La condena al Chapo no será suficiente
CIUDAD DE MÉXICO — La semana pasada, frente a la Corte de Distrito Federal en Brooklyn, un grupo de gente hizo cola durante horas solo para ver si el jurado daba su veredicto en el juicio contra Joaquín “el Chapo” Guzmán Loera. El martes 12 de febrero, el jurado dio a conocer su decisión: el capo fue declarado culpable de todos los cargos, incluidos los de intento de asesinato y lavado de dinero.
Unos días antes, mientras los estadounidenses se enfocaban en el juicio, el gobierno de México daba una conferencia de prensa sobre las personas desaparecidas en el país. Las cifras son alarmantes. Las dos historias —el juicio de Guzmán Loera en Estados Unidos y la tragedia sangrienta, aquí, en México— están intrínsecamente relacionadas.
Funcionarios del gobierno mexicano declararon en esa conferencia, el 4 de febrero, que se han registrado más de 40.000 personas desaparecidas, muchas de ellas en zonas en las que predomina el narcotráfico. Hasta el momento, se han descubierto más de 1100 fosas clandestinas y hay alrededor de 26.000 cuerpos en los servicios forenses que no han sido identificados. “Esto da cuenta de la magnitud de la crisis humanitaria y de violación a los derechos humanos que estamos enfrentando”, dijo Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos y Población. “El país se ha convertido en una enorme fosa clandestina”.
En medio de los testimonios sobre la corrupción y las anécdotas sobre el encanto personal de Guzmán Loera revelados en los tres meses del juicio, es fácil olvidar que su verdadera importancia radica en su elevada posición en la jerarquía del Cártel de Sinaloa, una de las fuerzas que sumieron a la nación en un doloroso conflicto armado que ha causado masacres, fosas comunes y refugiados.
Las historias que salieron a la luz en estos meses —imágenes como el Chapo corriendo desnudo por túneles junto a su amante, el glamur de Emma Coronel, su esposa y ex reina de belleza, quien acudió diligentemente a la corte, el brutal asesinato de informantes de la policía, el ingenio para traficar cocaína en latas de chiles jalapeños— hicieron que la cobertura fuera entretenida. Como me dijo un reportero de televisión en la corte de Brooklyn: esos detalles dieron un cierto respiro al clima político dividido que domina las noticias en Estados Unidos.
Pero centrarnos en un individuo puede distraernos de las dimensiones de la crisis en México. El veredicto de hoy se suma a un saldo de más de 200.000 homicidios en la última década, un nivel de violencia que ha destrozado al país. Más de cien periodistas han sido asesinados, incluido mi amigo y colega Javier Valdez, cuyo asesinato fue mencionado por uno de los testigos en el juicio. Hay todo un movimiento de familiares de personas asesinadas o desaparecidas que reclaman justicia para sus seres queridos, o al menos encontrar sus cuerpos.
Ante este panorama sangriento, es una buena noticia que Guzmán Loera, el líder de uno de los cárteles de drogas involucrados, haya sido declarado culpable y que posiblemente sea sentenciado a pasar el resto de su vida en prisión. Pero si consideramos que hasta ahora este ha sido el mayor juicio relacionado con la catastrófica guerra contra las drogas en México, entonces parece ser solo una victoria agridulce en la batalla por la justicia.
Es una pena que el Chapo sea condenado en Estados Unidos y no en México, en donde ha sembrado miedo y corrupción. Después de que que lograra escapar dos veces de cárceles de máxima seguridad, el gobierno mexicano reconoció que sus instituciones no tenían el poder suficiente para retenerlo y lo extraditaron a su vecino del norte. Por lo tanto, los cargos en su contra se enfocaban principalmente en sus actividades de tráfico de drogas hacia Estados Unidos y no en el asesinato de mexicanos.
En el juicio, catorce criminales testificaron en contra de su antigua organización gracias al controversial sistema de testigos cooperantes. Uno de ellos, Juan Carlos Ramírez Abadía, conocido como Chupeta, confesó haber ordenado alrededor de 150 asesinatos, la mayoría de ellos en Colombia, su país natal; sin embargo, esperaba que su sentencia se redujera a cambio de testificar. Cuando había grabaciones en las que el propio Guzmán Loera hace acuerdos relacionados con drogas, vale la pena preguntar si era necesario que los fiscales trabajaran con criminales tan sanguinarios.
En sus argumentos finales, Jeffrey Lichtman, el abogado del Chapo, dijo que “locos, traficantes de drogas y maniáticos obtuvieron acuerdos suavizados”. La fiscal Amanda Liskamm le respondió: “El día en que el negocio de la cocaína suceda en el cielo podremos llamar a los ángeles como testigos”.
Estos testigos hablaron de sobornos a funcionarios mexicanos, desde policías y soldados hasta al expresidente Enrique Peña Nieto, quien fue acusado de recibir un pago de 100 millones de dólares. Trágicamente, esta información no fue una gran sorpresa en México, en donde desde hace mucho ha habido sospechas de corrupción en los niveles más altos del gobierno.
Sin embargo, hay pocas esperanzas de que estas acusaciones sean perseguidas. El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha dicho que se necesitaría evidencia más sólida para iniciar una pesquisa contra su antecesor, Peña Nieto. “No podemos juzgar si no tenemos pruebas”, declaró. López Obrador también ha dicho que perseguir a expresidentes sería apostar por la confrontación mientras que lo que él intenta hacer es unificar.
La fiscalía y el juez no permitieron preguntas sobre las prácticas cuestionables de agentes estadounidenses. No se autorizó que el jurado escuchara sobre el supuesto fiasco del operativo “Rápido y furioso”, en el cual funcionarios estadounidenses observaron cómo miles de armas eran introducidas a México, incluido un rifle de calibre 0,50 que fue encontrado en el último escondite de Guzmán Loera. Tampoco escucharon sobre el testigo cooperante que había asegurado con anterioridad que su cártel era protegido por el gobierno de Estados Unidos mientras informaba sobre sus rivales.
Pese a la infamia de Guzmán Loera, hay dudas legítimas sobre si él era realmente el mayor narcotraficante de México o uno más de los distintos capos poderosos, como Ismael “el Mayo” Zambada, quien está en libertad. Es verdad que, como la fiscalía argumentó en sus declaraciones finales, no era crucial que el Chapo fuera el líder máximo del Cártel de Sinaloa o uno de sus jefes.
Alguna vez, un agente veterano de la Administración para el Control de Drogas (DEA) admitió que la estrategia de derribar capos no detenía el flujo de drogas. Pero, me dijo, sí detuvo a ciertos narcotraficantes que se estaban volviendo demasiado infames y poderosos, lo que los convertía en una amenaza para los gobiernos.
Quizás la condena a Guzmán Loera al menos les demuestre a los aspirantes a narcotraficantes que no pueden llegar a ser tan célebres como el Chapo y escapar de la ley. Pero la búsqueda de justicia y paz no ha terminado para las familias que buscan a sus seres queridos en las fosas comunes en México ni para las familias de quienes han muerto por sobredosis de drogas en Estados Unidos.