo pétrea y a la vez tierna con el autor de Me and Bobby McGee, la canción que, en la voz de Janis Joplin, ayudó a convertir a KK en un mito. Aquella canción, cantada de manera póstuma por una cantante borracha, fea y genial se convirtió en un himno para toda una generación, la de mis padres, que sentían que era algo más que una simple canción. En la tradición beatnik americana, Kristofferson narra el viaje en autostop de una pareja hacia Nueva Orleans para hablar, de nuevo, sobre la libertad individual y social. Era sobre todo un canto poético y catártico.

 

 

 

 

En cada película que veíamos y en cada película mi madre siempre decía lo mismo, “no puede ser más guapo” para luego corregirse y decir: guapo e interesante. Y es que KK era eso. Interesante, intenso, distinto, con sentido del humor, guapo a su manera –los ojos entrecerrados, la barba pronto cana, o sin afeitar– con una mezcla de ternura infantil, cierta virilidad y un halo de melancolía marcada por su triste figura. Si se hubiera hecho una buena versión western de El Quijote tendría que haberla interpretado él.

Era un ejemplo de texano de manual. Independiente y a la vez cálido, duro y con un punto vulnerable, como un personaje de alguna de sus canciones. Con arraigado pasado militar –por la vía familiar– belicoso y armado como buen texano, fue piloto de helicóptero y a la vez estudioso de la literatura inglesa –becado en Oxford- y más adelante repudiado por los suyos por hippie, melenudo y cantarín.

Inseguro con su voz pero orgulloso autor de canciones para otros (y qué otros, Jerry Lee Lewis, Johnny Cash, Waylon Jennings, Willie Nelson, Gordon Lightfoot, Barbra Streisand, Janis Joplin), odiaba cantar –decía de sí mismo que cantaba como un pato y ese apodo, el Pato, llevaba, no sin guasa en Convoy– y hasta que el productor y dueño del sello Monument, Fred Foster, no insistió e insistió, Kris no se atrevió a cantar. Lo hizo con un disco homónimo en 1970, que lo convirtió de inmediato en la nueva gran sensación de la música americana.

Kristofferson contribuyó como pocos autores a dignificar el country con su principal aportación: las letras. Gracias a su bagaje académico y su amor por la poesía y la (buena) literatura –sus filias y referencias iban de Stevenson a Byron–, KK renovó, con una escritura entre romántica, simbolista o beatnick, una escena tan conservadora y rancia como la del country, llevándose por delante los prejuicios sobre lo que sí y lo que no se podía cantar: fue provocador y pionero a la hora de hablar de sexo y drogas de una manera tan brutal como lírica, jugando con las sensibilidades hippies tan de la época –de ahí que fuera admirado desde el principio por ellos, que lo tomaron por uno más– y creando un imaginario personal que ponía el foco en los personajes: perdedores, forajidos, soldados, prostitutas, drogatas, yonquis, desposeídos y desamparados que pueden medirse, en ambición y resultados, con los de Dylan o Sam Shepard. Entre sus muchos hallazgos, la influyente Sunday morning coming down –tanto en su voz como en la de otros–,  Help me make it through the nightJody and the KidGettin’ By, High and Strange o The Taker.

 

 

 

 

Alternó sus discos en solitario con los discos grabados junto a su pareja de entonces, Rita Coolidge, colecciones de canciones de amor (y sexo) pastoral y jipioso country entre las que destaca Full Moon, en la que se incluye el verso It’s hard to be friends / when it was so easy to be lovers que, además de toda una declaración de intenciones de cómo las gastaban por aquel entonces, pudo servir de profecía autocumplida cuando Kris se divorció de Rita y entró en una escalada de autodestrucción (vía alcohol más que drogas) que culminó, a primeros de los ochenta, en To the bone, producido por Norbert Putnam, a la vez resumen de una vida vivida y nuevo punto de inicio de una nueva vida por vivir. Mención aparte merecen los discos junto con The Highwaymen, el super grupo de outlaw que formó con sus compadres Jennings, Cash y Nelson; tres discos de canciones propias y ajenas y entre las que, curiosidad, no destaca una canción suya, sino una del genial compositor de Oklahoma, Jimmy Webb,  Highwayman, su gran hit y la que dio nombre al grupo.

