La cultura electoral del venezolano
La construcción de la cultura electoral en Venezuela tiene una larga historia. Empieza su trayecto en el mismo siglo XIX. Pero es en el XX, en particular a partir de 1940, y más especialmente aún en las últimas cuatro décadas del siglo, cuando tiene lugar la etapa de su más intensa maduración.
La cultura electoral de un país es un aspecto de su cultura política. A su vez, la cultura política consiste —según una definición comúnmente aceptada— en «el conjunto de las orientaciones psicológicas de los miembros de una sociedad en relación con la política»2. La cultura electoral es entonces ese conjunto de orientaciones referidas ahora a ese aspecto particular de la política que son las elecciones.
Esta cultura es un producto histórico: el resultado de la experiencia que una determinada población ha tenido a lo largo del tiempo del hecho electoral por excelencia: las elecciones. Tal experiencia, tales elecciones, implican un marco legislativo e institucional, una periodicidad, una amplitud en torno a cuántos habitantes pueden participar y unas prácticas reales, de todo lo cual derivará la efectividad que los habitantes asignen a la circunstancia de votar, la credibilidad de que la voluntad del votante sea debidamente registrada y, si todo ello va marcado con un signo positivo, el apego a la práctica de participar en las votaciones, de sufragar en ellas.
A partir de esos elementos definitorios podemos iniciar el itinerario en el cual veremos cómo se ha ido construyendo la cultura electoral venezolana a lo largo del siglo XX: su consistencia, su signo, su fortaleza.
El siglo XIX
No es irrelevante para nuestro asunto lo que respecto a él haya podido ocurrir en el XIX. Las elecciones fueron la forma habitual de designar a los gobernantes venezolanos de ese siglo y, en particular, al presidente de la República. Fueron pocos quienes llegaron a tal cargo como producto de guerras, golpes o revoluciones, y solo en dos ocasiones —los casos de Julián Castro y de la dictadura de José Antonio Páez—, esos accesos no terminaron refrendados por posteriores elecciones que los legitimaran.
Se pueden distinguir etapas en esta larga experiencia. La primera, que podríamos decir que va desde 1830 hasta 1857, incluye la realización de siete elecciones. Con sus más y sus menos, esos cinco lustros y esos siete comicios dejan un saldo cultural positivo. Es cierto que hay convocatorias cuya pulcritud es cuestionable, como las de 1846, 1852, y algunas rayan en lo escandaloso, como la de 18573, pero en general, el proceso electoral es creíble y sus resultados reconocidos como razonablemente legítimos por la mayoría de los sectores relevantes. Las normas establecidas se cumplen hasta donde es posible. En varias de esas elecciones hay una competencia política real entre distintas opciones que, a veces, tienen significativas diferencias doctrinarias y políticas. Por otro lado, en los comicios no participa toda la población adulta, ni mucho menos. Al contrario, la legislación excluye a gruesos sectores, por razones de edad, sexo y propiedad. Las votaciones están diseñadas de modo escalonado y cada escalón pone requisitos más exigentes para acceder a él, de modo que solo alrededor del 10% de la población puede participar en el nivel más básico4, y los venezolanos que alcanzan el escalón donde se escoge el presidente apenas llegan al 0,3% de los habitantes del país5.
Este es un período comparativamente «limpio», digamos, en comparación con lo que vendrá después. Es cierto que la Constitución de 1857 establece el sufragio universal de los varones mayores de 21 años, sin disponer requisitos de propiedad o saber leer y escribir. Esto no variará en lo que resta del siglo. Pero sí se modificarán los cargos que pueden elegir esos votantes: desde concejales hasta presidente, en algunos trechos; en otros, solo concejales y legisladores provinciales.
Luego viene un período que hacemos llegar hasta 1889. No podemos hablar de que haya habido elecciones genuinas en él, ni siquiera en el limitado sentido en que podría decirse que sí las hubo en el anterior período «dorado» de nuestra historia electoral decimonónica. En la década del sesenta, luego de terminada la Guerra Federal, se viven años de gran turbulencia y debilidad institucional incapaces de dar lugar a cultura electoral alguna. Luego, durante el predominio indiscutido de Antonio Guzmán Blanco, desde 1870 hasta 1888, los procesos electorales vienen marcados por su poderoso dedo. Seis convocatorias llevan esa seña: en tres de ellas el dedo en cuestión señala al mismo Guzmán Blanco y, en las otras tres, a aquel a quien él ha escogido como su sucesor transitorio. Lo que había sido hacía pocas décadas atrás una experiencia política válida, y en suma respetable, se va convirtiendo en simulacros o en simples validaciones de la única voluntad que cuenta, la de Guzmán.
Así llegamos a la última década del siglo XIX con un episodio que amerita ser resaltado: las elecciones de 1897. Guzmán había eliminado, con la Constitución de 1881, la elección directa del presidente de la República por sufragio universal de todos los varones mayores de 21 años, vigente desde la Constitución federal de 1864. Esta norma queda reestablecida en la Constitución de 1893. Pues bien, al acercarse las elecciones de 1897 surge un fuerte competidor al candidato designado por Joaquín Crespo, el nuevo gran caudillo y —para el momento— presidente del país. Crespo había escogido como su sucesor al doctor general Ignacio Andrade; el contendiente en cuestión era el general José Manuel Hernández, el «Mocho». Hernández pone en práctica innovadoras técnicas electorales, con mítines y giras relámpago y parecía gozar de mucho favor popular, sobre todo en la decisiva zona central del país. Hay quien discute el alcance de tal popularidad6. De lo que no hay duda es de que los resultados no podían ser creíbles: el «gris» —así se le llamaba siempre— doctor Andrade sacó 406.210 votos, mientras que el popular general Hernández obtuvo 2.206.
Este episodio es digno de ser destacado por dos motivos. El primero es que en ese evento electoral vota una cantidad muy considerable de venezolanos, la mayor hasta la fecha, lo cual le daba una aureola de verdadera elección popular7. El segundo motivo es la otra cara de la moneda: el carácter relativamente masivo de la votación pone muy de bulto el fraude que pudo haber ocurrido y su inigualable magnitud. Tanto más cuando, contradictoriamente, el gobierno de Crespo había permitido que la campaña de Hernández discurriera sin obstáculos, con entera libertad de movimientos y de reunión para sus novedosos recorridos y mítines. De modo que esos inverosímiles resultados venían a ser como la guinda que faltaba para acabar de sepultar a las elecciones como mecanismo legítimo y creíble de selección de los gobernantes del país, luego de dos décadas en las que tal validez había venido siendo erosionada, como hemos dicho8. Después de lo ocurrido en 1897 era difícil creer en comicios. La historia electoral venezolana del siglo XIX se cierra, pues, con ese trago amargo, y es con ese ingrato sabor en la boca que los venezolanos se asoman al siglo XX, el centro de nuestro tema.
El siglo XX: los primeros 45 años
Las cuatro décadas iniciales del siglo XX no son auspiciosas respecto al desarrollo de una robusta cultura electoral. En cuanto a la legislación sobre el tema, las constituciones promulgadas en los años de 1901 y 1904, durante el gobierno de Cipriano Castro, significan retrocesos en relación a la de 1893. Como hemos dicho, esta última establecía la elección de diputados, senadores y presidente por sufragio universal, directo y secreto de todos los varones mayores de 21 años. Las constituciones de 1901 y 1904 eliminan la elección directa para presidente y senadores, y la de 1904 deja la escogencia del presidente en manos de una comisión integrada por 14 miembros del Congreso propuesta por ese mismo cuerpo. Pero, más allá del punto de vista formal, la práctica política real disminuía la efectividad y credibilidad del sufragio como forma de elegir a los gobernantes del país y, en especial, al presidente de la República. Se trata de años marcados por fuertes turbulencias, como la poderosa Revolución Libertadora y el bloqueo de las costas venezolanas por barcos de guerra de grandes potencias europeas, todo ello entre 1902 y 1903. Además, una vez superadas estas graves dificultades, la vida política en los tiempos del castrismo está marcada por intensas intrigas palaciegas, por los vaivenes y gravedad de la salud del general Castro, y por comedias como el episodio de la «Aclamación». Castro es elegido en 1902 para el lapso 1902-1908, pero la Constitución de 1904 suspende el período presidencial en curso y declara que el nuevo período comenzaría en 1905 y duraría hasta 1911. Sobra decir que esa reanudación y alargue es una de las principales razones para promulgar esta nueva Constitución, ya que la reelección inmediata estaba prohibida en la carta magna de 1901 y tampoco será permitida en la de 1904. Ninguna de las dos elecciones —ni la de 1902 ni la de 1904— configura un hecho político digno de mención o que hiciera un aporte a la cultura electoral de los venezolanos.
