Ética y MoralPolítica

La defensa de la democracia

«Por eso resulta necesaria la máscara del engaño en Sánchez, para que la opinión vea como ejercicio ‘progresista’ lo que es producto de una vocación dictatorial»

La defensa de la democracia

Ilustración de Alejandra Svriz.

 

«Si yo fuera mi mujer, usaría medias Berkshire»: el viejo anuncio mostraba al ídolo de la época, el futbolista Alfredo di Stéfano, luciendo en sus piernas unas medias de mujer. «Feijóo hubiera aprobado la ley de amnistía si no dependiera de Vox», nos dice Pedro Sánchez en Espejo público, intentando justificar así su pacto con Puigdemont para ser presidente. La diferencia entre la primera analogía, muy discutida en su momento, de una inverosimilitud buscada, y la segunda, disfrazada de naturalidad, es que en aquella las contradictorias imágenes encerraban un mensaje publicitario transparente, mientras en la propuesta por Sánchez nada respalda la idea de que Feijóo hubiera votado la amnistía y menos aceptado las exigencias del hoy «exiliado» de Waterloo, asumidas en cambio al pie de la letra por Sánchez. Puro engaño.

La entrevista de Sánchez en Antena 3 registra una y otra vez este tipo de falacias, donde una dificultad es sorteada acudiendo a la imputación falsa al PP o a Feijóo de una conducta equiparable. Así nos cuenta que su negociación con Puigdemont nada difiere la establecida por Aznar con ETA, también en Suiza, la cual, a diferencia de la suya, fue acogida con «el aplauso general». De ser espectadora del programa, la hoy ministra Margarita Robles habrá reído con ganas al escucharlo, aunque la risa no parece lo suyo. En un programa del desaparecido José María Calleja, en la Cuatro, debatí con ella sobre la aludida negociación celebrada en Zúrich, en mayo de 1999, donde la delegación del Gobierno ofreció presos por paz. ETA quería luz verde para su construcción nacional, y no hubo acuerdo. Robles, en sintonía con el PNV, condenó con acritud, que sí es lo suyo, la intransigencia de Aznar. De parecido con lo puesto en marcha con Puigdemont, nada, y de aplauso general, menos.

El presidente propone una falsa analogía más, de nuevo con Aznar como protagonista, para justificar la amnistía aduciendo que en un día el hoy expresidente aprobó 1.400 indultos. Pero no eran un simulacro de indulto general, anticonstitucional, sino una medida de gracia perfectamente legal, con beneficiarios individuales, y el entonces ministro Acebes lo explicó en términos jurídicos sobre los cuales ahora sería útil que reflexionara Sánchez. De precedente para la amnistía, tampoco nada.

Si la entrevista oficial en la Uno había servido de plataforma para que encadenara sin obstáculo alguno todos sus mensajes, la de Espejo Público puso de manifiesto los problemas de Pedro Sánchez, no solo para responder a lo que se le pregunta, sino incluso para guardar las formas cuando entrevistador no devalúa su papel de periodista. Las acusaciones a Susanna Griso de «tergiversar» sus palabras, o de un doble rasero en su actitud frente a la tolerancia por «las mentiras» del PP —debió haber «repreguntado» a Aznar— merecen pasar a la antología de la prepotencia del poder frente a los medios. Uno de esos estallidos fue particularmente significativo, cuando recrimina a la presentadora por no haber tratado a los protagonistas de la sedición catalana como al PP. Lo que usted ve, no es lo que es usted ve, sino lo que yo diga que usted tiene que ver, exigía en el fondo Sánchez a Griso, invirtiendo los papeles de la entrevista.

«Ante la insistencia en la unilateralidad, el presidente es sordo voluntario»

O trata de engañar, o huye sin más: cuando ella le menciona los siete votos de la vergüenza, él se refugia de inmediato en los 179 de su mayoría parlamentaria, sin responder. El varapalo de PISA, lo resuelve afirmando ser partidario de la meritocracia. En el tema de las negociaciones, una máscara como gran mentira: no negocia el gobierno, sino los partidos. Y sobre la amnistía, venga a marear la perdiz entre generalizaciones indocumentadas y sofismas, como si toda Europa estuviese concediendo amnistías (solo cita una portuguesa, a jóvenes que insultaron al Papa), en su preámbulo de la proposición de ley se reivindicara la Constitución española o hubiese sentencias favorables a una amnistía del Tribunal Constitucional, algo que ni el aludido preámbulo se atreve a esgrimir.

Sobre todo, tras evocar sin precisión alguna la de 1977, afirma que la amnistía es «una excepción a la norma», con lo que no se entiende nada, si pretende probar que la amnistía es constitucional. Sí se entiende que a su juicio «amnistiar es perdonar», error deliberado que lo resume todo en su voluntad de engaño, presentando a los ciudadanos lo contrario de lo que ha entregado ya a Puigdemont. Además, descartará que los secesionistas deban rectificar para ello, «nadie les exige que abandonen sus objetivos políticos». Ante la insistencia en la unilateralidad, el presidente es sordo voluntario.

