La democracia de Brasil, a prueba
La salida de Dilma Rousseff del Palacio Presidencial, probablemente para no volver, supone la interrupción dramática de su mandato, sellado en 2014 por 54 millones de electores que le dieron su confianza en las urnas, algo que no deja de ser un desgarrón en el tejido social.
La dura exguerrillera se despidió como víctima de un golpe de Estado y advirtió que luchará para volver. Es su legítima defensa.
Los juristas seguirán, a su vez, discutiendo si el proceso y veredicto del Congreso se ajusta o no a la Constitución que prevé la pérdida del mandato presidencial por crimen de responsabilidad administrativa. Es posible que, en el futuro, Brasil tenga que revisar ese punto complejo de la Constitución.
Mientras tanto, el país tiene un nuevo Gobierno al mando del vicepresidente de la República, Michel Temer, que actuará hasta que se concluya el proceso a Rousseff, según prevé la Constitución.
El hecho, excepcional, va a suponer una prueba importante para medir el pulso de la joven democracia brasileña.
Nadie niega hoy, que a pesar de todas las discusiones jurídicas, Rousseff no hubiese sido depuesta si el país hubiese estado creciendo económicamente, si no estuviera sufriendo la angustia de 12 millones de desempleados, una inflación que se come el salario de los trabajadores y con un 60% de la población endeudada. Y si Rousseff no hubiera perdido la confianza del Congreso.
El presidente en funciones, Temer, es lo opuesto a Dilma en todo. Se formó a la sombra del Congreso que ya presidió tres veces, conoce como pocos el complejo engranaje de los Gobiernos de coalición y entra contando con una fuerte mayoría parlamentar, que fue lo que le faltó a Rousseff.
En teoría, ello le permitiría aprobar algunas de las reformas urgentes que Brasil necesita para enderezar una economía que vive la mayor recesión de su historia republicana.
El mundo del trabajo, y sobre todo la nueva clase media-baja que salió de la miseria durante los Gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) (y que empezaba a sentir el latigazo de una crisis que amenaza con devolverles a su triste pasado) va a medir a Temer, más que por su carisma, por los resultados inmediatos de su gestión.
El brasileño es más pragmático que ideológico. Por eso, quizás, se entendió siempre mejor con Lula que con Rousseff.
Para esa masa de gente que sufre para llegar a fin de mes y que ve cada día que su dinero vale menos, el discurso jurídico del golpe tiene menos eco que los precios del mercado o la angustia de verse cada día más endeudada.
La democracia de Brasil, se está demostrando, a pesar de todo, más sólida de lo que puede parecer fuera de sus fronteras. Lo revela el hecho que tras el trauma de la deposición de Rousseff, la gente no se ha echado a la calle. No hay violencia. El Ejército ha dormido tranquilo y el Supremo ha vigilado y controlado cada paso del doloroso rito del impeachment.
No es poco en estas latitudes tropicales.