En su excelente The future of capitalism, el economista y experto en desarrollo Paul Collier afirma que “no cabe duda de que nuestras sociedades se han polarizado y dividido entre quienes tienen ingresos superiores y han rechazado la identidad nacional en favor de la identidad que les dota su trabajo, y los que están en las clases bajas que todavía se aferran a ella [a la identidad nacional].” Los individuos con empleos liberales y con alta cualificación desarrollan una identidad que sustituye a la religión o la nación; los repartidores de Glovo, en cambio, no pueden crearse una identidad laboral en una situación precaria e indeseable. Por eso, como sostiene Collier, se aferran a una de las pocas identidades colectivas que aún persisten con fuerza: la nación.
Para Collier, esta brecha ha acabado con la reciprocidad necesaria para el sostenimiento de un Estado de bienestar y explica en cierto modo la revuelta populista contra las élites. Si las clases educadas no comparten una identidad colectiva con las clases bajas, sienten que no tienen una obligación hacia ellas (Collier piensa que hace décadas las élites y las clases altas contribuían más a la sociedad y la economía porque sentían que estaban contribuyendo al bienestar general de su país). Esto produce un resentimiento en los desfavorecidos, que desconfían de unas élites alejadas y condescendientes.
Pero ¿de verdad existía una responsabilidad de las élites hacia los más desfavorecidos durante los años del “consenso socialdemócrata”? ¿O es que había un consenso amplio de que el Estado tenía una responsabilidad con los más desfavorecidos y forzó a las élites a contribuir (con altos impuestos)? Collier es a menudo nostálgico del “espíritu del 45”, de las socialdemocracias de la posguerra mundial que crearon los Estados de bienestar de hoy. Pero su análisis apunta a una brecha innegable: tras la Gran Recesión, muchos precarios económicos se han convertido también en precarios políticos que desconfían de las élites y se dejan seducir por el nacionalismo.
Su solución a esta brecha no es muy imaginativa. Propone reconstruir una identidad nacional basada en la pertenencia y la convivencia en un mismo sitio. Lo que nos une con nuestros vecinos es simplemente que son nuestros vecinos. Recuerda a las ideas de Michael Ignatieff en Las virtudes cotidianas: el contexto lo es todo, y la solidaridad y empatía de las comunidades no están en un vacío, sino que son a menudo locales. Por mucho que aspiremos a una solidaridad global, dice Collier, hay un “hecho bruto y es que el dominio de la política pública es inevitablemente espacial. Los procesos políticos que permiten la existencia de políticas públicas son espaciales: las elecciones nacionales y locales generan representantes con autoridad sobre un territorio”.
Es algo que ya sostenía Hannah Arendt durante la Segunda Guerra Mundial: los derechos humanos no existen de facto fuera de los Estados nación. Y los Estados de bienestar tienen unos límites territoriales claros. Collier no cree que haya que cerrar las fronteras, y lleva décadas exigiendo a los países occidentales que extiendan su solidaridad hacia los más desfavorecidos en el Tercer Mundo. Pero cree, como creía Richard Rorty hace 25 años, que no es posible ser solidario (ni con los desfavorecidos dentro de un país ni con los de otros países) sin una especie de orgullo nacional patriótico.
La cuestión de la identidad nacional siempre contiene una paradoja: cuando no está muy presente el nacionalismo, hablar de identidad nacional no parece muy inteligente o efectivo, y se corre el riesgo de encender la llama del radicalismo; cuando está muy presente, cualquier discurso de patriotismo constitucional o liberal suena mojigato e ineficaz frente al nacionalismo exaltado.
El proceso independentista en Cataluña explica más o menos esta paradoja. El procés ha acabado con los partidos catalanistas moderados (queda un PSC muy débil). No existe soberanismo o nacionalismo pactista, solo independentismo rupturista. El discurso de la nación es propiedad casi exclusiva de los nacionalistas. Hace años, en cambio, existía un consenso catalanista relativamente moderado. Se hablaba de nación cultural sin aspirar a la independencia. Y, sin embargo, esa moderación era a veces un primer paso hacia la radicalización. El discurso esencialista de la nación (de su lengua y cultura únicas, siempre combinando victimismo y un ligero supremacismo) estaba poniendo las bases del independentismo que vino después.
No todo discurso de la identidad nacional es supremacista o el preludio de un nacionalismo excluyente, pero es cierto que cae fácilmente en misticismo y esencialismos. El discurso de la nación es siempre metafísico. El espacio para un patriotismo constitucional, que hable de manera racional de la lealtad a un Estado pero también a un espacio emocional como la nación, es diminuto, y su estabilidad no está garantizada. Siempre habrá quien diga que hasta que no sepamos quiénes somos exactamente como nación no podremos prosperar. Y ese debate es eterno, estéril y lo pueden monopolizar fácilmente los nacionalistas.
Hablar de una comunidad política que garantiza nuestros derechos y libertades no moviliza a nadie; hablar de una patria milenaria sí lo hace. En un término medio, podemos confiar (un poco ingenuamente) en que, construyendo Estados eficientes y prósperos e integrando en un relato común a los precarios políticos, no haga falta hablar mucho de identidad nacional.
Ricardo Dudda: (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de La verdad de la tribu. La corrección política y sus enemigos (Debate, 2019).