En suma, un alegato tan falso como su autoelogio de que «desde que soy presidente, la Constitución se cumple en  todos los territorios» de lo que prefiere llamar «unión de los pueblos de España». Para su profesada lealtad a la Constitución, no cuentan las cuestiones «normativas», sino los «valores». No dice cuáles. Y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, pasa a atacar la «judicialización de la política», anuncio de lo que luego vendrá. Léase: hagamos lo que yo creo que conviene y la Constitución, como siempre, olvidémosla, salvo para mencionar su santo nombre en vano.

Así como en la década anterior, en tiempos de Rajoy y Bárcenas, no se imponía solo la imagen de un gobierno con corrupción, sino de una corrupción gobernante, hoy la acumulación de falacias, engaños y ocultaciones, apreciable en sus alteradas respuestas a Susanna Griso, nos demuestra que estamos ante una mentira viviente. El problema además es que tal condición no resulta inocua, dado que constituye el núcleo de una estrategia donde desaparece la relación ilustrada con la oposición, siendo sustituida por una voluntad de aplastamiento, incompatible con la vida democrática. Para ello los brazos del pulpo se extienden a toda institución susceptible de ejercer un control constitucional (letrado mayor de las Cortes) o de proporcionar información a la sociedad (clamoroso nombramiento de director de EFE). Por eso resulta necesaria la máscara del engaño en el discurso presidencial, a efectos de que la opinión vea como ejercicio benéfico —«progresista»— de la autoridad, lo que es producto de una vocación dictatorial, ajena a la Constitución.

En último término, al modo de un ejército conquistando una ciudad, sometido ya el legislativo, la toma definitiva del edificio político requiere la del poder judicial en su totalidad. De ahí la ofensiva emprendida con el pretexto del lawfare, en la que deberán servir de artillería las comisiones de investigación en calidad de drones armados.

«El constitucionalismo de Sánchez se reduce a un artículo de la ley fundamental, aquel que le asegura el futuro control del CGPJ»

Al modo de aquella canción francesa, donde un músico tocaba un violín con una sola cuerda, el constitucionalismo de Sánchez se reduce a un artículo de la ley fundamental, aquel que le asegura el futuro control del Consejo General del Poder Judicial con la renovación cada cinco años. Nunca cita completo ese artículo 122, orientado en su punto 3º a acotar la designación política de sus miembros (ocho sobre 20). Hace diez años, fue Rajoy el responsable de consumar el monopolio de tal designación política, dado a las cámaras, es decir, al partido o coalición mayoritarios. Ahora la rectificación, atendiendo al propósito de la ley fundamental, resulta indispensable como medio para evitar que se consume la concentración de todo el poder judicial en manos de Pedro Sánchez.  De ahí que éste rechace el más mínimo compromiso al respecto.

Espíritu de la Constitución frente a desviación del mismo por los efectos de una Ley Orgánica, que hic et nunc abre la vía para eliminar la separación de poderes. La resistencia a ultranza es, pues, correcta en la medida que Pedro Sánchez no ha renunciado, ni va a renunciar, al ejercicio de su monopolio de poder en la designación. Entramos así en un terreno, a veces resbaladizo, pero necesario cuando como en la España de hoy un gobierno desborda los límites del Estado de derecho. No cabe otra solución que dar vida a un contrapoder sin traspasar en este caso otros límites, los de la ilegalidad y de la violencia, a sabiendas de que por sí mismo no puede ni debe crear una alternativa simétrica de aquello que se combate.

En su clásico Política de la no violencia, Gerd Sharp proporciona algunas claves aplicables a nuestro caso. Sus orientaciones, de un lado se centran en oponerse a las ilegalidades cometidas por el poder, frenando su avance o la consolidación de la dictadura, y de otro, en proponer la activación de una protesta social y política. Sin olvidar la eficacia. Resulta preciso evitar que como puede suceder entre nosotros, una forma de oposición pacífica, no solo evite la deriva violenta que la descalificaría, sino que acabe, como desea el gobierno con las manifestaciones anti-amnistía, en un puro ritual con número decreciente de ciudadanos participantes. Si para Sánchez no cuentan los millones de votos adversos, menos lo hacen unas manifestaciones de masas, por lo demás imprescindibles. Son de ellos, de la derecha: desde su visión política ajena al sentido inclusivo de la democracia, las desprecia. De ahí el esfuerzo de sus medios por desacreditarlas.