Esta situación se agrava en los años en los que el general Juan Vicente Gómez gobernará el país. Luego de que Gómez llega a la Presidencia por el conocido golpe de diciembre de 1908 que desplaza a Cipriano Castro de la primera magistratura, se adopta una nueva Constitución, la de 1909. Son los años de la «luna de miel» con el nuevo presidente y del reverdecer de las ilusiones de una vida política democrática. Es así como esa Constitución acorta el período presidencial a cuatro años, establece que la elección del mandatario será hecha por el Congreso como un todo y reitera la prohibición de la reelección inmediata. Tales ilusiones durarán poco. El general ha sido electo para el lapso 1910-1914. Se acercan las elecciones para el período presidencial 1914-1918, comicios en los cuales él no podía presentarse. Gómez inventa entonces una invasión encabezada por Cipriano Castro y suspende el proceso electoral en curso con el alegato de que se ha turbado el orden público. Ya en pleno despliegue de su poder personal, en 1914 se hace nombrar presidente provisional mientras el país se reorganiza.
En 1914 se promulga una nueva Constitución que alarga a siete años el período presidencial, manteniendo la elección del mandatario en manos del Congreso y admitiendo que el presidente podía ser reelecto. Teóricamente, los diputados son elegidos en sus estados por votación popular directa y secreta, y los senadores por las asambleas legislativas, pero en adelante todo el mundo sabe y entiende que los seleccionados para esos puestos de representación serán los que estén en las listas que el general Gómez envíe a tales efectos. Desde el punto de vista electoral, y por 20 años más, en el país se realizarán comicios periódicos sin ningún contenido cívico real, en los que se escogen para todos los cargos electivos a aquellas personas que el Benemérito haya decidido. Los cargos de presidente y vicepresidente los irá manejando el general en la forma y al ritmo que le indique lo que él mismo considere que más le conviene, según sea su apreciación de las sinuosidades del acontecer.
Tampoco los opositores a Gómez apostarán más por la vía electoral. La última vez que se habló de eso fue en 1914, cuando aún se pensaba que iba a haber elecciones y apareció la candidatura opositora del doctor Félix Montes. Para los 20 años siguientes, la oposición a Gómez ensayará variadas conspiraciones e intentonas de golpe. Hubo en 1918 y en 1928 conatos de alzamientos militares severa y cruelmente reprimidos. De los planes de invasión, el más conocido, y en realidad el único que cuajó, fue el de 1929, conocido como invasión del Falke, nombre del barco en el cual venían los contingentes destinados a derrocar al gobierno. Pero la alternativa electoral estaba por completo descartada y quien la hubiera asomado habría sido objeto de una compasiva sonrisa.
Gómez muere en diciembre de 1935 y lo sucede su ministro de Guerra, Eleazar López Contreras. Apenas fallecido el viejo dictador, se produce una explosión popular de protesta en contra de los personeros del gomecismo y de su permanencia en el nuevo gobierno, al fin y al cabo presidido por un exministro de aquel régimen. En nuestra perspectiva, este clima de agitación popular lo interpretamos como el preludio de una creciente presión colectiva en pos de la democratización de la vida política. Ello implica una creciente presión social para la recuperación de las elecciones como mecanismo privilegiado para la escogencia de los gobernantes del país. No obstante, ambas cosas tardarán unos años en madurar.
Desde el punto de vista legal y formal, el advenimiento de López Contreras a la Presidencia trae poca innovación. Se aprueba en 1936 una nueva Constitución que, en materia electoral, no registra prácticamente ningún cambio respecto a las recientes constituciones gomecistas, la última de las cuales es la de 1931. El presidente sigue siendo elegido por el Congreso y los senadores a su vez por las Asambleas Legislativas de los estados. En relación con los diputados hay más bien un retroceso: de ser escogidos por sufragio directo pasan ahora a ser seleccionados por los concejos municipales. Así, pues, López Contreras, luego de un breve interinato, es favorecido para desempeñar el período presidencial 1936-19419.
Pero en la vida política real pronto empiezan a experimentarse cambios que van en la dirección señalada de recuperación del voto como instrumento político popular. Por lo pronto, en el mismo año 36, hay un vívido debate entre las corrientes y los dirigentes políticos que empiezan a asomar la cabeza, sobre todo por el lado izquierdo del espectro ideológico. El Congreso existente en 1936 tiene una composición plenamente gomera, fue «elegido» según las pautas de la Constitución del 31 y las prácticas reales de designación de diputados y senadores vigentes mientras Gómez estuvo vivo. Algunos reclaman que hay que erigir un nuevo Parlamento dotado de verdadera legitimidad electoral. Predomina una visión, digamos, «realista» de las cosas y, en aras de la estabilización de lo que pintaba como una posible transición hacia niveles más democráticos de la vida política, la mayoría de los sectores admite la permanencia de ese Congreso de origen gomecista. Ese es el Congreso que elige a López Contreras como presidente.
Además, hay aleteos de una genuina reanudación de las prácticas electorales. Se crea el Consejo Supremo Electoral para dar a los procesos eleccionarios un ancla de organización y coordinación de alcance nacional. Se aprueba la Ley de Censo Electoral y Elecciones y, bajo su marco, se realizan, en enero de 1937, comicios para una renovación parcial de la Cámara de Diputados y para elegir los concejos municipales y las asambleas legislativas. Son escogidos algunos diputados que no pertenecen a los círculos de poder, entre ellos Rómulo Gallegos, y varios concejales que venían de corrientes políticas de izquierda, como Raúl Leoni y Jóvito Villalba. Es cierto que la elección de esos concejales es anulada por una sentencia judicial, pero lo que es de resaltar es que se esboza una práctica electoral nueva y genuina. Hay campaña electoral, mensajes políticos, reuniones públicas, pequeños mítines, periódicos, panfletos, propaganda. No pasa de ser un breve ensayo: el gobierno de López, muy poco después, ya en febrero del mismo 1937, da un giro represivo que significa la anulación de las organizaciones políticas que habían nacido en el año 1936 y el exilio de varias decenas de dirigentes pertenecientes a grupos considerados de izquierda10.
Posteriormente, en 1938, se niega la legalización del Partido Democrático Nacional, antecesor de la futura Acción Democrática. Lo que queda del quinquenio lopecista, en cuanto hace a nuestro tema, contempla el forcejeo entre las corrientes que pugnan por la democratización de la vida política del país, incluyendo una revitalizada vida electoral, y las tendencias del gobierno que insisten, al contrario, en mantener las cosas como han llegado a estar. No hay más elecciones que reseñar. Simplemente la maduración de los futuros actores de una vida política más abierta y de mayor vitalidad electoral.
