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La Callas, Marilyn y un manojo de rábanos

Los que fuimos niños gorditos con gafas nos reconocemos entre nosotros. Da igual que nos hayamos hecho mayores, que hayamos adelgazado o que nos hayamos operado la miopía. La infancia deja cicatrices indelebles. Es obvio que yo hablo de las que conozco, cada uno tiene las suyas, pero es también indiscutible que hay cosas que nunca se superan, solo se aprende a vivir con ellas y basta un pequeño gesto para que se encienda el interruptor en la memoria que te lleve exactamente a ese lugar donde fuiste la gafotas, a cuando el profesor de baile regional te hizo actuar a ciegas porque, según él, el traje tradicional de gallega nunca se llevó con gafas, por citar un ejemplo al azar. Los amantes de las formas puras no tuvieron piedad durante el siglo XX, no nos librábamos ni los niños.

Por una cuestión similar, María Callas nunca quiso representar la ópera Carmen de Bizet. La cantó y la grabó, demostrando que podía hacerlo de manera magistral, lo cual tampoco era ninguna sorpresa, pero nunca aceptó encarnar a la gitana de Sevilla a pesar de que Luchino Visconti, que la había dirigido en la Scala con muchísimo éxito, y el maestro Tullio Serafin, el director que la ayudó a triunfar, le insistieron durante gran parte de su carrera para que lo hiciese. María, que también fue una niña gordita con gafas y que hasta que no adelgazó a casi la mitad de su peso original no vio su carrera lanzada de manera contundente, tenía pánico a ponerse en ridículo con aquel personaje. Carmen le exigía aprender a bailar y hacerlo encima de una mesa, enseñando los tobillos casi a la altura de los ojos del público. Eso, para ella, era demasiado.

Podía dejar plantado al presidente de Italia y a toda la alta sociedad en la ópera de Roma después del primer acto de Norma, sin dar más explicaciones que una indisposición, sin ningún remordimiento, pero enseñar los tobillos era otra cosa. Los miedos suelen ser más fuertes que las certezas, así que, aunque cantar a ciegas fue uno de sus superpoderes, ya que la obligaba a saberse de memoria toda la partitura de la ópera, incluidas las indicaciones del director, dejándole así libertad para interpretar a su aire, la consciencia de su cuerpo fue su mayor enemiga.

Buscamos motivos para aquello que no podemos controlar, así que, como si quisiera confirmarse que el personaje no era para ella, María Callas eligió cantar la «Habanera» de Carmen la noche que se volvió invisible, la única vez en su vida en que cantó ante más de quince mil personas y, aunque hay incluso un vídeo que lo atestigua, nadie recuerda que hubiese estado allí, en el cumpleaños del presidente Kennedy, el día que Marilyn lo eclipsó todo.

Es curioso que la primera vez que el destino de María Callas debía cruzarse con el de Jackie Kennedy ni siquiera se encontraron. La primera dama decidió no asistir al Madison Square Garden el 19 de mayo de 1962, día en que su esposo ejemplar, John F. Kennedy, celebraría sus cuarenta y cinco años con una fiesta multitudinaria que serviría para recaudar fondos para el Partido Demócrata. No quería que las cámaras la grabasen mientras tenía que observar cómo Marilyn Monroe le cantaba el cumpleaños feliz a su marido. En aquel momento ni siquiera sabía qué iba a significar ese minuto y medio de «Happy birthday, Mr. President» en el imaginario colectivo. Ni falta que le hacía, por lo que parece. De momento, ella solo se preocupaba por ser la perfecta primera dama, lo cual se resumía en crear estilo y posar siempre impecable en las fotos, ni muy impostada ni vulgar, simplemente Jackie.

Aunque pensó en vetar la actuación de la Monroe, se sintió incapaz de gestionar la avalancha de prensa que generaría una decisión así, ya se había anunciado oficialmente que Marilyn sería parte del show, así que lo más prudente por su parte era quitarse de en medio. Cuando se corrió la voz de que la esposa no estaría, la expectación se multiplicó, todo el mundo quería ser testigo de aquel momento, la imaginación del público empezó a trabajar antes de que sucediese nada.

