Democracia y Política

La debacle de Bahía de Cochinos

Barack-Obama-Raul-Castro-BBC_NACIMA20150412_0004_19«Como uno de los 1,500 brigadistas que desembarcamos en Playa Girón el 17 de Abril del 1961, y uno de los 1,197 prisioneros de guerra que sufrimos prision hasta el 24 de Diciembre del 1962, les recomiendo el artículo del amigo y compañero de luchas Armando Durán. Mi vida cambio el 19 de Abril del 1961 cuando pensé que era el final y se convirtió en comienzo de una nueva jornada. Sorpresas nos da la vida…..

Marcelino Miyares – América 2.1.

El 17 de marzo de 1960, el presidente Dwight D. Eisenhower firmó el Acta Ejecutiva que sus redactores titularon «Programa de acciones encubiertas contra el régimen de Castro.» Con esa autorización puso en marcha lo que Robert McNamara, secretario de Defensa de los presidentes John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson, llamó la «debacle» de Bahía de Cochinos. Una guerra sin fin que termina ahora, en Panamá, donde Raúl Castro y Barack Obama, cordiales y felices, por fin han hecho las paces.

El 17 de mayo de 1959, Fidel Castro proclamó en su antigua comandancia en la Sierra Maestra la ley de Reforma Agraria. El objetivo de la ley era desmontar la estructura de la propiedad rural en Cuba, típicamente capitalista, abrumadoramente latifundista y en buena medida de propiedad o en usufructo norteamericano, que para esa fecha sumaban casi dos millones de hectáreas sembradas de caña de azúcar o dedicadas a la cría de ganado vacuno, el equivalente a 11 por ciento de todo el territorio cubano y a 25 por ciento de su geografía agrícola y pecuaria.

En un primer momento, Washington había reconocido el derecho cubano a emprender una reforma agraria, pero ahora, al conocer el contenido de la ley, rechazaba de plano que no reconociera el valor de mercado de las tierras afectadas sino el declarado por sus dueños en las liquidaciones del impuesto sobre la renta. También rechazó, categóricamente, que el pago de las expropiaciones se hiciera mediante bonos del Estado con vencimiento a 20 años y 4 por ciento de interés anual y no de contado.

En aquellos tiempos de clara hegemonía estadounidense en la región, resultaba inevitable que esta reforma agraria provocara una respuesta contundente por parte de Estados Unidos, aunque sus primeras reacciones se circunscribieron a solicitar por medios diplomáticos una rectificación cubana. La última de estas gestiones se produjo el 4 de septiembre de 1959, cuando tras varios meses de intentarlo en vano, el embajador Philip Bonsal consiguió ser recibido por Castro para poder expresarle personalmente «la seria preocupación de su Gobierno por el trato que estaban recibiendo los intereses norteamericanos en Cuba, tanto en el área agrícola como en el de los servicios públicos».

Con el irritante andar de los días y las semanas sin lograr modificar en lo más mínimo la postura cubana, la objeción verbal de Estados Unidos a la ley se transformó progresivamente en una escalada de iniciativas orientadas a debilitar por la fuerza al gobierno revolucionario. Al principio, mediante represalias económicas y la ejecución sistemática de actos de sabotaje, desde la quema de campos de caña de azúcar con bombas incendiarias lanzadas desde rápidas avionetas procedentes de Florida, hasta atentados contra plantas industriales y comercios. El punto culminante de esta primera etapa de confrontación violenta tuvo lugar el 4 de marzo de 1960, en un muelle de la bahía de La Habana, con la voladura del buque francés La Coubre.