 

 

 

 

Nunca dejó de grabar discos y al final de su carrera un encuentro providencial con Don Was –que ya había producido su disco del 95 A Moment of Forever– y al estilo del que se produjo entre Rick Rubin y Johnny Cash revitalizó su carrera con unos discos de producción algo polvorienta, llevando las (muchas) debilidades de la voz a primer plano. This Old Road o Closer to the Bone son dos maravillas, dos clásicos de culto, destinados a no envejecer, plagados de buenas canciones, siendo la propia Closer to the Bone quizá su mejor composición en años.

Sex symbol asentado del country, el cine no tardó en aprovechar la presencia de KK. Como sex symbol aparecía en Alicia ya no vive aquí de Scorsese, situada en el mundo de los cantantes amateurs de country, en la poco viejuna y un poco apagada Ha nacido una estrella, a mayor gloria de Barbra Streisand –la, en fin, más nombrada en los titulares de su muerte y así nos va– en la mencionada Convoy o encarnando, a mediados de los ochenta, al misterioso exconvicto Hawk en la muy de culto Inquietudes, en la que se acompañaba de otro mito viril del country como Keith Carradine. Su rastro como actor se pierde como bien protagonista de discretas serie B –cuando no directamente lanzadas a vídeo– o como secundario de lujo reclutado por directores con sensibilidad literaria –John Sayles (Lone Star, Limbo), James Ivory (La hija de un soldado nunca llora), Brian Helgeland (Payback), Linklater (Fast Food Nation)–o plástica –Tim Burton (su olvidado remake de El planeta de los simios) o Guillermo del Toro (Blade II)–.

KK aportó, además, su profundo carisma, su sensibilidad y su mirada a los dos mejores westerns americanos de la que podríamos llamar segunda época. Aquella condicionada e influenciada -algunos dirían que herida, o tocada de muerte- por el desencanto del hippismo, Vietnam y el propio western europeo, que fructificó en obras que desmitificaban el oeste americano y lo transmutaban del hermoso espacio de héroes blancos sin tacha a una tierra hostil, sucia, desagradable, poblada por desalmados cínicos aventureros y asesinos. Kritofferson puso su cara al Billy the kid de Peckinpah en una de las películas más tristes de la historia, metáfora de una América perdida, violenta y salvaje. Igual (o más) de violenta y salvaje era La puerta del cielo, la película más hermosa de la década de los 80, descarnada, poética y masacrada por los intereses de la crítica y los estudios de Hollywood que la usaron como cabeza de turco para tomar el control de las producciones y de los presupuestos para llevar al cine americano a la decadencia en la que vive hoy. Kristofferson estaba al frente de un reparto sobresaliente (Christopher Walken, Jeff Bridges, Isabelle Huppert, John Hurt, Sam Waterston, Brad Dourif y Joseph Cotten) y en la que su mirada, a mirada de América, era la que aportaba la melancolía que tiene esta película única, que siempre hay que volver a revisitar.

Kris Kristofferson, tan mítico que un disco suyo sirve de (broma privada y) punto de conflicto y desunión entre el Travis Bickle de Taxi Driver y su objeto de deseo, Cybill Shepherd, conocido además, más mítico, por ser el apoyo apoyo de Sinead O’Connor en aquello de los abucheos por lo de romper la foto del papa y que se convirtió en amigo de vida y al que llegó a dedicarle una preciosa canción, “Sister Sinead”. Majo, guapo, elegante, carismático y genial. Qué ojo tenía mi madre para escoger novios.

 

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