Jackie no estuvo, ni se la esperó, pero María Callas sí y a Marilyn se la esperó toda la noche, aunque en el caso de la Monroe no tenía la menor importancia porque siempre llegaba tarde, por lo tanto llegó justo a tiempo para ser recordada durante toda la vida. En realidad, la gala fue una especie de farsa para hacer tiempo hasta que llegase Marilyn.

Antes incluso de salir a cantar, María ya se había arrepentido de haber ido, como la mayoría de los artistas que actuaron aquella noche, aunque por razones obvias ninguno lo dijo, pero, según los cronistas, entre bastidores se podía sentir el malestar.

Peter Lawford, que era miembro del Rat Pack y cuñado de Kennedy, presentaba la gala, repitiendo en cada actuación casi exactamente el mismo discurso: «Señor presidente, con motivo de su cumpleaños esta dama adorable no solo es bella sino puntual, señor presidente… ¡Marilyn Monroe!», el público se volvía loco aplaudiendo y silbando, pero no aparecía nadie en el escenario, Lawford continuaba: «Señor presidente… ¡Ella Fitzgerald!». Esta escena se repitió una vez tras otra con Peggy LeeHarry BelafonteJack Benny, con todos y cada uno de los invitados hasta llegar a María, que, según el programa, cerraría el espectáculo, pero Marilyn aún no había llegado.

Y la Callas salió al escenario, con un vestido de tafetán rojo y un collar de diamantes, sonó la «Habanera» y en francés impecable la diva cantó como si fuese un preludio de lo que vendría:

Si tu ne m’aime pas, je t’aime, si je t’aime, ¡prend garde à toi! (Si tú no me amas, yo te amo, si tú me amas, ¡ten cuidado!).

Cuando apenas estaba terminando de recibir sus aplausos y saliendo del escenario, Lawford, haciendo honor al título de cuñado, volvió a aparecer de improviso interrumpiendo la ovación: «Porque, señor presidente, quizá en el show business no hay otra mujer que haya significado más, que haya hecho más, señor presidente, la impuntual, la muy impuntual … ¡¡Marilyn Monroe!!».

María Callas, 1963. Foto: Cordon.

Si María escuchó esta presentación, tenía que estar encantada de haber sido la telonera de aquella innecesaria escenificación de adulterio, con el presentador canalla de maestro de ceremonias.

Apareció Marilyn y en ese mismo momento todo lo que no era ella se volvió borroso, la Monroe cruzó el escenario envuelta en una estola de piel, caminando a saltitos, con un vestido transparente cubierto de perlas, sin ropa interior y con el pelo como un algodón de azúcar. La fantasía hecha carne, con la voz más resbaladiza del mundo, cantó entre suspiros «Happy Birthday, Mr. President».

 

 

Y dio igual todo, lo único que sucedió aquella noche fue ese minuto y medio. Tampoco importó que Jessica Rabbit no existiese todavía, la versión oficial de los hechos relata que vio salir de sus labios mientras cantaba un beso dirigido a «Mr. President», no importa si lo hubo o no, porque todo el mundo dijo haberlo visto y nadie puede luchar contra los testigos presenciales.

María Callas, la divina, la casta diva, la tigresa, tendría que estar ya en esos momentos preparando las maletas para volverse a Europa, pero, seguramente porque era la gala de un jefe de Estado, decidió quedarse un poco más y asistir a la recepción posterior, a la que por supuesto también acudió Marilyn a eclipsarlo todo, sin haberse cambiado de vestido, no podía, se lo habían cosido directamente al cuerpo.

María aguantó media hora en la fiesta a la que, a pesar de tener pase vip, no había sido invitada; en un momento dado Kennedy le dijo al corresponsal de la revista Time que fuese a darle conversación, estaba sola en un rincón y parecía enfurruñada. Ella ya había dado la orden para que la sacasen de allí cuanto antes.