El imperio contraataca. En los primeros meses del gobierno de Castro, Washington no se había opuesto a que sus aliados europeos le vendieran armas al gobierno revolucionario, que ya había aprovechado las gestiones iniciadas y los pagos realizados por la dictadura de Fulgencio Batista a la Fábrica Nacional de Armas de Bélgica para recibir, en enero de 1959, 20 mil fusiles FAL, con su correspondiente dotación de municiones y lanzagranadas. Tampoco ejerció presión alguna para evitar que a principios de aquel año Cuba comprara en Italia un centenar de morteros de 81 milímetros, dos baterías de cañones de campaña de 105 milímetros y ametralladoras pesadas. Pero sólo hasta ahí llegó la muy poco maleable flexibilidad de Washington con respecto al rearme de Cuba. En octubre de 1959, el gobierno de Estados Unidos logró impedir que Gran Bretaña le vendiera al gobierno cubano una escuadrilla de modernos aviones cazas Hawker Hunter, dotados con 4 cañones de 20 mm y capaz de alcanzar una velocidad de 1.100 kilómetros por hora, un poderío aéreo que probablemente hubiera disuadido a la CIA de seguir adelante con sus planes de invasión a Cuba sin participación directa de tropas estadounidenses, y forzó a Yugoslavia a cancelar sus negociaciones con funcionarios cubanos para la venta de equipo militar procedente de la Unión Soviética y Europa oriental.

Entretanto, Bélgica había accedido a venderle a Cuba otros 25 mil fusiles FAL, que también llegaron a la isla sin ningún contratiempo, y a embarcar más tarde, en febrero de 1960, 44 toneladas de granadas para fusiles FAL y 31 toneladas de proyectiles en el buque francés La Coubre, que atracó en la bahía de la Habana el 4 de marzo. A las 3:10 de esa tarde, durante la descarga del material bélico que transportaba, una fuerte explosión se produjo en la bodega número 6 de la nave. Centenares de cubanos acudieron al muelle a socorrer a las víctimas y minutos después, mientras una inmensa nube de espeso humo negro se extendía sobre la ciudad, se produjo la segunda y aún más devastadora explosión. El saldo oficial del atentado fue de 101 muertos y más de 250 heridos. Nunca se determinó con exactitud la causa de la explosión, pero nadie puso en duda la versión oficial del suceso, según la cual agentes de la CIA habían instalado entre las 1.492 cajas del cargamento una potente carga explosiva con dos detonadores, uno de los llamados «de alivio de presión» (en este caso, al levantar una de las pesadas cajas se activaba el dispositivo) y otro de retardo, para provocar una segunda explosión, minutos después de la primera.

Aquel gran atentado tuvo dos consecuencias políticas de gran trascendencia. Desde el día siguiente se impuso en Cuba, y con el paso del tiempo en el resto de América Latina, la consigna de «Patria o Muerte», con el preciso designio de definir el carácter antiimperialista de las revoluciones que estremecerían al continente. «Nuevamente», anunció Castro con voz grave durante su discurso fúnebre en honor de las víctimas del atentado, «no tenemos otra alternativa que aquella con que iniciamos la lucha revolucionaria, la de Libertad o Muerte, sólo que ahora Libertad quiere decir algo más todavía. Libertad quiere decir Patria y nuestra disyuntiva actual será Patria o Muerte.» Poco días más tarde ampliaría la consigna con un verbo de gran valor propagandístico: «Venceremos.» Por su parte, el 9 de julio siguiente, Nikita Jrushchov, primer ministro soviético, le advirtió a Washington y al mundo que «los artilleros soviéticos (es decir, los misiles nucleares intercontinentales que poseía la Unión Soviética) apoyarán al pueblo cubano si el Pentágono se atreve a intervenir en Cuba».

Las primeras acciones y reacciones. Esta vertiginosa sucesión de acontecimientos fue el trasfondo de la VII Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA, que se realizó en San José de Costa Rica entre el 22 y el 29 de agosto de 1960, en la que se rechazó por unanimidad, sin la presencia de Cuba, la advertencia formulada por Jrushchov «de intervenir en el diferendo entre dos países americanos con sus armas dirigidas, en inequívoca violación de los principios jurídicos y políticos del sistema interamericano.» También se reafirmó en esa ocasión que el sistema interamericano era incompatible con cualquier forma de totalitarismo y se proclamó que «los Estados miembros de la OEA tienen la obligación de someterse a la disciplina del sistema interamericano».

