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La contrarrevolución silenciosa que cambió la vida de 20 jóvenes

Una película retrata la historia de una clase de secundaria en la RDA hostigada por guardar un minuto de silencio por la revolución húngara de 1956

A veces las mayores convicciones no nacen de las grandes gestas. A veces basta una pequeña chispa para cambiarlo todo. Hay una anécdota en la República Democrática Alemana de 1956 que pasó desapercibida y, sin embargo, contribuyó a forjar una conciencia política capaz de transformar radicalmente la vida de una veintena de alumnos de secundaria que un día decidieron guardar un minuto de silencio por la muerte del futbolista húngaro Ferenc Puskás.

El fallecimiento era lo que hoy se conoce como fake news. La RIAS (Rundfunk im amerikanischen Sektor), el medio de propaganda del sector americano en Alemania Occidental, informaba sobre la revolución húngara de aquel año, iniciada por estudiantes contra los que el Gobierno prosoviético abrió fuego. La emisora, escuchada de forma clandestina en la RDA, engordó las bajas e incluyó al famoso goleador entre ellas.

Aquellos días, un grupo de compañeros de clase no excesivamente politizados, que acudía a casa del familiar de uno de ellos a escuchar la RIAS más por curiosidad que por activismo, conocieron la noticia del levantamiento contra los soviéticos y la (falsa) muerte del futbolista. Soliviantados por el aplastamiento de jóvenes como ellos y en un gesto de rebeldía, deciden convencer al resto de la clase para unirse todos en un minuto de silencio cuyo motivo solo ellos conocen. Ese simple gesto, más impulsivo que consciente, activa la maquinaria del Estado ante lo que interpreta como un conato contrarrevolucionario que cambiará para siempre las vidas de los muchachos.

En 2006, Dietrich Garstka, profesor de Arte y Cultura en Essen y años atrás uno de los protagonistas del suceso, publicó La revolución silenciosa, el libro que recoge esta historia popularizada en 2018 por el cineasta Lars Kraume, que la estrenó en la Berlinale con gran éxito de público.

 

 

 

 

La película, a la que se puede reprochar una cierta sobredosis de melodrama en un épico tramo final que calca El club de los poetas muertos, está fielmente apegada a la historia real (Garstka colaboró en el guion) y constituye un excepcional documento de cómo la histeria de los regímenes represivos puede acabar no solo exacerbando el espíritu combativo de los insumisos sino, incluso, convirtiendo al hereje.

Los chicos de La revolución silenciosa son jóvenes todo lo normales que se podía ser en la Alemania inmediatamente anterior al Muro. Kurt, el protagonista, es hijo del presidente del consejo municipal y nieto de un soldado de las SS nazis cuya tumba visita ocasionalmente presentando los papeles a la entrada del sector americano. Es el líder de la clase junto a su mejor amigo, el carismático Theo, hijo de un trabajador de la fundición empeñado en que su primogénito se gradúe y consiga un buen empleo. El triángulo lo completa Lena, hija de una exiliada en Suecia y nieta de una modista con la que vive. Los tres son los más apasionados que toman la iniciativa del minuto de silencio al que arrastrarán al resto de sus compañeros, que se ríen mientras el profesor los interpela con una mezcla de ingenuidad y nerviosismo.

La investigación comienza de forma veloz. El director les advierte sutilmente del problema en que se están metiendo y la clase toma una decisión. La muerte de Puskás, con la que el grupo líder convenció al resto, será utilizada como razón única, eliminando cualquier poso ideológico de la protesta. El acuerdo, decidido por votación, supondrá la primera grieta en la pareja de Theo y Lena, que se unirá más a Kurt, con quien compartía la intención de decir que la solidaridad era con todos los revolucionarios húngaros.

Pese a ello, la clase entera se une como una piña en torno a la versión acordada con la única excepción de Erik (interpretado excepcionalmente por Jonas Dassler, que obtuvo el premio al mejor actor joven del Gobierno de Baviera), hijo de un mártir asesinado en un campo de concentración nazi. Su personaje, el que mayor arco dramático desarrolla, navega constantemente entre la lealtad a sus amigos y al comunismo por el que dio la vida su padre, y eso es lo que lo convierte en el más vulnerable a ambos lados.

Porque la guerra, como la posguerra, los totalitarismos, y el miedo en definitiva, a menudo crean más supervivientes que héroes

Porque no será fácil que la «amenaza contrarrevolucionaria» se olvide. El Ministerio de Educación despliega todos los medios a su alcance para crear grietas entre los muchachos, presionarlos con la constante amenaza de impedirles graduarse, detener a Edgar (el jubilado que sintonizaba la RIAS) y, sobre todo, recurrir a los padres. Todo con el fin de encontrar al cabecilla de la «rebelión». «Ahora sois librepensadores, os habéis convertido en enemigos del Estado», les dice Edgar.

En este tortuoso camino salen a la luz secretos del pasado que revelan unas familias no tan perfectas, ni tan víctimas, ni tan culpables, ni tan pragmáticas o comprometidas como los hijos creían. Porque la guerra, como la posguerra, los totalitarismos, y el miedo en definitiva, a menudo crean más supervivientes que héroes.

Las autoridades advirtieron a los alumnos de que si no revelaban la identidad del instigador jamás serían titulados en la RDA y ellos creyeron que mantener la unión les haría invencibles. Al fin y al cabo no se puede suspender a toda un aula, pensaron.

Ninguno de los alumnos de aquella clase de Stalinstadt se graduó. Ni en 1956 ni nunca. Solo cuatro de ellos se quedaron en el país. Entre Navidad y fin de año, la mayoría dejó atrás a sus familias para partir hacia el sector occidental y obtuvieron sus títulos en Alemania Federal. Muchos no volvieron. No es un spoiler. Es la Historia.

 

 

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