El sucesor de López Contreras es Isaías Medina Angarita, elegido para el período 1941-1946. El Congreso lo eligió, tal como lo prescribía la Constitución. Enfrenta una candidatura que es costumbre llamar «simbólica», la del escritor Rómulo Gallegos. Gallegos es respaldado por una pequeña minoría de diputados. Se sabe que no tiene la menor posibilidad de ser designado presidente. De hecho, Medina gana por una mayoría aplastante: 120 votos contra 13. Pero la candidatura de Gallegos pone en movimiento una dinámica electoral inédita. La campaña va a ser movida11. Acción Democrática habría de ser legalizada en septiembre de 1941, Gallegos será el candidato de esa organización en ciernes. No es el Congreso la audiencia a la que dirigirá la que será su campaña electoral. Allí, por supuesto, no hay nada que buscar. La candidatura de Gallegos se realiza en plazas y pueblos y en el Nuevo Circo de Caracas se celebra un importante mitin, adornado por un magistral discurso de Andrés Eloy Blanco. Medina no hace ruido con eso. No es necesario. Los procedimientos electorales vigentes le aseguran la designación como mandatario. En cuanto a la elección del presidente por el Congreso empieza a oírse el rumor de «que sea la última vez». Pero no es solo Acción Democrática y la candidatura de Gallegos. Se crean otros partidos, más pequeños y de menor dinamismo, pero partidos al fin. En 1941 nacen, en el Distrito Federal y en diversos estados, agrupaciones comunistas que adoptan el nombre de Unión Municipal o de Unión Popular; en 1942 aparece la organización de orientación conservadora Partido de Acción Nacional y, en 1943 se funda el gobiernista PDV, Partido Democrático Venezolano.
Los años del gobierno de Medina son de ininterrumpido movimiento electoral. Hay elecciones todos los años, sea para elegir concejales, sea para que los concejales elijan diputados, sea para que las asambleas legislativas escojan senadores. Son ocasiones en que los partidos, del gobierno y de oposición, se confrontan, ponen a circular sus mejores nombres, hacen las campañas que les corresponde de acuerdo con su naturaleza y sus planes. Paralelamente, la población autorizada para ello —en todo caso ha de ser varón, mayor de 21 años y debe saber leer y escribir— vota en la instancia en la que tiene derecho a hacerlo12 y la que está excluida de esos procesos, que es la mayoría de la gente, observa, oye, asiste a lo que puede y aspira.
En esos años, el joven partido Acción Democrática despliega una intensa actividad organizativa y de proselitismo nacional. Partiendo de un núcleo de dirigentes con prestigio en diversos sectores sociales y en distintas regiones se lanza a la conquista del país entero. Apunta a las incipientes clases medias de los pueblos y ciudades del interior —el maestro, el boticario, el hombre de la gasolinera—, a los obreros, a los empleados, a la población rural, predominante en el país y mayoritariamente analfabeta. A las mujeres. La bandera principal de su prédica es política: elección del presidente mediante sufragio universal, directo y secreto de todos los venezolanos y venezolanas mayores de 18 años, supieran o no leer y escribir. Nunca antes había sido esa una bandera en las lides políticas nacionales. Cuando el sufragio universal de varones es instituido, como se hizo en la Constitución de 1857, lo es de modo subrepticio, en una reforma constitucional cuyo objetivo real era otro, el de la reelección de José Tadeo Monagas. Si un partido político usó con intensidad una bandera política, como fue el caso del Partido Liberal de 1840, los lemas habían sido otros: la alternabilidad republicana y la consiguiente necesidad de sacar a la sempiterna «oligarquía» del poder. Una vez instalado en 1857 el sufragio universal de varones mayores de 21 años, se le mantiene en los textos constitucionales posteriores, pero ya vimos cómo se juguetea con su verdadero alcance, Guzmán Blanco sobre todo.
Esa actividad de Acción Democrática no se traduce aún en un robusto saldo organizativo. Es difícil en aquella Venezuela de precarias vías de comunicación armar una maquinaria partidista en pocos años, sobre todo si se estaba fuera del poder. Pero a través de su principal bandera política, acompañada de un surtido de lemas sociales, la popularidad del partido se expande de una manera que se da por mayoritaria. Es imposible saber a cuánto llegó la efectividad de esa prédica13. Lo que valdría como prueba a posteriori de ello son los resultados de las futuras elecciones de 1946 para escoger la Asamblea Nacional Constituyente, que le dan a AD una amplia mayoría de votos. Pero para ese momento Acción Democrática tenía un año al frente de la Junta Revolucionaria de Gobierno y había desarrollado desde allí una activa política social que, por reciente que fuera, tenía por fuerza que allegarle el respaldo de gruesos sectores populares.
Pero no nos adelantemos. A medida que se acerca el año electoral de 1946 se intensifica el debate sobre si el presidente debía ser elegido a la vieja usanza, es decir, por el Congreso, o si ya era tiempo de que lo fuera directamente por el voto popular. El debate era tanto más notable cuanto que estaba en marcha una reforma constitucional que sería aprobada en julio de 1945. En el gobierno de Medina, al fin y al cabo de raigambre positivista, termina privando el viejo lema: «El pueblo todavía no está preparado». El presidente será elegido, al menos una vez más, por el Congreso Nacional. De todos modos, la Constitución de 1945 en el terreno electoral trae innovaciones de interés, aunque de muy poca relevancia práctica, por el poco tiempo que le queda al gobierno. Se les da derecho de sufragio a las mujeres para la elección de los concejos municipales.
La primera experiencia de sufragio universal, directo y secreto: 1945-1948
El gobierno de Medina Angarita es derrocado por el golpe de Estado del 18 de octubre de 1945. Se abre así un nuevo e intenso capítulo en la formación de la cultura electoral de los venezolanos. Ese golpe estuvo a cargo de un grupo de destacados jóvenes oficiales y de Acción Democrática. De modo que esta organización se convierte en partido en el poder y compone mayoritariamente la Junta Revolucionaria de Gobierno que se instaura luego de caído Medina. A partir de allí despliega una intensa actividad de reformas políticas y sociales que, junto con la disposición de los recursos que da el gobierno, dejan un sólido saldo organizativo para ese partido. Y la gran bandera: sufragio universal, directo y secreto para todos los venezolanos, hombres y mujeres. Esto se pone en práctica de inmediato. Una de las primeras medidas de la Junta es convocar a la elección de una Asamblea Nacional Constituyente que redactaría una nueva Constitución. Y tal elección se hará dentro de las nuevas pautas: sufragio universal, directo y secreto.
En el año 1946 se fundan dos nuevas organizaciones políticas: Unión Republicana Democrática (URD) y Copei. El Partido Comunista de Venezuela ya había sido legalizado en 1945. Todos ellos concurren a las elecciones de la Constituyente. Es una campaña electoral breve, intensa, por momentos agresiva. Los mítines se multiplican a lo largo y ancho del país. Los venezolanos oyen a oradores de una multiplicidad de niveles, ideas de todos los matices, ataques mutuos en los más variados tonos. La confrontación ideológica es de monta. AD encarna un reformismo nacionalista y laico, de retórica radical, con tonalidades clasistas en las que algunos ven un comunismo oculto; Copei representa sectores conservadores y católicos; URD, más indefinido, recoge elementos del medinismo y diversos recursos liberales del país anímicamente muy adversos a AD. El PCV vocea las doctrinas propias del movimiento comunista. Acción Democrática gana ampliamente las elecciones para la Constituyente: 1.099.000 votos, contra 185.000 de Copei, 59.000 de URD y 50.000 del PCV.
Desde otro punto de vista ha de haber sido un gran, inolvidable y festivo acontecimiento. Tras la farsa de 1897 y después de tres décadas de los simulacros del gomecismo, más de 1.000.000 de venezolanos y venezolanas de todos los sectores sociales, económicos y culturales van a votar en unos comicios a los que no se les conoce mancha digna de mención14.