En el repertorio establecido por Sharp, destaca la recomendación de oponerse al desmantelamiento de instituciones garantistas, que como es hoy el CGPJ, son un obstáculo para una definitiva subordinación del poder judicial. Conviene explicarlo como un servicio a los intereses colectivos, no personales o de partido, frente a la denuncia obsesiva que transmite el Gobierno a la opinión por todos sus medios. Lo mismo sucede con otros métodos de oposición, fácilmente descalificables de otro modo. En la sucesión de espectáculos ofrecidos por Sánchez y su coro, con sus carcajadas groseras en la investidura o el show de Óscar Puente, resulta comprensible la ausencia de la derecha en el aplauso al sectario discurso inaugural de Francina Armengol, pero conviene explicarlo, de ser posible situando siempre el desprestigio del Parlamento por encima del propio. Sánchez ya se apresuró a condenar ese silencio como antidemocrático. La batalla de relatos, no solo de posturas, es de primera importancia.

«Discípulo aventajado de Trump, Sánchez está dispuesto a acabar con cualquier resistencia a la aplicación sumisa de su ley de amnistía»

Bloquear asimismo, sin quebrantar la ley, aquellas medidas dirigidas frontalmente contra las libertades públicas, y aquí y ahora, en particular contra la independencia judicial, el inmediato caballo de batalla. En discípulo aventajado de Trump, Pedro Sánchez está dispuesto a acabar con cualquier resistencia a la aplicación sumisa, de máximos, a su ley de amnistía; de ahí las comisiones de investigación —en realidad de vigilancia contra el supuesto lawfare— que están a punto de nacer y cuya eficacia, una vez establecidas, será indiscutible. No debe ser olvidada la experiencia pionera de la presión sobre la jueza que intentó investigar sobre las manifestaciones del 8-M: el jefe implicado de la Guardia Civil resistió, a costa de sufrir persecución, pero la jueza hubo de ceder.

Resulta poco aconsejable infravalorar los medios de intimidación que puede utilizar el Gobierno a partir de tales comisiones, por medio de un fiscal general del Estado de obediencia probada. Ante semejante to be or not to be, votarlas, aunque sea negativamente, supone avalar su puesta en acción. Tal vez resultaría posible dar un paso más, condicionando la participación en el voto a que se excluya taxativamente la esfera judicial de la competencia de tales comisiones, porque representan un punto de no retorno para el proyecto de dominación ilimitada de Sánchez. Así como de rebote para garantizar la inmunidad, ahora y de cara al futuro, a los eventuales desafueros de los independentistas. Es capital que la opinión pública sepa lo que de veras significan.

La retirada de la actividad parlamentaria, total o parcial, esto es, el modelo Aventino de Italia 1924, es siempre inútil y contribuye, tanto como la violencia, a la agonía de la forma democrática. Otra cosa es marcar con rigor el límite de transigencia con la ilegalidad manifiesta de una medida gubernamental, siempre pensando en que lo testimonial de nada sirve si no incide sobre la opinión de los ciudadanos, incentivando a estos para que sean conscientes y actúen en defensa de la democracia. La ley de Amnistía es el primer acto. El segundo y decisivo tendrá lugar como consecuencia de los tratos y acuerdos que cabe esperar, y temer, del esperpento de Ginebra.

Queda una cuestión pendiente: ¿qué puede hacer un partido constitucional cuando en tal circunstancia se plantea una cuestión de Estado? Lo sucedido con el sí es sí debiera servir de enseñanza. El PP cumplió con su deber para arreglar el estropicio, pero dejando que Sánchez orquestase el arreglo, de manera que esa contribución —rebajada a retoque «técnico»— resultó invisible por hora nocturna de votación, ausencia del presidente de la misma y falta del más mínimo reconocimiento público. Nada cambió en la estigmatización del partido conservador como antifeminista a ultranza. El PP puso los votos y Sánchez el relato. Es una advertencia de cara a un eventual desbloqueo del CGPJ. Si lo que obtiene Feijóo es una designación distinta para 2029 pero Sánchez pasa a controlarlo de inmediato, la estrategia de resistencia caerá por su propio peso.

Entre tanto, más vale no olvidar la acción política directa en las elecciones europeas, ocasión también para que la hoy sumergida socialdemocracia española recobre al menos su visibilidad. No basta con las declaraciones a la prensa de sus figuras en activo, por oportunas y acertadas que sean. Existe toda una amplia franja de la opinión de izquierda, abiertamente crítica frente a Pedro Sánchez, pero que no por eso se identifica con la derecha política. A la vista de las declaraciones mencionadas, su aspiración consistiría en aunar el espíritu reformador, sin aventuras populistas, con la vuelta al clima de convivencia que presidió nuestra vida política desde la Transición. El empeño es necesario, como diría José Martí, para todos y por el bien de todos, aunque de difícil materialización.

 

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