La respuesta de Castro fue inmediata e igualmente categórica. Ante centenares de miles de cubanos reunidos el 2 de septiembre en la plaza habanera de la Revolución, leyó lo que llamó Primera Declaración de La Habana, para repudiar, «en todos sus términos, la Declaración de San José de Costa Rica, dictada por el imperialismo americano, y atentatoria a la autodeterminación nacional, la soberanía y la dignidad de los pueblos hermanos del continente». En este sentido, Castro proclamó a su vez el derecho y el deber de los pueblos del mundo a rebelarse contra el imperialismo y derrotarlo, denunció los planes del Gobierno de Estados Unidos contra Cuba y ratificó «la decisión del pueblo cubano a trabajar y luchar por el común destino revolucionario de América Latina».

La voladura del buque La Coubre, la VII Reunión de Consulta de la OEA y ahora la Primera Declaración de La Habana marcaron un nuevo y decisivo punto de inflexión en las relaciones de Estados Unidos y Cuba. El 4 de febrero de 1960, un mes antes de la voladura del barco francés, Anastas Mikoyán, vice Primer Ministro soviético, había llegado a La Habana en una visita de 9 días, organizada por Alexandr Alexeiev, en apariencia corresponsal de la agencia Tass en Ciudad de México, pero en realidad agente de la inteligencia soviética y futuro embajador de la URSS en La Habana.

El motivo oficial del viaje era inaugurar una muestra de Ciencia, Tecnología y Cultura soviéticas que acababa de presentarse en México, pero el verdadero propósito de la visita del vice primer ministro soviético fue la firma del primer acuerdo comercial entre la Habana y Moscú, mediante el cual la URSS, además de comprar 345 mil toneladas de azúcar cubana, se comprometía a comprar otras 425 toneladas antes de fin de año y un millón de toneladas anuales durante los próximos cuatro años. Por su parte, la URSS le suministraría a Cuba petróleo, bienes de capital, maquinaria industrial y otros productos, en condiciones especiales de pago. Sobre este viaje de Mikoyán, John Lee Anderson, en su biografía de Ernesto «Che» Guevara, cuenta que Sergo Mikoyán, quien acompañaba a su padre, le relató que «el punto culminante de la gira fue la visita de rigor a Santiago y a la antigua comandancia de Fidel en La Plata y que allí Castro y el Che les hablaron con franqueza sobre su decisión de hacer una revolución socialista, los problemas que se les presentaban y la necesidad de ayuda soviética para consumar sus planes».

Ya no hay vuelta atrás. El primer efecto directo que produjo el viaje de Mikoyán a la isla y la firma del primer acuerdo comercial de Cuba con la URSS fue que, a mediados de junio, las refinerías Texaco, Shell y Esso, las únicas que operaban en territorio cubano, se negaron a refinar el petróleo soviético que había comenzado a llegar al puerto de La Habana. La reacción del gobierno cubano fue fulminante. El 29 de junio confiscó las tres refinerías. Otro tanto ocurrió con la Compañía Cubana de Electricidad, de propiedad norteamericana, porque también ella se negó a utilizar petróleo soviético en sus plantas generadoras de energía. La reacción norteamericana se produjo una semana después, el 6 de julio, cuando la Administración Eisenhower suspendió la compra de 700 mil toneladas de azúcar cubano, remanente de su cuota correspondiente de ese año, y anunció que Estados Unidos suspendía hasta nuevo aviso la compra futura de azúcar cubana.