Ese gran evento colectivo será remachado por dos experiencias de mucho valor formativo en lo que a la cultura política democrática y electoral se refiere. Por una parte, los debates de la Constituyente se transmiten por radio y es fama que gozaban de una amplia audiencia. No era para menos. Las discusiones de esa Asamblea son de mucha altura y los venezolanos podían oír en sus transmisores las mejores cabezas del país, los mejores oradores. Estaban algunos cuya notoriedad oratoria rayaba en lo legendario, como «Andrés Eloy» y «Jóvito». Rafael Caldera hace su debut. Otros nombres reconocidos aportaban las ideas de su especialidad o presentaban los intereses de su sector de la mejor manera posible.
En segundo lugar, luego de promulgada la Constitución de 1947 en julio de ese año, vino la elección del presidente de la República y de los diputados y senadores al Congreso Nacional. Por primera vez en el siglo, los venezolanos mayores de 18 años iban a elegir a sus representantes y gobernantes, incluido el máximo de ellos. La campaña es corta, de septiembre a diciembre de 1947, aunque es de suponer que estuvo envuelta en el precedente clima de la convocatoria para la Constituyente. Los resultados fueron similares a los de tales comicios: el candidato de Acción Democrática, Rómulo Gallegos, obtuvo 871.752 votos, contra 264.204 de Rafael Caldera y 36.364 sufragios del candidato comunista Gustavo Machado15. La campaña tuvo características parecidas a las que antes reseñamos, pero sus actores fueron más pugnaces en lo ideológico y lo personal al estar en juego nombres individuales que se confrontaban y al alimentarse de denuncias de altercados que se venían sucediendo en tal o cual mitin. Pero tampoco esta vez se discutió la legitimidad de los resultados. Las elecciones eran de modo indiscutible un mecanismo efectivo, creíble y deseable para que la voluntad política de los venezolanos se expresara y produjera los gobiernos que respondieran a las aspiraciones de la mayoría, tal como esta los entendía. Parecían haber llegado, esta vez para quedarse.
La década militar y las elecciones
Los hechos dirán otra cosa. Son variadas las explicaciones que pueden ofrecerse acerca del derrocamiento del gobierno de Rómulo Gallegos por el golpe militar del 24 de noviembre de 1948. En lo que atañe a nuestro tema puede entenderse, por ejemplo, que en determinado momento una fuerza política tenga en el favor popular una amplia ventaja sobre sus competidores. Pero si el partido beneficiario de esa preferencia ejerce el poder de manera que parezca destinado a remachar esa mayoría hasta hacerla inconmovible, los adversarios pueden pensar que la lucha democrática está siendo en los hechos anulada. Es lo que parecen haber sentido los contendientes de Acción Democrática, las organizaciones Copei y URD. Si todo seguía como iba, AD ganaría elección tras elección.
A ello se añadía un clima de pugnacidad creciente entre el partido de gobierno y los partidos de oposición16. De modo que, cuando por razones que no son de nuestro caso, los principales líderes militares del país deciden derrocar a Gallegos, esos dos partidos manifiestan su conformidad con tal decisión, en el entendido de que los militares que en lo inmediato tomaran el poder, restablecerían con la mayor prontitud posible los mecanismos democráticos y electorales. Especulo que estaba implícito que esa restitución sería posterior al desmontaje del armazón político y social que había amartillado con tanta fuerza la posición mayoritaria de Acción Democrática, es decir, sus redes partidista, sindical, magisterial, agraria y gremial. En todo caso, la Junta Militar de Gobierno procede a la ilegalización de ese partido y a la clausura de los sindicatos y gremios dominados por AD en áreas como las señaladas.
Está en el horizonte la convocatoria de una nueva Asamblea Nacional Constituyente. Las elecciones para designarla deberán celebrarse el 30 de noviembre de 1952. Hacía cuatro años y nueve meses que los venezolanos habían votado por última vez. No habrían olvidado cómo hacerlo. Esto planteaba un problema. Concurrían a los comicios para elegir esa Constituyente URD, Copei y el Frente Electoral Independiente (FEI), un partido que la Junta de Gobierno había creado con el fin de competir. El problema era que la votación tenía que favorecer al FEI, pues cualquier otro resultado se debería a que el electorado de AD habría votado por la otra opción, al estar ilegalizado su partido. O los adecos se abstenían y ganaba el FEI, o la cosa se complicaría.
El gran protagonista de esa campaña electoral fue Jóvito Villalba, el máximo líder de URD. Sabiendo que enfrentaba un gobierno militar, Villalba convoca a los venezolanos a votar en esas elecciones que lucían muy constreñidas por el cerco gubernamental. Su campaña es víctima de tropiezos, agresiones y hostigamientos. Pero aun así muestra un gran poder de convocatoria. AD, al principio tentado por la abstención, decide finalmente apoyar a URD y así se lo ordena a sus seguidores. No es posible saber cómo hubieran votado los venezolanos si AD se hubiera decidido por la abstención.
Los primeros resultados de las elecciones indicaban una clara victoria de URD, que los círculos gobernantes interpretaban como una vuelta de AD al poder por persona interpuesta. Ese, al menos, era el discurso oficial. Así que los sufragios fueron abiertamente modificados, de manera que la Constituyente «elegida» expresara una supuesta mayoría a favor del FEI. Se cometió un fraude electoral. Dada la voluntad prácticamente sin fisuras de las Fuerzas Armadas de tomar esa decisión, la población civil que había manifestado su voluntad en las urnas no tuvo más remedio que aceptar la situación de hecho.
Pero observemos con más cuidado lo que ha ocurrido aquí. Una clara mayoría concurre a votar en unas elecciones donde se manifiesta de modo contrario a la opción electoral respaldada por un gobierno militar que, por lo demás, ha ilegalizado y perseguido al partido preferido por la mayoría, al tiempo que ha hecho una intensa propaganda en favor del FEI. El electorado reitera a todo riesgo la misma preferencia electoral de cinco años atrás. A los venezolanos, por lo visto, les gusta votar, saben cómo hacerlo, saben decidir por quién hacerlo y no tienen miedo.
La Asamblea Constituyente producto del fraude elige como presidente para el período 1953-1958 al entonces coronel Marcos Pérez Jiménez. Los que vienen son cinco años de un gobierno militar que se define a sí mismo no como salido de la voluntad popular, sino como uno que se ejerce en nombre y por voluntad de las Fuerzas Armadas. Dato nada trivial, en cuanto implica el reconocimiento de que, si por elecciones hubiera sido, él militar no hubiera estado ahí.
Pero hay sorpresas. En la Constitución de 1953 se colaron unos artículos —el 42 y el 104— que decían que el período presidencial duraba cinco años y que el presidente debía ser elegido en comicios con sufragio universal, directo y secreto. Pasa el tiempo, el gobierno desarrolla su obra pública y sus grandes proyectos en industrias básicas parecen sólidos. Pero se acerca 1958, año en el cual deberían celebrarse elecciones, de acuerdo con la Constitución. Hay un partido, Copei, que ha conservado su personalidad legal. Su máximo dirigente es Rafael Caldera. Pudiera ser un candidato de unidad frente a Pérez Jiménez. Lo respaldarían AD y URD, los cuales están ilegalizados. Hasta el mismo PCV pudiera sumarse. Se habla de ello y algunos pasos se dan en ese sentido. De cuajar la jugada, no habría duda: los venezolanos votarían mayoritariamente por esa opción. Hacía cinco años habían demostrado de lo que eran capaces, cuando de conducta electoral se trataba.
