La demencia no alcanzó para explicar al nazismo
Un libro aborda el trabajo del psiquiatra Douglas Kelley con célebres prisioneros nazis, como Hermann Goering, para tratar de entender la barbarie.
Las investigaciones de posguerra sobre los criminales nazis arrojaron hipótesis insoportables que poco a poco fueron convirtiéndose en verdades. El “nazi” –si ésta fuera una clasificación posible que no diferenciara entre SS, oficiales, soldados rasos, afiliados fanáticos del partido o jerarcas de alto mando– no tenía ningún signo visible por el cual pudiera distinguirse del resto de la humanidad. La maldad no se expresa ni en el aspecto físico ni el comportamiento social en todos los ámbitos de esa persona. Marga, la mujer de Himmler, según puede leerse en su correspondencia con él, recientemente publicada, era una mujer enamorada. Y aunque Marga haya puesto en una de sus cartas: “Tengo mucha suerte de tener un marido maligno que ama a su esposa maligna”, es difícil pensar que lo haya hecho verdaderamente consciente del peso de la palabra. Estando en prisión Goering, quien había saqueado media Europa arrebatando sus obras de arte, se enteró de que uno de los Vermeer que poseía, Cristo y la adúltera, era obra de un falsificador holandés, Van Megereen. Le dijo a su abogado que no entendía cómo podía existir tanta maldad en el mundo como para falsificar una obra. La hija del sanguinario Klaus Barbie relata en un documental que a su papá le gustaba reunirse debajo del pino de Navidad con los niños y cantar villancicos: “Era un buen papá”. No fue más tranquilizador el ensayo de Hanna Arendt de 1963 Eichmann en Jerusalén, donde acuña la expresión “banalidad del mal” queriendo significar la grisura, indiferencia y obediencia con que Adolf Eichmann mandaba a la muerte a miles de judíos a Auschwitz, excusándose en que “yo sólo controlaba la puntualidad de los trenes”.
La línea general de pensamiento sobre delincuencia sostenía, hacia la década del 30, que los desórdenes de personalidad desencadenaban buena parte de la actividad criminal. Estos desórdenes incluían comportamiento antisocial, narcisismo y paranoia. En conclusión, el crimen había pasado a convertirse en un problema médico. Mantengan saludable la mente de las personas o cúrenlas apropiadamente y no habrá crimen. En 1945, en la Cámara de Representantes de los EE.UU., la congresista Emily Taft Douglas exhortó al Tribunal Militar encargado de los juicios: “No sabemos nada sobre crímenes de guerra. Sabemos algo específico sobre atrocidades pero no comprendemos la psicología de los crímenes de guerra. Estos crímenes fueron cultivados por una enfermedad psicológica que debemos llegar a entender porque, de otra manera, no podremos lidiar con ello en el futuro”. Los estudios del nazismo dieron pie a un nuevo modo de ver al psicópata: había nacido el genocida.
El nazi y el psiquiatra, el libro de Jack El-Hai donde reseña las investigaciones que hizo el Dr. Douglas Kelley trabajando como psiquiatra con el primer contingente de prisioneros nazis por crímenes de guerra, entre ellos Hermann Goering, el hombre con más títulos y estrellas después del propio Hitler –incluido el título de sucesor del Reich–; Alfred Rosenberg escritor y adoctrinador de la cultura y filosofía nazis, Julius Streicher, director del periódico antisemita Der Stürmer , funcionario de alto nivel del partido y gobernador de Franconia; Robert Ley, director del Frente de Trabajo Alemán, después que se dispusiera la eliminación de cualquier sindicato de trabajo; Von Ribbentrop; Ernst Kaltenbrunner, líder de la Gestapo; y más adelante Rudolf Hess. El psiquiatra se dispuso a escucharlos prescindiendo de enjuiciarlos por sus crímenes de guerra, si esto fuera posible, para poder elaborar un informe. Quería trabajar como el biólogo con sus ratas de laboratorio. Su primer “cobayo” fue Goering, al que tuvo que curar de su adicción a un derivado de la morfina. Cuenta el informe que cuando Goering cayó prisionero tenía un estuche de piel con veinte mil pastillas adentro, que él decía eran para su tratamiento del corazón. En busca de si hay una “mente nazi”, Kelley los sometió al test de Rorschach y llegó a la