Esta vez Castro respondió con una amenaza contundente: «Si los Estados Unidos cortan la cuota azucarera, libra a libra, Cuba confiscará una por una todas las propiedades norteamericanas.» Tres días después, Jrushchov formuló su aviso de que la URSS defendería a Cuba con sus cohetes nucleares y cuatro semanas más tarde, el 6 de agosto, en un discurso pronunciado en el estadio de béisbol de La Habana, Castro, acompañado en la tribuna sólo por el dirigente de la extrema izquierda venezolana Fabricio Ojeda, quien ya organizaba en la isla un movimiento guerrillero contra el gobierno de Rómulo Betancourt, anunció la expropiación de 36 centrales azucareros y de todas las demás propiedades norteamericanas en el sector azucarero, incluyendo más de un millón de hectáreas de tierras no afectadas por la reforma agraria, así como todas las empresas de propiedad estadounidense instaladas en Cuba, desde compañías mineras, hasta cines, hoteles y comercios de toda índole, sin ninguna compensación monetaria. Más adelante, el 17 de septiembre, confiscó todos los bancos norteamericanos.

La Casa Blanca se tomó su tiempo para responder, pero cuando lo hizo, el 19 de octubre, escaló considerablemente las malas relaciones entre las dos naciones al imponer un embargo parcial al comercio de Estados Unidos con Cuba, que el presidente Kennedy se encargaría el año siguiente de convertir en embargo total. Con mucha razón, Carlos Rafael Rodríguez, futuro vicepresidente del Consejo de Ministros y del Consejo de Estado, afirmó que con ese discurso Castro le puso punto final al período burgués de la historia cubana.

La decisión de invadir Cuba. En el marco de sus calculadas maniobras, Castro había pospuesto el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Moscú para un momento políticamente más propicio, punto que finalmente creyó haber alcanzado el 8 de mayo de 1960, tres meses antes de suprimir, con su discurso del 6 de agosto, los restos de la presencia dominante de Estados Unidos en Cuba. Sin embargo, desde febrero, fecha de la primera visita de Mikoyán a La Habana, las cartas del juego entre La Habana y Washington ya estaban echadas. Cada día más descarnadamente, porque a medida que Estados Unidos y Cuba endurecían sus posiciones, mayor se hacía la polarización ideológica del proceso por parte de ambos gobiernos, y la gradual aceptación con que los cubanos comenzaron a percibir la deriva del nuevo régimen hacia el modelo socialista a la manera soviética. Según le confesó Castro al periodista estadounidense Tad Szulc en 1965, «las repetidas acciones agresivas de Estados Unidos aceleraron el proceso revolucionario, pero no fueron su causa. En Cuba íbamos a construir el socialismo de todos modos, pero en un tiempo razonable, con la menor cantidad de inconvenientes. Las agresiones del imperio sencillamente aceleraron el proceso».

Este conjunto de factores, la visita de Mikoyán, la firma del primer convenio comercial con la URSS, el compromiso público de Jrushchov a defender la revolución cubana con sus cohetes intercontinentales y el restablecimiento oficial de relaciones con el Kremlin, le daban a Castro la certidumbre de que muy pronto, hicieran Estados Unidos y sus aliados cubanos lo que quisieran, la revolución saldría airosa del desafío. Si era necesario, como se vería en octubre de 1962, al precio incluso de un holocausto nuclear.

Cuando finalmente Washington anunció el 2 de enero de 1961 su decisión de romper relaciones diplomáticas con La Habana, punto de inflexión definitivo de la crisis, Castro ya no temía las reacciones de Washington. A Cuba habían llegado los primeros cuatro embarques de armamento soviético y checoslovaco, y estaba previsto que durante los próximos meses arribaran a la isla dos escuadrones de aviones MiG-15 y, con ellos, el primer grupo de pilotos cubanos de combate entrenados en la URSS. Por otra parte, en La Habana de finales de 1960, se tenía la convicción de que aunque los planes del Gobierno de Estados Unidos de invadir Cuba eran ciertos y podrían hacerse realidad en cualquier momento, el presidente Eisenhower dejaría la responsabilidad de esa decisión en manos de su sucesor en la Casa Blanca, que sería electo en noviembre y no tomaría posesión de su cargo hasta el 20 de enero de 1961.