¿Qué va a hacer el gobierno? ¿Un nuevo FEI, un nuevo fraude? Pérez Jiménez decide no exponerse a unos comicios sino esquivarlos. No habrá elecciones propiamente tales sino un plebiscito en el cual se le preguntará a la población si quiere —o no— que Pérez Jiménez siga en la Presidencia por cinco años más. El proceso está por completo bajo control del gobierno y, por lo tanto, este obtiene una amplia «victoria». Pero tal cosa es irrelevante: eso no es lo que dice la Constitución que había que hacer. Se ha violado la carta magna. A partir de esa hebra suelta, la situación se descose y el 23 de enero de 1958, un mes y ocho días después del plebiscito, Pérez Jiménez abandona el poder. Sin haber tenido lugar, las elecciones derrotaron al general.
La consolidación de la cultura electoral venezolana: 1958-1998
A partir de 1958 se abre un período de 40 años durante el cual se realizan nueve procesos comiciales y que son definitivos para la conformación de la cultura electoral de la población. Las elecciones de 1958, las primeras luego de derrocado el gobierno de Pérez Jiménez, se rigen por un Estatuto Electoral elaborado al efecto. Las otras dos se conducen de acuerdo con los principios establecidos en la Constitución aprobada en 1961, que confirman los ya presentes en el Estatuto. Entre ellos destacamos, además del sufragio universal ya consagrado indeleblemente, la representación proporcional de las minorías para los cuerpos deliberantes y la elección del presidente por la mayoría relativa de votos, descartada la opción de la doble vuelta16.
Se pueden distinguir varias etapas en esas cuatro décadas. Cada una de ellas, por cierto, discurre sobre el trasfondo de una vida social y económica colectiva, que penetra y colorea la manera en que se vive la experiencia estrictamente electoral. A ese trasfondo habrá que dedicar en cada caso un breve tratamiento.
Una primera etapa cubre las tres primeras de esas nueve elecciones. Es una fase que tiene varias características distintivas. En cada uno de esos comicios compiten varios partidos políticos de importancia, que obtienen altas votaciones. Además, figuran otras organizaciones de tamaño mediano, que también consiguen una cantidad significativa de sufragios. Esa cerrada competencia obliga a los partidos a desarrollar redes organizativas a lo largo y ancho del territorio nacional y en todo el paisaje social, de manera de dotar al partido con antenas de alta sensibilidad para captar las necesidades de la población, sus descontentos y aspiraciones, lo que se dice en los barrios y en las poblaciones pequeñas. En la medida en que logre poner en pie redes con esas características el partido tendrá mejores posibilidades de competir y obtener votos.
Las opciones son significativamente diferentes: cada organización representa un estilo, una orientación; no se trata de diferencias triviales. Los partidos principales tienen una vida interna de mucha vivacidad, con discusiones ideológicas, corrientes, pugnas por cuotas de poder en su sede, todo lo cual contribuye también al desarrollo organizativo del cual hablamos. Por otra parte, cuentan el país y sus partidos con figuras de alta calidad política e intelectual y con poder de convocatoria propios17. En ese marco de pluralidad partidista, de fuerte nivel de competencia y de alta calidad general de liderazgo, es que se concurre a las elecciones de 1958, 1963 y 1968.
Por otra parte, las convocatorias de esas fechas tienen un significado político propio y especial. Son actos de consolidación de la democracia, de consolidación de esa forma de vida política. La vida democrática ha vuelto después de 10 años de gobierno militar. Eso ya de por sí constituye una fuente de fragilidad. Por el otro lado del espectro, en los años sesenta se configura un movimiento guerrillero de inspiración comunista respaldado por Cuba en lo logístico, lo militar y lo financiero, cuya magnitud y fortaleza potenciales fueron una incógnita. Era necesario que la población se expresara mayoritariamente sobre el modo de vida política al cual aspiraba. Las elecciones son el medio más idóneo para dejar constancia de ello. Algunos lemas paraguas que cubren toda la campaña electoral de los comicios de 1963 lo plantean explícitamente: «Votos sí, balas no».
Estas elecciones transcurren durante una etapa de fuerte progreso económico y social. A pesar de las dificultades políticas que se atraviesan a causa del movimiento subversivo, sobre todo durante los dos primeros gobiernos, la economía crece con vigor y los indicadores sociales muestran avances de importancia en todos los frentes. Por ese lado de las cosas, se siente que la democracia vale la pena y que votar es una buena manera de expresar esa satisfacción.
Por el lado formal, el Consejo Supremo Electoral cumple sus tareas de manera generalmente aceptada y los resultados que emite no son nunca discutidos, al menos en cuanto a la elección del presidente se refiere. La práctica electoral es razonablemente limpia18. Las normas legales aseguran a los partidos minoritarios una representación proporcional satisfactoria.
Es necesario resaltar la importancia de una elección en particular, la de 1968. En ella gana por primera vez un candidato de oposición, Rafael Caldera. Para aumentar la significación del hecho, Caldera triunfa por una minúscula ventaja de 31.000 votos, la cual es reconocida como tal por el CSE y, por lo demás, queda a salvo de todo intento de desconocimiento o manipulación por parte del gobierno o del partido al mando19.
Esas reñidas elecciones tienen otro efecto positivo: el fortalecimiento de la imagen y la autoridad del Consejo Supremo Electoral. Ese organismo estaba regulado de modo que en su seno tuvieran representación activa los partidos políticos y a su cabeza hubiera personalidades independientes de peso. Venía realizando sus labores satisfactoriamente pero, luego de manejar con firmeza y autoridad resultados como los de 1968, su credibilidad se robusteció. Durante los años siguientes se perfeccionará técnicamente y su funcionamiento aumentará en regularidad y confiabilidad.
Como resultado de todo ello, en esos 15 años se viven tres procesos electorales de concurrencia masiva con muy bajos niveles de abstención20, creíbles, legítimos y que consolidan tanto la democracia como la convicción de que los comicios son por excelencia el modo preferible de selección de los gobernantes, de premio o castigo al gobierno saliente, y de producción de cambios políticos cuando son considerados necesarios por la mayoría de la población.
Viene luego una segunda etapa, que va desde 1973 hasta 1988. Son cuatro elecciones las que se realizan en ese lapso: las de 1973, 1978, 1983 y 1988.
El trasfondo social y económico no va a ser el mismo. Tiene lugar un período de euforia económica y de alto crecimiento causado por un fuerte aumento de los precios del petróleo y que corresponde al primer gobierno de Carlos Andrés Pérez entre 1974 y 1979. Pero luego se entra, desde comienzos de la década de los ochenta, en una larga pendiente de deterioro de la economía y de los indicadores sociales.
Para el inicio de esta etapa la democracia venezolana se considera consolidada. El acto de votar forma parte de la rutina democrática. El mundo de los partidos políticos sufre por su lado una transformación radical. De aquella pluralidad de organizaciones de los 15 años anteriores se pasa de un solo golpe al predominio de dos, Acción Democrática y Copei, mucho más grandes que cualquiera de los restantes. En esos cuatro comicios, entre ambos concentran más del 80% de los votos para presidente y del 75% para los cuerpos deliberantes. No solo se va de un esquema multipartidista a uno bipartidista sino que esos dos partidos dominantes sufren también un cambio. Aquellas extensas redes de alta sensibilidad se irán transformando en «aparatos». Organizaciones burocratizadas, especialmente eficaces en la captación de militantes y en la consecución de votos, pero cada vez más insensibilizadas respecto a la evolución de fondo de los sentimientos colectivos. Por un lado, en las secretarías de organización y en sus archivos y computadoras se acumulan cientos de miles de planillas y registros de inscripción. Por otro, la actividad electoral se tecnifica al máximo, en el sentido del mercadeo. Casi se formaliza la división y la extensión de esta actividad en dos tramos: está primero la precampaña, donde cada tolda escoge sus candidatos, y luego viene la campaña electoral propiamente dicha.