conclusión de que eran individuos con rasgos neuróticos o perversiones, que pudieron tal vez incrementar su sadismo y sus ansias de poder, pero que de ningún modo son la causa de los crímenes cometidos. El mismo Hitler fue analizado hasta el cansancio a través de sus libros y los hechos históricos, en el cual se llega a la conclusión de que era un neurótico profundo, con tanto miedo a morir –en ocasiones, de cáncer de estómago, como su alma máter Napoleón Bonaparte– que llegó a adelantar campañas militares para verlas y gloriarse de ellas. Fuera de Robert Ley, que padecía daño cerebral, Kelley infomó que no había ningún loco de remate. “La demencia no explica a los nazis”, escribió. “Ellos solamente eran, como lo somos todos los humanos, criaturas producto de su propio ambiente; y también eran –en mayor grado que los demás seres humanos– creadores de ese ambiente.” Al comienzo, los dichos de Kelley explicaban que Hitler hizo que toda una raza pensara con el tálamo y no corticalmente, y esto hizo que el pueblo sucumbiera ante Goebbels, Streicher, Ley y los otros propagandistas. Esta explicación de Kelley quizá satisfaga a los fans de las neurociencias; no obstante cayó en saco roto. No era una explicación lo suficientemente buena.
Si bien Kelley había leído el estudio de un antecesor, Is Germany Incurable?, del psiquiatra estadounidense Richard Brickner, de 1943, no estaba del todo de acuerdo con él. Brickner postula que “la nación alemana, y con ella el régimen nazi, sufría de paranoia, la única condición mental que asusta incluso al psiquiatra mismo porque, a menos de que se atienda, puede terminar en asesinato. El asesinato es el resultado lógico de su particular visión del mundo. La gente paranoica sufre de megalomanía, que es la necesidad de dominar a otros; delirio de persecución, y una obsesión de adulterar el pasado para que coincida con su visión del mundo. El fascismo, la agresión y el antisemitismo eran, por tanto, sólo síntomas de lo que aquejaba a la Alemania nazi”.
Kelley disentía en un punto bastante importante para entender el poder: eran individuos más semejantes a los directivos de una empresa que a vulgares o extraordinarios enfermos mentales. Esta gente dirigía una empresa, la Tercer Reich Inc., con su sector de directivos, su plantel de intelectuales y publicistas y otro plantel que coordina que las reglas se cumplan. La mayor parte de la empresa eran adictos al trabajo. Trabajaban como esclavos fanáticos en su tarea de nazificar el mundo, y “es terrible que nosotros no tengamos tanta energía para dedicarnos a lograr que la democracia funcione”, opinó Kelley.
En una de sus conferencias en los EE.UU., luego de la ejecución de los criminales en 1946, Kelley hizo hincapié en que “son gente que existe en todos los países del mundo. Sus patrones de personalidad no son oscuros, pero tienen intereses peculiares, desean obtener poder. Y si ustedes dicen que aquí no hay ese tipo de gente, yo estoy casi seguro de que, incluso en los EE.UU., hay quienes con gusto escalarían sobre los cadáveres de la mitad de sus compatriotas si eso les permitiera obtener el control sobre la otra mitad, y que son las personas que, actualmente, sólo se dedican a hablar, las que utilizan los derechos de la democracia de una forma antidemocrática”.
¿Cuál era la solución que el Dr. Kelley proponía ante semejante amenaza constante y propia, quizá, de la condición humana? Estimular a la mayor cantidad de gente a votar y educar a los votantes para elegir de forma crítica y no siguiendo reacciones emocionales fuertes. “Negarse a votar por cualquier candidato que aprovechara las creencias religiosas y la raza de cualquier grupo para hacerse de ‘capital político’, o que hiciera referencias directas o indirectas a la raza y al patrimonio cultural o moral de sus oponentes.” Después de la lectura del material, para aquellos interiorizados o no en la temática, nada más les va a quedar un amargor en la mente que los llevará a suplicar al cielo que nunca tengamos la necesidad de un Dr. Kelley, que el pensamiento crítico cambie los movimientos de un país como el nuestro, tan pasional y que mira con buenos ojos todo arranque de pasión.