Se pone en marcha la invasión. El entrenamiento de los primeros 60 integrantes de la futura brigada invasora se inició en mayo de 1960, en los fuertes Randolph y Sherman, en la zona norteamericana del canal de Panamá. En junio, los responsables de la operación resolvieron elevar el número de reclutas a 500 y ya en septiembre unos 200 hombres recibían preparación militar en los campos de entrenamientos recién instalados por la CIA en Guatemala. Para noviembre, al decidirse la CIA por la opción de una operación aerotransportada de 600 hombres por la ciudad de Trinidad, a los pies de la sierra del Escambray, donde ya combatían algunos grupos de guerrilleros anticastristas, comenzó a entrenarse a los voluntarios anticastristas para actuar, más que en una guerra de guerrillas, en operaciones militares de carácter convencional.

Para complicar aún más la viabilidad de los planes de la CIA, es preciso destacar el hecho de que aunque los planes de la invasión eran ultra-secretos, al comenzar el año 1961, muchos de sus pormenores se discutían abiertamente en la prensa de Estados Unidos, América Latina y Europa. Incluso The New York Times publicó en su edición del 10 de enero un amplio reportaje sobre el entrenamiento de centenares de cubanos anticastristas en Guatemala, que incluía fotografías de la brigada en formación y un mapa detallado de las instalaciones construidas en la zona de Retalhuleo, cerca del Pacífico guatemalteco.

Por su parte, el primer indicio público que ofreció Kennedy de su determinación a continuar los planes de invadir Cuba adelantados por el gobierno Eisenhower se produjo el 30 de enero de 1961, durante su primer discurso como presidente al Congreso de su país. «Mi Presidencia», afirmó aquel día glosando a su antecesor, «nunca negociará la presencia de un gobierno comunista en el hemisferio occidental.» Y lo declaró, no sólo por razones ideológicas, sino porque también estaba convencido de que bajo ningún concepto podría suspender la invasión sin poner en riesgo ante sus aliados la credibilidad de Washington como defensor confiable de valores anticomunistas y democráticos. A estas alturas de la historia también queda claro que Kennedy se dejó arrastrar ciegamente por los juicios optimistas de Dulles y Richard Bissell, subdirector de Planificación de la CIA. La única inquietud que realmente parecía preocuparlo, y que a fin de cuentas condenaba de antemano el plan a un fracaso sin remedio, era que pudiera ponerse en evidencia la intervención de su gobierno en un acto de guerra abierta contra Cuba.

Por esa razón Kennedy descartó el plan original de la CIA de invadir por Trinidad y lo sustituyó por un desembarco nocturno, a pesar de que esa experiencia había tenido éxito sólo en una ocasión durante la II Guerra Mundial. Kennedy pensaba que un desembarco a oscuras en las remotas playas de la Ciénaga de Zapata sería muchísimo más discreto. Años después, Bissell escribiría en sus memorias que era difícil admitir que Kennedy y sus asesores creyeran que una operación militar de esta magnitud podía alterarse de este modo en las vísperas del día D y seguir ofreciendo las mismas garantías de éxito. También le resultó «sorprendente que nosotros acogiéramos la propuesta de Kennedy sin discutirla siquiera.»

