La dama del pran
La muerte al por mayor en las cárceles de Latinoamérica no ha cesado desde hace más de medio siglo
Tristemente, el motín carcelario en que mueren decenas de personas se nos ha hecho algo rutinario, característicamente latinoamericano. Que un establecimiento correccional se convierta en un dantesco matadero dejó hace muchas décadas de ser, en nuestra región, un escandaloso episodio aislado. La lista de motines es interminable, la muerte al por mayor en las cárceles del continente no ha cesado desde hace más de medio siglo. La semana pasada, en un comando policial de Acarigua, a 600 kilómetros de Caracas, 29 presos hallaron la muerte, masacrados por las temidas Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional Bolivariana.
Desde la festividad del Día de la Madre se vivía en el cuartelillo de la policía de Acarigua una gran tensión, originada en la negativa de las autoridades a permitir la visita familiar y los encuentros íntimos conyugales. Un detenido fue asesinado a sangre fría durante un altercado con sus guardianes. Se generalizó entonces una batalla entre reclusos —armados con armas automáticas y granadas de mano— y las FAES, las sturmtruppen de Maduro, enviadas para someterlos. La violencia se prolongó durante días.
En el curso de los últimos dos años, al menos tres masacres se han producido en las cárceles de Venezuela. En el Estado Amazonas, en el llamado Arco Minero, 39 reclusos murieron en 2017, durante un encuentro armado con sus custodios de la odiada Guardia Nacional. Apenas el año pasado, y en otra protesta por las condiciones de reclusión en la sede de la policía estatal de Carabobo, 69 detenidos fueron asesinados por la fuerza armada del Gobierno. La causa de todo este infierno es la corrupción de todo el sistema judicial, agravado por su obsecuente sujeción a los perversos designios políticos de la dictadura.
La mayoría de los procesados en América Latina se convierte en “detenidos permanentes” desde que las audiencias tribunalicias son deliberadamente aplazadas para extorsionar al recluso. En muchos de nuestros países, hasta el 60% de toda la población internada —a veces más— no ha escuchado cargos formalmente. Denegar arbitrariamente el acceso a las audiencias, aplazando maliciosamente las sentencias, crea poderosos incentivos para el soborno a todos los niveles del sistema: la mercancía más buscada en nuestros penales no es la droga sino una audiencia. En nuestra región, los pobres pagan para ser sentenciados y el tiempo pasado como procesados rara vez será descontado a favor suyo una vez sean sentenciados, si alguna vez lo son.
Todo esto, de suyo degradante e inhumano, empeora cuando en todo el sistema carcelario —y en parte de la sociedad a la que este debería servir— se entroniza alguien a quien la parla chavista llama “líder negativo”: un “pran” , voz de etimología enigmática que designa al tremebundo jefe de banda carcelaria cuyo señorío se extiende fuera de la cárcel.
El ejército privado del pran es llamado “tren” y lo integran cortagargantas dentro y fuera del penal. El pran ordena asesinatos y secuestros, trafica con drogas y armas de fuego y, sobre todo, se ocupa del régimen de audiencias tribunalicias, forma específica de la trata de personas. Todo ello sin salir de su pabellón, tal vez el sitio más seguro que pueda hallarse en toda Venezuela.
Este modelo, ya endémico en Centroamérica, Brasil o Paraguay, se hace más complejo y letal cuando lo rige un pran con rango de ministro. Tal es el caso de Iris Varela, la insumergible y siempre malgeniada ministra de Asuntos Penitenciarios que, sin que esto sea en absoluto una exageración, está en la cúpula de la pirámide del pranato nacional.
Bajo la “gestión” de Varela, ministra desde los tiempos de Chávez, han ocurrido impunemente decenas de masacres carcelarias sin que jamás su autoridad haya sido puesta en entredicho por los demás malandros en el poder. Ciertamente, Varela, quien es miembro muy caracterizado de la Dirección Nacional del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), no ha estado nunca en prisión, pero sus cordiales relaciones con el pranato nacional son las de un primus inter pares. Es la papisa de los pranes.
Los vasos comunicantes entre los trenes de pranes, los colectivos paramilitares más beligerantes y las mafias militares que hoy, por ejemplo, obran como obsequiosos anfitriones del ELN colombiano en la explotación ilegal del oro al sur del Orinoco, tienen su centro neurálgico en las cárceles venezolanas, controladas en su totalidad por la ministra Varela.
Primera entre los pranes, Varela encarna además una especie de guevarismo carcelario, al imponer a los trenes una dura disciplina militar con orden cerrado y adoctrinamiento ideológico. La idea general, al parecer, es hacer de los trenes del pranato un formidable adversario en la eventualidad de una invasión gringa.
Las masacres carcelarias no son, por lo visto, responsabilidad de la ministra ni le quitan el sueño. Son, como se sabe, perturbaciones instigadas por la prensa de oposición y el Pentágono, siempre dispuestos a desprestigiar los logros del socialismo del siglo XXI.