Democracia y PolíticaPolítica

La bestia del fascismo

1478599651_419456_1478619882_noticia_normal_recorte1La actual crisis de las instituciones políticas ofrece un paralelismo con la década de 1930

El historiador Fritz Stern, que escapó de los nazis, fue uno de los pioneros de los estudios de historia de Alemania en Estados Unidos. Falleció el pasado año, pero antes llevaba ya cierto tiempo avisando sobre las señales de que el fascismo estaba reapareciendo. Y no hablaba de su país natal.

¿Fascismo en Estados Unidos? No hay que exagerar. Ahora bien, antes de descartarlo, quizá deberíamos reflexionar sobre lo que hemos aprendido del fascismo en general, gracias a la labor de Stern y otros autores.

En ciertos aspectos, es difícil ver similitudes entre la República de Weimar o la Italia de Mussolini y el mundo en el que vivimos. No hay nadie que reclame un Estado gobernado por un partido único. No hay prietas filas de camisas negras o camisas pardas que desfilen por las calles. No hay monárquicos dispuestos a apoyar a quien sea con tal de no caer en el abismo del bolchevismo. Si hubo un factor común tras el ascenso de la extrema derecha en la década de 1920 fue el espectro de la revolución rusa y el miedo a que se extendiera. Por muy alargada que sea la sombra de Vladimir Putin, no llega a ese punto. Rusia ocupa en la sociedad internacional un puesto que la Unión Soviética de Lenin nunca tuvo.

¿Las cosas son muy distintas, pues? No tan rápido. A Stern le preocupaban la corrupción del discurso público y un mundo en el que todo se ha vuelto opinión. Le habrían alarmado aún más la repercusión de Twitter y el hecho de que hayan saltado a los grandes medios de comunicación unas teorías de la conspiración antes marginales.

Hemos tenido la tendencia a ver el fascismo como una patología, y eso hace más difícil de comprender su ascenso. Ante el triunfo de la derecha entre las dos guerras mundiales, no solo en Alemania sino en toda Europa, desde España hasta Lituania, los historiadores hablan de la irracionalidad del pueblo, el misterioso carisma del dictador, incluso los tipos de personalidad que explican por qué grandes sectores de población, al parecer, querían que los dirigieran. Lo que todas estas interpretaciones tienen en común es que subrayan lo distintas que eran esas personas de nosotros.

Quizá ellos estaban traumatizados por sus experiencias en los frentes de la Primera Guerra Mundial; quizá habían perdido todo su dinero en la Gran Depresión. En cualquier caso, continúa el relato, aquel giro a la derecha tuvo un componente excepcional. El mensaje es tranquilizador: una vez derrotado el nazismo, los fascismos no volverán a triunfar jamás. La bestia cayó abatida.

Y es probable que el fascismo no vuelva, porque, después de todo, sí era un producto de su tiempo. Pero el racismo y el sentimiento xenófobo que encerraba nunca han desaparecido del todo. Su expresión pública se toleró menos durante un tiempo, una tendencia que ahora puede estar invirtiéndose.

Hay al menos otro aspecto fundamental en el que el periodo de entreguerras y el nuestro guardan una incómoda semejanza. Seguramente, no deberíamos pensar tanto en quién se ha vuelto fascista sino en quién ha perdido la fe en el gobierno parlamentario, su sistema de mecanismos de control y equilibrio y sus libertades básicas.

El ascenso del fascismo se apoyó en una profunda crisis de la democracia liberal. Y la verdadera lección que debemos extraer está en esa crisis de las instituciones democráticas entre las dos guerras. Antes de la Primera Guerra Mundial, la gente luchó para ampliar el poder de los Parlamentos y consagrar las constituciones. Unos elementos que después perdieron su atractivo a una velocidad asombrosa.

En toda Europa, muchos achacaron los males de la sociedad al poder de los Parlamentos y expresaron su deseo de tener un dirigente único que acumulara más poder en su persona. Dijeron que los Parlamentos eran unas meras fachadas que servían de cobertura para hacer lo que exigían unas élites y unos grupos de presión sin fin.

El paralelismo más llamativo es que los partidos políticos se volvieron más extremistas y empezaron a considerarse mutuamente ilegítimos. Los aparatos judiciales y las policías se politizaron. Esa crisis institucional es la que contiene la mayor similitud entre Weimar y Estados Unidos de la actualidad.

Las dictaduras no han desaparecido, e incluso es posible que estén resurgiendo. El último ejemplo es Turquía, donde los ataques del presidente Recep Tayyip Erdogan contra los medios de comunicación y las universidades han supuesto un deterioro sin precedentes de las libertades en dicho país.

Pero el fascismo no se limitó nunca a la existencia de dictadores. Como escribió hace décadas el politólogo conservador Michael Oakeshott, los progresistas se engañan al centrarse en la figura del dictador, como si el único problema fuera una persona.

El verdadero problema está en la sombra del dictador, las condiciones que permiten el ascenso del líder. El vaciado de esas instituciones fundamentales sin las que ningún Estado moderno puede autogobernarse, ninguna sociedad moderna puede funcionar, y el extremismo del discurso político ya están entre nosotros. Y da la impresión de que en Estados Unidos se van a quedar.

 

Mark Mazower es catedrático de historia en la Universidad de Columbia.

© The Financial Times Ltd.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

 

 

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