Contradicciones en Washington. Dean Rusk, secretario de Estado de Kennedy y luego de Lyndon B. Johnson, reveló 30 años después que en ningún momento el Presidente consultó la opinión de la Junta de Jefes de Estado Mayor del Pentágono sobre la viabilidad de la operación que heredaba. «Estoy convencido», sostiene Rusk en sus memorias, «de que en el Pentágono nunca se analizó el plan con ojos de militares profesionales. Asumieron que aquel espectáculo le pertenecía a la CIA y sencillamente lo aprobaron y se lavaron las manos.» El clima político que existía en el Washington liberal de Kennedy tampoco era favorable para ejecutar los planes diseñados por la CIA en tiempos de Eisenhower y muchos dirigentes del propio Partido Demócrata se sentían en la obligación de impugnarlos. Por ejemplo, el 29 de marzo, William Fullbright, poderoso presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, le hizo llegar a Kennedy un memorándum en el que sostenía que darle apoyo a los planes de invasión a Cuba sería un «acto de hipocresía y cinismo…» Una posición muy parecida sostenía John Kenneth Galbraight, embajador entonces en la India y uno de los más íntimos asesores de Kennedy, y Dean Acheson, ex Secretario de Estado. El sub secretario de Estado, Chester A. Bowles, llegó más lejos aún al redactar un memorándum dirigido a Rusk que criticaba duramente los planes de la invasión con argumentos jurídicos y morales. Arthur Schlesinger, quien le dirigió esos días a Kennedy numerosos mensajes advirtiéndole del desastre por venir, cuenta en su libro sobre la Presidencia de Kennedy, que Bowles decía recoger en su escrito el criterio que prevalecía entonces en el Departamento de Estado, donde se consideraba que la invasión era una respuesta «fuera de toda proporción con respecto a la amenaza real que representaba el régimen castrista. Seguir adelante con los planes compromete nuestra posición moral en el mundo y hará imposible que en el futuro podamos denunciar violaciones a tratados internacionales cometidas por los comunistas.» Quizá para eludir el cerco de sus más cercanos colaboradores, advierte Rusk, Kennedy, prefirió no consultar a otros líderes políticos y parlamentarios. Concluye sosteniendo que «si Kennedy hubiese realizado esas otras consultas, podría haber evitado cometer el grave error de Bahía de Cochinos».

En la otra orilla del debate, los partidarios de una posición norteamericana más dura frente al régimen de Castro también se sentía molesta, pero por razones muy distintas: el 12 de abril, la presión contra la invasión a Cuba se había hecho tan intensa en Washington, que aunque los buques de la invasión se disponían a zarpar rumbo a Cuba al día siguiente escoltados por el portaviones Essex y 6 destructores, Kennedy se sintió obligado a declararle a la prensa que, a pesar de las simpatías que generaba en el espíritu norteamericano la lucha de los cubanos anticastristas por restaurar la democracia en su país, «en Cuba no habrá, bajo ninguna circunstancia, una intervención de las fuerzas armadas de Estados Unidos».

bahia

La debacle de Bahía de Cochinos. A pesar de esta declaración de Kennedy, tres días más tarde, el 15 de abril a las 2 de la madrugada, 8 bombarderos ligeros B-26, idénticos a los de la fuerza aérea cubana, despegaron de la base aérea Tride, en Puerto Cabezas, Nicaragua, con destino a los tres principales aeropuertos militares cubanos, la base aérea de Ciudad Libertad, en La Habana, la de San Antonio de los Baños, en el occidente del país, y el aeropuerto Antonio Maceo, en Santiago de Cuba. Un noveno B-26, con insignias de la Fuerza Aérea Revolucionaria de Cuba (FARC) en alas, cola y fuselaje, despegó al mismo tiempo pero con rumbo al Aeropuerto Internacional de Miami, donde aterrizó a las 7 de la mañana. Al llegar, su piloto declaró que formaba parte de un grupo de pilotos cubanos que acababan de sublevarse contra el régimen de Castro, pero nadie lo creyó..

Como tanto temía Kennedy, el escándalo provocado por el bombardeo fue planetario. Rusk trató de hacerle frente a la situación repitiendo la versión oficial de que en aquellas acciones bélicas no había intervenido Estados Unidos. «Lo que ocurra en Cuba», declaró infructuosamente a la prensa, «es un asunto exclusivo de los cubanos.» El remedio, sin embargo, resultó peor que la enfermedad. Desde la Casa Blanca, convertida en blanco de todas las denuncias, Kennedy se sintió obligado a cancelar los otros dos bombardeos previstos en los nuevos planes operacionales. En medio de este laberinto de vacilaciones, órdenes y contraórdenes, lo cierto es que el primer y único bombardeo de los tres previstos en la llamada Operación Preludio, ni siquiera logró causarle ningún daño de importancia a la aviación militar cubana en tierra, porque Castro, enterado con suficiente antelación de los planes de la CIA, se había ocupado de poner a buen resguardo sus muy pocos aparatos de combate. Cuando minutos después de la medianoche del 16 al 17 de abril los primeros hombres ranas de la brigada invasora pisaron tierra firme cubana para marcar los puntos de desembarco, al haber cancelado Kennedy los otros dos bombardeos previstos, la invasión y los 1.511 miembros de la brigada quedaron a merced de los 3 aviones caza Sea Furies británicos y de los dos T-33 de propulsión a chorro leales a Castro. Ninguno de ellos había sufrido el menor daño durante los bombardeos del día 15.

