La Constitución o el caos
Estamos en un momento muy crítico porque los principios morales están siendo socavados por el fanatismo
Azorín decía que vivir es volver. El hombre del maletero lo sabe. Huyó a la Valonia como un Dioni de la vida en un furgón lleno de pajaritos y ahora quiere regresar bisbiseando los versos de Lope: «A mis soledades voy, de mis soledades vengo». Las circunstancias, jamás los méritos, le permiten enarbolar la llave de España como si fuera el portero del edificio. Pero esa exhibición es una pantomima. El fugitivo tiene un punto débil y lo sabe: necesita volver para vivir. Y ahí se está jugando la partida de tahúres. Sánchez tiene lo que necesita Puigdemont y Puigdemont tiene lo que necesita Sánchez. En teoría, bastaría con un intercambio a pelo. Pero ambos son propietarios de los bienes a canjear en régimen de concesión administrativa. Ese pacto sólo se puede hacer con el visto bueno del dueño del patrimonio en almoneda. A veces olvidamos lo más obvio y es necesario recordarlo: nosotros somos sus patronos, ellos gestionan lo que nos pertenece, de manera que la investidura pasa por una palabra impronunciable para el candidato, que es la única que cubre las dos miserias, la vuelta para uno y el poder para el otro. La máquina embutidora de eufemismos está picando carne desde hace meses: alivio penal, desjudicialización del problema catalán, pacto de reconciliación… Pero ni cien académicos de la lengua ni mil magistrados del Constitucional van a poder vestir de limpio ese muñeco. El dilema es muy simple para nosotros y, en consecuencia, muy complejo para ellos: si no hay repetición de elecciones, hay quiebra del sistema.
Estamos en un momento muy crítico porque la decadencia política es un reflejo de la social. Los principios morales básicos, que son el respeto, la tolerancia, la convivencia, la igualdad y la educación, están siendo socavados por el fanatismo. Las consecuencias del sectarismo son devastadoras. Quedó demostrado en el suceso del tren de Óscar Puente cuando adversarios políticos justificaron y hasta aplaudieron el acoso de un desaprensivo. En el momento en que los hechos objetivos dependen de las ideologías, la estructura de valores se desmorona en favor del radicalismo. Da igual que el escrache se le haga a un político de izquierdas que a uno de derechas, a un prosélito que a un contrincante. Es execrable sin matices. Quienes no entienden esto ponen en peligro el armazón de la democracia. Por eso los eufemismos, los blanqueos y los tratamientos emolientes en torno a conceptos que son irrefutablemente perniciosos hay que percibirlos también como escraches contra la libertad de pensamiento. La discrepancia es necesaria porque activa el avance, pero la intolerancia es una enfermedad letal. Hay que proteger la diferencia y combatir la polarización. Sánchez evita la palabra porque sabe que la disyuntiva es la Constitución o el caos.
Ese bien de valor incalculable que hemos puesto en manos del fugado y del candidato propuesto por el Rey para la nueva investidura también se resuelve con la frase de Azorín: España necesita volver al sentido común para vivir.