Las precampañas difieren según el partido y el momento, pero son una tarea electoral interna muy intensa, muy costosa y en algunos casos viene a ser una campaña electoral en toda forma, solo que reducida a los seguidores del partido en cuestión. De modo que, sobre todo a partir de las elecciones de 1978, la actividad eleccionaria llega a durar, sumando los dos tramos, dos años o más. Grandes mítines, slogans y jingles, mercadeo del más alto nivel técnico, caminatas, caravanas. Aparato contra aparato. Todo, como en un carnaval envolvente que, a manera de una espiral que ensancha su radio, va incorporando en sus ondas a más y más venezolanos. Quien al principio del remolino se sintiera apático o indiferente terminaría, al final, poniéndose la franela que fuera y entonando el jingle o el slogan que le identificara como el más ferviente de los militantes de su opción.
Las organizaciones más pequeñas se defienden como pueden. El MAS, que aparece como el tercero de los partidos —demasiado lejano de los dos más grandes para que se le pueda llamar «en discordia»—, también vive sus procesos internos, más marcados por lo ideológico. Trata de acompañar su planteamiento doctrinario —el de un socialismo democrático— con la campaña de más eficacia y calidad técnica posible, dentro de sus limitados recursos financieros y organizativos. Cumple un papel nada desdeñable en lo relativo a la animación de los eventos electorales, aunque esté limitado por el hecho de no tener como opción la menor posibilidad de triunfar en los comicios. Habrá que esperar hasta los años noventa para que el aplastante predominio de las dos grandes organizaciones se vea reemplazado por otra situación.
Los resultados electorales de estas cuatro elecciones son siempre claros e indiscutibles. Los partidos más pequeños sufren las triquiñuelas que los más poderosos siempre pueden hacer aquí y allá, sobre todo en el terreno de las elecciones de cargos de representación. Pero los veredictos del Consejo Supremo Electoral no se ven en realidad cuestionados seriamente.
Ese clima festivo y envolvente al cual nos hemos referido tiene su contraparte. El significado ideológico y político de la competencia electoral se difumina y debilita. La campaña se trivializa. A los ojos del electorado así movilizado, las opciones electorales se diferencian más por la forma que cada una da a su dinámica de mera captación de votos que porque signifiquen algo en verdad diferente la una de la otra. La alternabilidad de un partido y otro en el poder amaga con convertirse en una regla de terreno. Los achaques de un modo de gobernar que llega a las tres décadas empiezan a hacer mella. El desencanto ocasionado por el deterioro de la situación social aún no encuentra una forma abierta de expresión, pero se ha ido acumulando silenciosamente. La abstención podría haber sido un indicio, de modo que mientras los grandes partidos acumulan los altos porcentajes mencionados, la abstención electoral sube de nivel. Se mueve entre el 12% en las elecciones de 1978 y el 18% en las de 1988. En realidad, son porcentajes de todos modos bajos, de manera que la campanada de alarma no suena muy fuerte.
Desde la perspectiva de la construcción de una cultura electoral esta segunda larga etapa de la experiencia también deja su saldo. El electorado se resabia. Los venezolanos adquieren una visión más realista de lo que significa una campaña, cuál es la distancia probable entre lo que dicen los candidatos para captar votos y lo que va a ocurrir luego. Nadie se llama ya a mucho engaño. Las elecciones pasan a ser el modo más pacífico, más creíble, más aceptable de producir gobiernos y cambiarlos21. Eso es ya bastante. Unos gobiernos serán mejores, otros peores, pero no es la campaña electoral lo que va a determinar que lo sean. Ellas lo que hacen es proveer al votante de razones de múltiple nivel y calidad —desde lo bien que le quedaba su uniforme de marino a «Wolfgang» hasta el más denso de los discursos— para inclinarse por uno u otro candidato ¿Qué de mejor puede haber para elegir y cambiar mandos que el que me dejen decidir cuál de todos los aspirantes quisiera yo que ocupara la silla presidencial o todos los demás curules?
Hay que resaltar un hecho característico de la historia electoral que hemos venido analizando. Más allá de las individualidades de los dirigentes políticos y de los candidatos presidenciales, esas figuras ejercieron su liderazgo en el marco de grandes organizaciones, grandes partidos. Varias de ellas eran muy fuertes personalidades, hombres de especial talento y de una muy alta apreciación de su propio valer. Pero en esos 40 años Venezuela no conoció lo que era un mesías y ninguno de ellos podría haber pensado en triunfar sin el respaldo de las organizaciones a las cuales pertenecían, aunque en algunos casos pudiera decirse que estas eran, en buena parte, su propia creación.
Los comicios de 1988 parecieron marcar el punto más crítico de la situación que acabamos de abordar. Los candidatos presidenciales de los dos principales partidos llegan a sumar el 94% de los votos y, para los cuerpos deliberantes, alcanzan el 75%. Son los porcentajes más altos de toda la etapa. Pero ese aparente apogeo pronto se va a revelar como ilusorio. El panorama se transformará abruptamente en muy poco tiempo.
Antes de que el giro en cuestión cuaje, ya en plena última década del siglo XX, se introducen en las reglas electorales del país varios cambios de importancia. Uno de los aspectos de la fatiga que acusaban los 20 años de dominio de los grandes aparatos era que llegó a sentirse que la cultura electoral de los venezolanos daba para mucho más que para ese ejercicio rutinario de votar por una de las dos organizaciones. Por un lado surgió, a lo largo de los años ochenta, un reclamo por una mayor uninominalidad en el voto para escoger representantes a los cuerpos deliberantes. La sola elección por listas pudo corresponder a etapas anteriores del desarrollo electoral de la población, pero ya era hora de que el elector pudiera escoger de manera personalizada a sus representantes al Congreso, aunque fuera a una parte de ellos. Esto se tradujo en reformas de la ley electoral adoptadas en 1993, las cuales establecieron que los diputados al Congreso y a las asambleas legislativas de los estados serían elegidos, una mitad por el voto uninominal en circuitos diseñados al efecto, y la otra mitad a través de listas elaboradas por los partidos.
Otro reclamo que surgía del mismo sentimiento de que la cultura electoral del país estaba siendo subutilizada tenía que ver con la elección de las autoridades estatales y municipales. Para atender ese reclamo se dicta en 1989 la ley que establece la elección directa de gobernadores de los estados y la de una nueva figura que se crea —la del alcalde— como suprema autoridad ejecutiva de los municipios. Así pues, de ahora en adelante, los gobernadores y los alcaldes serán elegidos por votación directa de las poblaciones estadales y municipales. Ello da lugar a dos nuevos escenarios, el estadal y el municipal, donde la cultura electoral acumulada se ejercita, se refina, se resabia aún más. La aparición de esos nuevos niveles complica el paisaje partidista pues organizaciones que no tenían posibilidades de triunfo a nivel nacional pueden tener más fuerza y mostrar más músculo en determinadas regiones y obtener allí triunfos que les den mayor presencia política en el país que la que podían obtener cuando los gobernadores eran designados por el presidente y cuando no existía la figura del alcalde. Esta innovación, este enriquecimiento, va a jugar un papel de importancia en la tercera etapa del período de 40 años de ejercicio ininterrumpido de una cultura electoral acumulativa.
La tercera etapa que hemos distinguido en esas cuatro décadas incluye dos procesos electorales presidenciales y parlamentarios, el de 1993 y el de 1998. El contexto social y económico en el cual transcurren es muy traumático. El deterioro acumulado en la década anterior inspira un intento de reformas económicas del gobierno electo en 1988, el segundo mandato de Carlos Andrés Pérez, intento que, por variadas razones que escapan a nuestro tema, se salda en un fracaso, luego de un breve trecho en el cual prometía buenos resultados. En los años finales de la década se combinan los efectos sumados del declive en el cual se venía, el fracaso del programa de reformas económicas y la carencia de una solución al drama social en curso por parte del gobierno electo en 1993, el segundo de Rafael Caldera. Todo ello produce un cuadro de gran frustración y encono colectivos que enmarca la vida electoral de esa última década del siglo XX. La abstención sube de escala: 39% en 1993, 36% en 1998.