A pesar de los brillos y el glamour, aquella fue una noche fatídica para todos, el preludio de una gran tragedia moderna. Marilyn apareció muerta unos meses después y John F. Kennedy fue asesinado al año siguiente. Comparado con esto, que María se diese por desaparecida fue lo mejor que le pudo pasar.

Sin embargo, para alguien que venía del mundo de la ópera y, por tanto, de la hipérbole, la indiferencia era un castigo demasiado grande. María cantó a ciegas, como solía, un personaje que nunca se había atrevido a representar, ante un público que estaba deseando que terminase para escuchar suspirar a Marilyn. Todo lo que podía salir mal, salió mal. Seguramente, en el taxi de vuelta a su hotel y los días siguientes leyendo la prensa, la memoria de la Callas volvió a llevarla a la niña gordita con gafas que había sido, porque así funcionan la memoria y el miedo, se asocian para llevarte a tu propio pasaje del terror.

Siempre es mucho más fácil enfrentarse al público que a una misma y María llevaba desde el principio de su carrera enfrentándose al público, encarándose con él incluso. En la Scala de Milán hubo durante años una grada anti-Callas, debido a su mítica rivalidad con la soprano Renata Tebaldi. Es verdad que María dijo que compararlas a las dos era como comparar el champán con la Coca-Cola; aun así, al público de la ópera, con ese gusto por la desmesura que lo caracteriza, no le pareció suficiente con declararse manifiestamente en contra de la Callas, sino que deliberadamente saboteaban sus representaciones, no le perdonaban que hubiese desbancado a Tebaldi como reina de la Scala y que la hubiese forzado a marcharse al Metropolitan de Nueva York.

Visconti cuenta que, durante una representación de La traviata, María le había advertido que se preparase, porque probablemente harían ruido o gritarían para distraerla en los momentos más importantes, era normal que en esos silencios previos a las grandes notas se oyese un «¡Viva la Tebaldi!» o un abucheo. Y entonces la Callas, que no los veía, pero los escuchaba, soltaba la nota como un dragón que escupe fuego y la ópera, en lugar de ser ese templo refinado donde se bebe oporto a sorbitos pequeños, se volvía un campo de batalla enloquecido, donde señores vestidos de frac y damas de alta costura gritaban y abucheaban como si estuviesen en el circo.

Aquel día, cuando terminó el primer acto, la mayor parte del teatro empezó a aplaudir y a tirar flores al escenario, la grada anti-Callas la abucheaba, como siempre, pero ella seguía saludando y sonriendo, porque ella sabía perfectamente que a veces los abucheos también pueden ser signos de victoria. De repente empezaron a caer sobre el escenario verduras de todo tipo que los detractores empezaron a lanzarle. Visconti, que estaba entre cajas y temiendo que sucediese lo inevitable, mandó inmediatamente a un asistente a quitar las verduras del escenario advirtiéndole que dejase las flores, pero fue demasiado tarde. María, que era tan corta de vista, tenía un oído espectacular y sabía por el sonido contra las tablas que no eran flores lo que le habían tirado. Se agachó para hacer una reverencia, cogió del suelo un manojo de rábanos y los levantó, enseñándoselos al público como si fuese Perseo enseñando la cabeza de Medusa, luego los lanzó al aire como lo haría con las mejores orquídeas del mundo. Siguió saludando sin inmutarse mientras el teatro se venía abajo en aplausos.

La historia, que muchas veces no es justa, cuenta solo lo que le interesa contar, los escándalos y los grandes amores imposibles, tratando así de inflar aún más el mito de la mujer inalcanzable, convirtiéndola en una heroína decimonónica, pero no, ella era una de nosotras.

María Callas fue una gordita con gafas que se construyó la autoestima con su propia voz, con esa fortaleza y con esa misma fragilidad de quien sabe que en cualquier momento sus miedos la pueden arrastrar a un lugar al que nunca quiso volver. Por eso salía a cantar como quien sale a la arena a batirse, aunque tuviese que hacerlo entre sus propias sombras.

 

 

 

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