La amnistía y Zapatero
«Una reconciliación exige la voluntad de las dos partes, debe ser recíproca. Esta amnistía no se sellará con un abrazo, sino con un reproche y pronto una agresión»
Ilustración de Alejandra Svriz.
José Luis Rodríguez Zapatero fue la estrella invitada en la convención política que los socialistas celebraron el pasado fin de semana en La Coruña. El expresidente se declaró, con su habitual solemnidad, firme defensor de la amnistía, porque cree en «la democracia de la generosidad, de la convivencia y del volver a empezar». Este simpático salmo es repetido por el expresidente desde que la amnistía se convirtió en condición necesaria para asegurar los votos de Junts.
La retórica de la reconciliación es la médula del discurso pro-amnistía. Con esas dos palabras, amnistía y reconciliación, se procura liberar los ecos de aquellas amnistías (porque hubo dos) de 1977. A veces no hace falta esperar el eco, y el paralelismo es explícito. El presidente ha defendido su amnistía alegando que gracias a la de 1977 «se superaron desde el perdón contenciosos políticos y se dejaron atrás delitos de sangre» y, por ello, «la democracia salió adelante». Se ha repetido ad nauseam que la equiparación de ambas amnistías es falaz: es lógico que se extinga la responsabilidad penal de delitos políticos cometidos bajo una dictadura, pero no los cometidos en un régimen democrático y garantista. Aquella fue una medida transicional, esta es un recurso de investidura. Aquella se aprobó por el interés público y por la convivencia, mientras esta responde al interés privado y a la conveniencia. Aquella contó con un consenso parlamentario aplastante, esta tiene al Parlamento dividido. A la democracia se transita amnistiando, pero en la democracia se permanece cumpliendo y haciendo cumplir la ley.
«Se recuerda poco que amnistiar entonces a decenas de terroristas con delitos de sangre fracasó como instrumento de paz»
Entiendo que Zapatero, con su entrañable retórica, apartaría mis razones e insistiría sobre la necesidad de la reconciliación, esa palabra que tanto despreciaron quienes, hasta hace muy poco, veían en las amnistías de la Transición un injusto pacto del olvido, el escudo inquebrantable del franquismo. No es mi caso, y tampoco el de Zapatero, que defendió la validez de la amnistía ante quienes pretendieron juzgar a Rodolfo Martín Villa.
Pero a Zapatero, y a todos aquellos que defienden la amnistía del hoy mirándose en el espejo de 1977, se les escapa algo importante: una reconciliación exige la voluntad de las dos partes en discordia. Para que una amnistía tenga efectos pacificadores, esta debe ser, por decirlo así, recíproca. Comparto con Zapatero el anhelo de un país unido, pero esto no lo comparten los amnistiados de hoy: esta amnistía no se sellará con un abrazo, sino con un reproche y pronto una agresión. También en esto nos sirve de ejemplo la amnistía de la Transición. Por motivos evidentes, estos días se recuerda poco que amnistiar entonces a decenas de terroristas con delitos de sangre fracasó como instrumento de paz y reconciliación. A partir de entonces, ETA no mató menos, sino más, mucho más. La banda no vio la amnistía como un gesto de magnanimidad, sino como una señal de debilidad: si matando hemos logrado una amnistía, matando más lograremos la independencia.