Las elecciones de 1993 y 1998 son eventos que exigen dos tipos diferentes de ejercicio de la cultura electoral del país. El primero tiene lugar en un clima político de mucha inestabilidad e incertidumbre. Por una concurrencia de perturbadores factores económicos, sociales, políticos y militares, Carlos Andrés Pérez, elegido tras los comicios de 1988, es destituido de su cargo por una sentencia de la Corte Suprema de Justicia, seis meses antes de que se venciera su período presidencial. Para las elecciones de 1993 concurren cuatro candidaturas de fuerza muy pareja ante las cuales el electorado venezolano tendrá que ejercitar su capacidad de discernimiento político. Están los candidatos de los dos partidos hasta entonces predominantes, Claudio Fermín, por AD, y Oswaldo Álvarez Paz, por Copei; va la postulación de Rafael Caldera, el más veterano y conocido de todos, apoyada por un surtido de partidos de heterogénea raigambre ideológica e histórica; y se presenta la candidatura de Andrés Velásquez, aspirante emergente de una innovadora organización de izquierda, La Causa R.
Las cuatro candidaturas obtienen un nutrido número de votos. Resulta electo Rafael Caldera, quizá porque el juicio político de una mayoría relativa del electorado se decanta por la búsqueda de un mayor nivel de certidumbre y de volver a lo conocido. Pero estamos ante un ejercicio normal de la cultura electoral existente. El sugerido era un criterio de selección posible y, dadas las circunstancias, razonable. Solo que ese veredicto también indica algo más. La suma de los votos de AD y Copei se reduce a 45%, cifra menor que la suma —53%— del aspirante emergente Velásquez y de la triunfadora de Caldera, veterana esta pero lanzada fuera del marco de aquellos dos partidos. Hay, pues, fatiga. Aquí interpretamos la elección de Caldera como una suerte de «taima» a la cual recurre una porción, por lo demás minoritaria —un 30% de los votantes—, «taima» simbolizada incluso por la avanzada edad del conocido político.
Recordemos que se ha abierto un segundo canal de actividad electoral, el de la elección de gobernadores y alcaldes. Ese canal tiene su propio timing pues los períodos de estos cargos son de tres años. Eso da lugar a una tarea nueva, fresca, en la cual los aparatos partidistas regionales y municipales concentran sus fuerzas, ciertamente recostados en sus respectivas organizaciones nacionales, pero con reales márgenes de autonomía y en los que muchos ciudadanos ven un posible semillero de futuros y renovadores liderazgos. Lo que a nivel nacional se ve como un ejercicio cauteloso de la cultura electoral —al fin y al cabo, tres opciones lucen a esos efectos como conservadoras puesto que Fermín, Álvarez Paz y Caldera suman el 75% de los votos— revela, a nivel estadal y municipal, mayor entusiasmo por dirigentes cercanos, lo cual le daría al ejercicio del voto una suerte de segundo aire, aun cuando fuera de modo provisional y limitado22. Y en efecto: Velásquez y Álvarez Paz habían sido gobernadores de sus estados; Fermín será alcalde de Caracas; Enrique Salas Römer estuvo a cargo de la Gobernación de Carabobo por dos períodos y tendrá una importante figuración en las elecciones de 1998, y la alcaldesa Irene Sáez ejercerá por corto tiempo un fuerte atractivo electoral.
No pudo concretarse esa expectativa. Los partidos, y las instituciones en general que habían promovido y cobijado durante casi cuatro décadas el surgimiento de una cultura electoral media que posiblemente no tuviera paralelo en el continente, no pudieron generar las opciones que parecieran capaces de responder a la situación social y económica que se vivía ni atender el nivel de frustración presente para el momento. De haberlo hecho, ello hubiera significado la visible continuidad y el enriquecimiento de los canales por donde esa cultura se había desarrollado.
El episodio final: 1998
Las elecciones de 1998 plantearon a la población un dilema inédito para el cual la cultura electoral del país no disponía de códigos de lectura adecuados. Es decir, se presentaron dos candidaturas principales. Una de ellas, la de Enrique Salas Römer, aunque se planteara como una ruptura con la «vieja política», terminaría siendo apoyada por los partidos tradicionales y por el conjunto de sectores de la sociedad que veía en el otro aspirante un riesgo, alguna forma de salto a lo desconocido en el cual revoloteaban aires de revancha o hasta de venganza por el alto nivel de descontento acumulado. La otra candidatura, la de Hugo Chávez, sintetizaba un conjunto de factores: la atracción de un joven militar, el anhelo de alguna forma de cambio significativo, el acceso al poder de sectores políticos e ideológicos que de otro modo no hubieran podido «llegar» nunca, el desprestigio y desgaste de los partidos y los dirigentes de costumbre, las cualidades comunicativas del candidato y su capacidad de «conectarse» con variados sectores de la población por múltiples rutas o el deseo intenso de castigar a los «culpables» de cuatro lustros de deterioro. Esta aspiración adquiere así un impulso indetenible que la lleva al triunfo en diciembre de 1998.
Posiblemente, de todos modos, para la mayoría de quienes concurrieron a votar, y para muchos de quienes escogieron a Chávez, se trataba de unos comicios más que podrían significar un cambio mayor que otros, y la satisfacción de sus deseos de castigo, pero unas elecciones al fin y al cabo. Si el hombre no daba la talla, pues en la próxima se elegiría otra cosa que entre tanto surgiera. Así pues, de nuevo a votar, en definitiva como siempre. A lo que nunca se había enfrentado la cultura electoral del venezolano, hasta donde no llegaba su resabio, era a una opción electoral con cartas bajo la manga. Una vez en el poder, el triunfador en las elecciones de 1998 va a ir cambiando de forma ininterrumpida y de fondo, en lo formal y en lo real, las reglas del juego político y, por lo tanto, del juego electoral23.
Es con la cultura electoral construida a lo largo de los 40 años que hemos examinado con la que los venezolanos llegan al siglo XXI. Se van a encontrar pues con que, tras su última actuación electoral en el siglo XX, han llevado al poder una visión de la política y del papel de las elecciones completamente diferente a la que han conocido. No es que esta vaya a desaparecer de un plumazo, pues se trata de una larga acumulación histórica que hace de ella un dato perdurable. Pero será de su encuentro con una nueva realidad —y con la cultura electoral que lo experimentado en los últimos años produjo— que seguramente surgirá una nueva etapa de cultura comicial en el pueblo venezolano. Y con estas líneas ya hemos traspasado el umbral del siglo del cual nos correspondía ocuparnos.
***
Notas
2: Giacomo SANI «Cultura política». En: Norberto BOBBIO, Nicola MATTEUCI y Gianfranco PASQUINO, Diccionario de política, Tomo I, México, Siglo XXI, 2000: 415.
3: Para los procesos electorales del período de los Monagas, durante el cual se experimenta un deterioro de su calidad, ver Robert Paul MATHEWS, La violencia rural en Venezuela. 1840-1858. Antecedentes socioeconómicos de la Guerra Federal, Caracas, Monte Ávila Editores, 1977: 138-145. Estas páginas se refieren a la elección de José Tadeo Monagas, y sirven de muestra del menoscabo indicado.
4: Los datos disponibles indican que, de ese 10%, concurría a votar la mitad. Cf. Boris BUNIMOW PARRA, «Las elecciones», Diccionario de historia de Venezuela, Tomo II, Caracas, Fundación Polar, 1997: 201-208.
5: Para la historia y el análisis de este período de la vida electoral es de gran valor el libro de Alberto NAVAS BLANCO, Las elecciones presidenciales en Venezuela del siglo XIX. 1830-1854, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1993. Este trabajo ha sido importante punto de referencia para nuestras propias consideraciones.