Al mediodía del 19 de abril, tras dos días y medio de intensos combates, gracias a la supremacía aérea de Castro, todo estaba decidido en Bahía de Cochinos. A esa hora desesperada, la CIA pidió por última vez a la Casa Blanca apoyo aéreo y naval, al menos, para evacuar a los combatientes cubanos que aún luchaban en Playa Larga y Playa Girón. Robert Kennedy se mostró de acuerdo con la solicitud de la CIA, pero Rusk se opuso, alegando el compromiso público contraído por el presidente Kennedy una semana antes. Ante esta disyuntiva dramática, ambos Kennedy terminaron pronunciándose en favor de la posición del secretario de Estado. Los buques de guerra que aguardaban órdenes a muy pocas millas de la costa, iniciaron entonces su regreso a Estados Unidos.

La fracasada invasión de Bahía de Cochinos le costó al exilio cubano 118 muertos y 1.197 prisioneros. Al gobierno revolucionario cubano, 176 muertos y alrededor de 300 heridos. En el plano político, Cuba, fortalecida por su victoria, podía jactarse de haber propinado a Estados Unidos una derrota total, un hecho inédito en los anales de las relaciones entre América Latina y Estados Unidos. Por otra parte, esta ardorosa sensación de triunfalismo insurgente llevaría el año siguiente a Jrushchov a ordenar la instalación en Cuba, a solo 90 millas del territorio de Estados Unidos, de cohetes nucleares de alcance medio e intermedio. En octubre de 1962, esta tentación provocada por la aparente debilidad de Kennedy para enfrentar el desafío cubano, colocaría al mundo a un corto paso del holocausto nuclear.

54 años después

El 5 de junio de 1958, en plena ofensiva del ejército de Fulgencio Batista contra su baluarte guerrillero en la Sierra Maestra, al comprobar la destrucción de la vivienda de un campesino amigo suyo, Fidel Castro le mandó a Celia Sánchez, su asistente y compañera sentimental, el siguiente mensaje manuscrito: «Al ver los cohetes (de fabricación estadounidense) que tiraron en casa de Mario me he jurado que los americanos van a pagar caro lo que están haciendo. Cuando esta guerra se acabe empezará para mí una guerra mucho más larga y grande, la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero».

Así, con rabia implacable, comenzó una guerra cuyo más claro inicio se produjo la semana del 13 al 19 de abril de 1961, con la invasión de Bahía de Cochinos, organizada, equipada y financiada por el gobierno de Estados Unidos. Desde entonces, Cuba fue el protagonista en América Latina de ese oscuro drama de la historia contemporánea que inexplicablemente se llamó la «guerra fría» y que concluyó formalmente en noviembre de 1989 con la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética. Sólo Cuba, más aislada que nunca hasta que Hugo Chávez conquistó el poder en las elecciones de 1998, permaneció fiel a su proyecto revolucionario original y a la confrontación constante con Estados Unidos.

Este conflicto, que mantuvo a ambas naciones en pie de guerra durante estos últimos 54 años, ahora, precisamente cuando se celebra un nuevo aniversario de su inicio en las solitarias arenas de Bahía de Cochinos, parece haber llegado a su final negociado. Buena ocasión para recordar cómo comenzó esta oscura etapa de la historia continental que ahora Raúl Castro y Barack Obama pretenden superar para siempre con un fuerte estrechón de manos, ante el visible entusiasmo de los otros 33 jefes de Estado y de Gobierno que asistían en Panamá a la VII Cumbre de las Américas.

 

Botón volver arriba