6: Navas Blanco aporta elementos de juicio que llevan a poner en duda el alcance de la popularidad del general Hernández, habitualmente libre de cualquier aprensión. Véase Alberto NAVAS BLANCO, El comportamiento electoral a fines del siglo XIX venezolano, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1998.
7: En realidad, tanto en las elecciones de 1873 como en las de 1892, votaron centenares de miles de venezolanos: 239.691 votos obtuvo Guzmán Blanco en 1873 y 349.447 consiguió Crespo en 1893. Pero la gran diferencia con respecto a 1897 es que en estas otras dos ocasiones no había nada que se pareciera a una candidatura de oposición. Guzmán ganó con 239.691 contra 18. Cf. Jesús SANOJA HERNÁNDEZ, Historia electoral de Venezuela. 1810-1998, Caracas, Los libros de El Nacional, 1998:12-14.
8: Para las elecciones de este período, así como para la idea del trago amargo aquí propuesta, véase la obra de Navas Blanco citada en la nota anterior. Y a fines de completar una visión panorámica de la historia electoral de esa centuria son recomendables: Boris BUNIMOW PARRA, «Las elecciones», op. cit., y Manuel Rafael RIVERO, «El Poder Electoral», Diccionario de historia de Venezuela, Tomo III, Caracas, Fundación Polar, 1997: 689-692.
9: En la Constitución de 1936 el período presidencial se redujo de siete a cinco años y se restablecía la prohibición de la reelección inmediata.
10: Es de recordar que la Constitución de 1936 contiene el famoso inciso sexto del artículo 32 que determinaba que las doctrinas anarquista y comunista «se considerarán contrarias a la independencia, a la forma política y a la paz social de la Nación… y los que las proclamen, propaguen o practiquen serán considerados como traidores a la Patria y castigados conforme a la ley». En ese inciso se ampara que el gobierno de López dé el giro del que hablamos e instale las medidas consiguientes.
11: El embajador norteamericano Frank P. Corrigan escribirá: «…por primera vez en cuarenta años Venezuela disfruta de la emoción de una campaña presidencial…», citado por Nora BUSTAMANTE LUCIANI, «Medina Angarita, Isaías», Diccionario de historia de Venezuela, Tomo III, Caracas, Fundación Polar, 1997: 98.
12: Recordemos: solo los concejales y los legisladores estatales son elegidos por el voto directo de los varones alfabetizados y mayores de 21 años. Luego, esas instancias escogen a los diputados y los senadores, y los diputados y senadores eligen a su vez al presidente.
13: En efecto, el asunto se ha discutido. Arturo Uslar Pietri nunca dejó de afirmar que la verdadera extensión de Acción Democrática era en definitiva modesta. «No pasaba de veinte mil inscritos», acostumbraba a decir, alegando que su carácter de ministro del Interior del gobierno de Medina le proporcionaba un conocimiento de primera mano en la materia. En otro sentido, quien esto escribe le oyó decir en alguna ocasión a Simón Alberto Consalvi que si Medina hubiera aceptado que el presidente para el período 1946-1951 fuera elegido por sufragio universal y directo, el medinismo habría ganado las elecciones sin mayor dificultad. Lo que no podemos saber es si se trataba de una boutade de Consalvi o si él pensaba, en verdad, en la popularidad que se le atribuía por entonces al general Medina y en las ventajas que una candidatura respaldada con todos los recursos que da estar en el gobierno habría tenido sobre cualquier alternativa competidora de la oposición.
14: Hay las denuncias que son de esperar: ventajismo gubernamental, actos de violencia por parte del partido preponderante en contra de los mítines y reuniones de las noveles organizaciones de oposición. Sobre todo en los estados andinos, se habla de agresiones físicas entre adecos y copeyanos. Pero que se sepa, la legitimidad de esas elecciones nunca ha sido puesta en duda. La gran mayoría obtenida por Acción Democrática era muy de esperarse, dadas las circunstancias y las banderas de cada cual.
15: Cf. Ramón J. VELÁSQUEZ, «Aspectos de la evolución política de Venezuela en el último medio siglo». En: Ramón J. VELÁSQUEZ y otros, Venezuela moderna, medio siglo de historia, 1926-1976, Caracas, Editorial Ariel, 1976: 95.100.
16: Para una muy buena descripción del ambiente de pugnacidad que se llegó a vivir, ver Ramón J. VELÁSQUEZ, Ibid., 111-127. Boris BUNIMOW PARRA, «Las elecciones», op. cit., 201-208. Digamos de una vez que la ausencia de la doble vuelta va a tener una consecuencia general y perdurable en la cultura electoral de los venezolanos: la poca presencia del voto «estratégico», del sufragio que se hace calculando sus efectos laterales, sobre todo de cara a esa segunda vuelta. Esto es, el voto que se hace para que sean sutano y mengano los que «clasifiquen», o para «eliminar» a fulano, etc. Lo mismo, para las alianzas electorales que se realizan o se dejan de hacer con ese tipo de propósitos, cosas todas muy frecuentes en países donde existe la segunda vuelta.
17: Un recorrido panorámico nos revela una decena de dirigentes de tales características: Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Jóvito Villalba, Raúl Leoni, Luis Beltrán Prieto Figueroa, Alirio Ugarte, Raúl Ramos Jiménez, Wolfgang Larrazábal, Arturo Uslar Pietri, Gonzalo Barrios, Lorenzo Fernández. El mismo Pérez Jiménez en algún momento adquiere relieve electoral.
18: Lo cual no quiere decir que impoluta. Los partidos con mayor presencia en todas las circunscripciones no dejarán de sacar provecho de ello, en detrimento de las opciones ausentes de las mesas, con menor número de testigos, etc. Pero ello no llega a poner en cuestión la legitimidad de los procesos.
19: No sin que pasaran unos días de tensión, pues lo estrecho del resultado hacía imposible cualquier proclamación temprana de un triunfador por parte del Consejo Supremo Electoral.
20: La abstención en esos procesos está entre el 5% y el 10% del electorado. Es especial el caso de las elecciones de 1963, máximo momento del movimiento subversivo, el cual amenazó con sabotear los comicios con violencia. En los mismos, la abstención fue de 9,16%. Para esas cifras ver: José Enrique MOLINA, El sistema electoral venezolano y sus consecuencias políticas, Valencia, Vadell Hermanos, 1991: 131.
21: Un hecho a destacar, en cuanto a la confiabilidad de los procesos electorales de estas décadas, es el de que seis de los triunfadores de las nueve elecciones son candidatos de partidos de oposición —en 1968, Rafael Caldera; en 1973, Carlos Andrés Pérez; en 1978, Luis Herrera Campins y en 1983 Jaime Lusinchi— o que, en todo caso, no son partido de gobierno para el momento, como Carlos Andrés Pérez en 1993 durante su segunda Presidencia y Rafael Caldera en 1998 también durante su segunda Presidencia. Son claras las consecuencias que ello tiene para la construcción de una robusta cultura electoral.
22: La abstención en las elecciones regionales sería alta: 55% en 1989, 50% en 1992, 53% en 1995, aunque luego bajara a 45% en el año 1998.
23: Vaya un pequeño ejemplo de ese desconcierto. Una vez que se ve que el triunfo de Chávez es altamente probable, los partidos del status realizan un adelanto de los comicios para el Congreso, de modo de lograr que, si Chávez ganaba, estuviera en minoría en el Congreso. Las elecciones parlamentarias se realizan, pues, en noviembre, un mes antes de la elección presidencial, cuando la candidatura del militar aún no se hallaba en condiciones de superar a los demás partidos. El objetivo se logra: Chávez estará en minoría en el Congreso de 1999. Pero, como sabemos, barrerá ese obstáculo sin mayores dificultades ante la mirada impotente de quienes habían urdido la jugada.